jueves, 31 de julio de 2025

¿Destruir? Ni Gaza ni Israel

“En todos los ámbitos damos la impresión de haber perdido las nociones esenciales de la inteligencia, las nociones de límite, de medida, de grado, de proporción, de relación, de condición, de vínculo necesario, de conexión entre medios y resultados. Para ocuparse de asuntos humanos, nuestro mundo político está poblado exclusivamente por mitos y monstruos; en él solo conocemos entidades, absolutos”.

Simone Weil, No empecemos de nuevo la guerra de Troya (1937)

 

La situación en Gaza es insoportable. Asistimos con horror al resultado de una estrategia militar que ha convertido a más de dos millones de personas en rehenes del hambre, del miedo y de la destrucción. El bloqueo impuesto por Israel y la ofensiva sostenida contra la Franja constituyen una violación flagrante del derecho internacional humanitario y un castigo colectivo que no puede ser justificado bajo ningún argumento de defensa. Lo que está ocurriendo en Gaza merece una condena rotunda, sin matices ni dilaciones. Me duele profundamente, me compromete, y por ello, como tantas y tantos, he participado en todas las convocatorias en las que se ha reclamado a Israel que ponga fin, incondicionalmente, a sus operaciones genocidas en Gaza.

Sin embargo, no podemos aceptar sin más el lema bajo el cual se ha convocado la movilización de mañana en Bilbao: "Israel suntsitu", "destruir Israel". Esa consigna, más allá de su rechazo moral, representa una amenaza contra toda una población. Llamar a la destrucción de un Estado (en realidad, de una sociedad) no es una crítica legítima a sus políticas, sino una negación del derecho de su pueblo a existir. Y eso, desde una perspectiva ética, política y humanista, no se puede compartir.

Estar contra la ocupación, contra el apartheid, contra los crímenes de guerra, no significa estar contra un pueblo entero. Del mismo modo que denunciamos el genocidio en Gaza, debemos rechazar cualquier forma de antisemitismo, sea explícito o disfrazado de consigna política. El camino para una paz justa pasa necesariamente por el fin de la ocupación, por el reconocimiento mutuo y por una solución política que garantice la vida, la dignidad y la seguridad tanto del pueblo palestino como del pueblo israelí. Esa solución sigue siendo la de dos Estados, con fronteras seguras y derechos iguales para todas las personas que habitan la región.

Nuestro compromiso debe ser con la vida, no con la destrucción. Por eso, aunque sintamos la urgencia de manifestarnos contra el horror en Gaza, no podemos hacerlo bajo un lema que niega los principios mismos por los que luchamos.

En momentos de horror la palabra se vuelve frágil, pero también más necesaria que nunca. Lo que ocurre hoy en Gaza exige una respuesta moral inmediata: una población entera está siendo sometida a una violencia sistemática, al hambre, al desamparo. No hay justificación posible para este castigo colectivo. La guerra no puede convertirse en un mecanismo para borrar un pueblo, ni el sufrimiento civil puede ser asumido como daño colateral. El bloqueo israelí, la ofensiva militar y la impunidad con que se ejerce esta violencia son incompatibles con cualquier idea de justicia.

Pero hay palabras que, en nombre de esa justicia, traicionan sus propios fundamentos. El lema "Israel suntsitu" nos enfrenta a una de esas paradojas morales. Porque por más que compartamos la necesidad urgente de denunciar el genocidio que se está perpetrando, no podemos aceptar, ni ética ni políticamente, una consigna que implica la aniquilación de otro colectivo humano. Destruir un Estado no es simplemente una consigna contra una estructura de poder: es, en este caso, un llamamiento a borrar la existencia de quienes lo habitan, de quienes lo sienten como parte de su identidad. No se puede combatir un crimen colectivo cometiendo otro en la imaginación política. Llamar a la destrucción de Israel no es una crítica legítima: es una forma de violencia simbólica que prepara el terreno para otras violencias más tangibles. Es la negación del principio de coexistencia, de la dignidad humana compartida, de la paz como horizonte.

La moral, también la moral política, cuando es fiel a su vocación, no elige entre víctimas. Sabe que todo ser humano es portador de un valor irreductible, incluso -y sobre todo- cuando el conflicto parece exigir adhesiones incondicionales. Por eso, la única salida justa sigue siendo aquella que reconozca plenamente a los dos pueblos que habitan esta tierra herida. La solución de dos Estados no es una fórmula diplomática vacía, sino la expresión mínima de una idea de justicia en la que nadie debe ser borrado para que la otra y el otro vivan.

Nuestro deber, hoy, es doble: denunciar con claridad los crímenes de guerra y la política de exterminio en Gaza, y al mismo tiempo mantenernos fieles a los principios éticos que nos sostienen. No podemos luchar contra el odio adoptando sus lenguajes. La palabra justa es la que defiende la vida, incluso cuando todo alrededor se derrumba.

En contextos de violencia extrema, la política tiende a deslizarse hacia una lógica binaria: amigo o enemigo, víctimas o verdugos, legítimos o ilegítimos. Esta simplificación no es casual: permite movilizar pasiones, justificar acciones, identificar bandos. Pero esa polarización, aunque políticamente eficaz, puede volverse éticamente ciega. La ética, a diferencia de la política en su forma más cruda, no opera con identidades colectivas abstractas, sino con vidas concretas. Esa diferencia no invalida la política, pero exige que no se emancipe de su fundamento ético. Cuando una consigna como “destruir Israel” se presenta como una reivindicación política, debemos preguntarnos: ¿desde qué lugar ético se pronuncia? Si la política no se mide por su fidelidad a la dignidad humana, entonces ya no es emancipadora, sino una forma distinta de dominación.

Las palabras no son nunca inocentes. Nombrar no es solo describir: es también intervenir, construir realidad, anticipar lo posible. Las palabras pueden sanar, pero también pueden preparar el terreno para el exterminio. Cuando se lanza una consigna como "Israel suntsitu" se está imaginando un futuro donde un colectivo humano es eliminado. Aunque se pretenda simbólica, esa palabra contiene en sí la semilla del acto. Por eso, el cuidado del lenguaje no es una cuestión de corrección política, sino de responsabilidad moral. No hay justicia que pueda nacer del odio. No hay liberación que se logre borrando a la otra y al otro. Y no hay victoria política que no se vuelva derrota humana si en su nombre se normaliza la violencia verbal contra comunidades enteras.

Es comprensible y justo denunciar con fuerza los crímenes cometidos por el gobierno de Israel. Pero hay una diferencia fundamental entre criticar un régimen político y atribuir responsabilidad colectiva a un pueblo entero. Cuando se difumina esa diferencia, la violencia simbólica se dirige indiscriminadamente a cualquiera que comparta una identidad con el agresor: no ya quien manda las bombas, sino quien nació con el nombre equivocado, la religión equivocada, el pasaporte equivocado. La filosofía moral nos advierte contra esa trampa de las identidades absolutas. El ser humano no es reducible a su grupo étnico, su nacionalidad ni su historia colectiva. La justicia comienza cuando resistimos esa reducción, incluso bajo presión, incluso cuando el dolor nos empuja a simplificar.

En medio de la destrucción, la fidelidad a lo humano debe ser nuestra brújula. No hay compromiso político que valga si exige que traicionemos la igualdad fundamental entre todas las vidas. No hay causa justa que se construya sobre el deseo de borrar a la otra y al otro. Hoy, defender al pueblo palestino significa también rechazar cualquier lenguaje que niegue la humanidad de las y los israelíes. Y denunciar al gobierno de Israel no implica negar el derecho de su pueblo a existir en paz. La justicia, si ha de ser algo más que una consigna, empieza aquí: en la renuncia a toda forma de exterminio, incluso en el plano del lenguaje.

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