Las sombras fugaces
Traducción de Luisa Lucuix
Volcano, 2022
"Desde la avería, el suelo ya no tiembla bajo los cargamentos de madera de los tráileres, pero todavía hay mucho tránsito por los bosques. Están todos aquellos que se refugiaron en sus casas de campo o en sus campamentos de caza. También los que tratan de establecerse en alguna parte, lejos de las aglomeraciones y de las carreteras nacionales. En todas partes, la gente desconfía, la gente es calculadora, la gente va armada. El resto solo pende de un hilo. Por eso es por lo que yo prefiero las profundidades del bosque a los encuentros arriesgados por los caminos".
Al principio, lo único que queda es el ruido del viento en los árboles y el crujido de la gravilla bajo los pasos. En ese silencio suspendido -el silencio de un mundo quebrado por un apagón interminable-, un hombre camina con la esperanza de alcanzar el campamento donde cree que está su familia. Camina solo, hasta que aparece Olio.
El niño surge del bosque como un espectro, silencioso, observador, desconfiado. No parece perdido, ni asustado. Está ahí, simplemente. Y desde ese momento, sin palabras y sin pactos, empieza una relación que será el hilo que sostenga al protagonista mientras el paisaje se oscurece aún más. Olio, con su terquedad silenciosa, no solo acompaña: desafía, exige, y en cierto modo, humaniza. Lo obliga a recordar que aún hay otro. Y que ese otro importa.
No es una novela de acción, pero está llena de movimientos, de trayectos, de encuentros cargados de tensión. Con humanos, también con lobos. Una historia de supervivencia en un contexto de crisis de la civilización, pero no una historia más. Christian Guay-Poliquin no nos ofrece explicaciones, ni consuelo, ni redención; nos sumerge en un universo sombrío con una prosa contenida, casi minimalista. Cada capítulo es un día más con vida, cada personaje un espejo posible del miedo y del deseo de seguir adelante. Y sin embargo, a través del vínculo con Olio, aparece algo que no puede nombrarse con facilidad. No es esperanza, pero sí es una forma de persistencia que no se explica por la lógica de la supervivencia. Es la necesidad de no perder del todo la capacidad de cuidar. De proteger a alguien. De caminar junto a otro, aunque no sepamos hacia dónde.
El niño surge del bosque como un espectro, silencioso, observador, desconfiado. No parece perdido, ni asustado. Está ahí, simplemente. Y desde ese momento, sin palabras y sin pactos, empieza una relación que será el hilo que sostenga al protagonista mientras el paisaje se oscurece aún más. Olio, con su terquedad silenciosa, no solo acompaña: desafía, exige, y en cierto modo, humaniza. Lo obliga a recordar que aún hay otro. Y que ese otro importa.
No es una novela de acción, pero está llena de movimientos, de trayectos, de encuentros cargados de tensión. Con humanos, también con lobos. Una historia de supervivencia en un contexto de crisis de la civilización, pero no una historia más. Christian Guay-Poliquin no nos ofrece explicaciones, ni consuelo, ni redención; nos sumerge en un universo sombrío con una prosa contenida, casi minimalista. Cada capítulo es un día más con vida, cada personaje un espejo posible del miedo y del deseo de seguir adelante. Y sin embargo, a través del vínculo con Olio, aparece algo que no puede nombrarse con facilidad. No es esperanza, pero sí es una forma de persistencia que no se explica por la lógica de la supervivencia. Es la necesidad de no perder del todo la capacidad de cuidar. De proteger a alguien. De caminar junto a otro, aunque no sepamos hacia dónde.
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