Historias de la noche
Traducción de Javier Albiñana
Anagrama, 2024
"Pero esta noche, esa película no le da miedo. Por el contrario, es como un refugio. Ida piensa que su padre ha hecho bien imponiéndosela,pues se la había regalado Christine y, de hecho, Ida piensa ahora en su Tatie, como si esta le pidiese que hiciera como la Bella de la película, experimentar su miedo hasta el final, pues ambas van a tener que atravesar la noche y un mundo que ignoran. Ida siente que lo que la asusta esta noche ejerce una atracción que no sabe cómo nombrar, ni siquiera si tiene un nombre, si la curiosidad que experimenta es normal o si no debería encontrarle un aire sospechoso, equívoco, quizá incluso indecente, y no esa atracción furtiva que la obliga a volver los ojos hacia el comedor,cosa que hace sin meditar, por pura inquietud o cautela, por simple nerviosismo también: se limita a echar una ojeada de cuando en cuando, no ha subido mucho el volumen, pues quiere estar lista, alerta, como imagina a los animales en los bosques cuando su padre sale a cazar con el perro de Christine, los domingos por la mañana -esta noche le viene a la mente la tristeza teñida de asco que ha sentido siempre cuando su padre depositaba los faisanes y las liebres en el trinchero de la cocina-, como si oyera latir en su pecho el corazón de una liebre acosada por la escopeta de caza, como si percibiera el ruido de las botas de goma aplastando las hojas secas, en un crepitar helado, el olfato húmedo y caliente, excitado por la sangre, de Radjah.
Pero la verdad, sobre todo, la única verdad ahora es que no le gustan los hombres que están ahí, que los teme, que sabe que debe temerlos".
En la campiña francesa se alza La Bassée, una aldea casi fantasmal, donde las casas parecen alejarse unas de otras más allá de los mapas y del tiempo. Allí viven Christine, una artista envejecida con la sola compañía de su perro; Patrice, un campesino hosco, con una torpeza emocional que lo vuelve opaco; Marion, su esposa, rebelde en silencio, decidida a huir de un mundo que parece haberse detenido hace décadas; e Ida, su hija, observadora y reflexiva, para quien su vecina Christine es una referencia esencial.
Durante las primeras doscientas páginas parece que no ocurre nada, al menos nada que vaya más allá de un relato pedestre, pegado a la cotidianeidad de ese lugar perdido en los márgenes de Francia. Pero en realidad ocurre todo. Porque Mauvignier construye sus personajes no con hechos, sino con respiraciones, con dudas, con frases largas, larguísimas, que se despliegan como pensamientos que temen concluir, lo que nos obliga a suscribir con el autor un pacto de lentitud, casi de sometimiento a un ritmo premioso, como la propia existencia provinciana de los personajes. La escritura de Mauvignier no es lineal, avanza mediante espirales, con insinuaciones y frases que se interrumpen, se repiten, se desbordan. Y lo que parece ser una historia de tensiones íntimas se va cargando lentamente de una inquietud más oscura.
Patrice planea celebrar el cumpleaños de Marion organizando en secreto una fiesta. Y entonces, tres hombres aparecen en el pueblo, tres forasteros que no encajan en el paisaje, cuyo objetivo no se revela sino gota a gota. Su llegada -seca, abrupta, sin explicación- sacude la aparente quietud. Su presencia abre una grieta por donde se cuela el pasado, la violencia, la tensión, que se instalan como una niebla que no se disipa. Desde ese momento, la novela vira sin estridencias hacia un terreno inquietante, donde la amenaza se instala de manera casi física. Y entonces, sin avisar, el libro muta: de una novela intimista y rural a un thriller psicológico que nos retuerce con la misma intensidad con que destroza la calma aparente de los protagonistas.
"¿Qué queréis, quiénes sois? Si os habéis creído que nos vamos a quedar tan tranquilos y que nos vais a engatusar como gilipollas...
Lo entiendo... Lo entiendo. Calma.
Me calmo si me da la gana, estoy en mi casa y a mí nadie me dice lo que tengo que hacer, así que callas la boca y dejas de tomarme por un gilipollas.
Y ahora toma la palabra Christophe desde el umbral de la cocina.
Le parecerá muy listo hacer llorar a la niña. Pues de listo poco, eh, hacer llorar a la niña.
Pero si bien Patrice no lo ve, no lo oye, en ese momento cobra conciencia de haber asustado a su hija, y algo se revuelve en él, un pesar, la vergüenza de su brutalidad, los ojos aterrorizados de Ida, los reproches que le formulan tal vez. Ida ha retrocedido, ahora está en el fondo de la estancia, sola, deja correr las lágrimas y reprime su pánico o su ira. Denis compasivo entonces,
Oye Ida,
empalagoso,
No ha sido muy amable lo que ha hecho, ¿verdad?
luego se vuelve hacia Patrice,
¿No te parece?
y, lentamente. Con aire consternado y contrito, apenado,
Verá usted, yo no quiero que le ocurra nada a su vecina, no le deseo nada malo a nadie, no estamos aquí para eso, pero ¿de qué sirve hacer llorar a la niña, eh? Francamente, qué puede importarle que le haga un regalo? [...]
No se oye más que la péndola en la cocina; el televisor deja escapar con un volumen sonoro muy débil las risas enlatadas de una serie americana.
Muy pronto oscurecerá, cae la noche sobre el caserío. Ida se arrebuja fuerte contra su padre -piensa en su madre, necesita tanto a su madre- pero ¿por qué, por qué tendrá que tardar siempre tanto Marion en llegar a casa?".
Mauvignier domina el arte de la tensión narrativa: hay una voluntad deliberada de no apresurar nada, todo se insinúa antes de revelarse. Como en la vida rural que retrata, lo importante no ocurre de golpe, sino que se va gestando bajo la superficie. No necesita artificios ni grandes giros: le basta con alargar una frase, con cortar un recuerdo, con insinuar una culpa antigua. Lo que se revela, lo que se oculta, lo que nunca se dice del todo: ahí está el corazón de esta novela. Una historia sobre la noche, sí, pero no sólo la que cae sobre el campo, sino la que se instala en el interior de los personajes, la que brota de sus historias no contadas. ¿Qué sabemos realmente de nuestras vecinas y vecinos? ¿Qué verdades se entierran bajo años de rutina? ¿Qué pasados no contados estallan cuando la noche cae? ¿Cuántas decisiones pasadas siguen moldeando el presente? ¿Qué verdades se callan por temor o por costumbre? En este libro, la noche no es solo la oscuridad al final del día: es lo que se oculta, lo que regresa del pasado, lo que no se perdona, lo que no se puede mirar de frente.
El campo francés que dibuja Mauvignier está lejos del idilio bucólico; al contrario, es un territorio áspero, donde la modernidad llega a medias y las viejas estructuras siguen intactas. Hay una crítica sutil pero persistente a ese aislamiento rural que, más que proteger, asfixia. A ese entorno donde las relaciones están marcadas por la repetición, la soledad, la desconfianza hacia lo diferente. Y la violencia que irrumpe en la novela es síntoma de una tensión social más amplia, de un país que lleva sus fracturas incluso hasta sus rincones más remotos. Tal vez por eso ha sido publicitada como “un thriller sobre la Francia de los chalecos amarillos”.
No es un texto amable ni complaciente. Exige tiempo, atención,
compromiso, obligándonos a escuchar no solo lo que se dice, sino
también, sobre todo, lo que se calla. Es una obra densa, no apta para
impacientes. Pero quien acepta ese pacto, encuentra una experiencia
literaria profunda, incómoda y luminosa a su manera.
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