Cónclave
Traduccion de Raúl García Campo
Grijalbo, 2025 (3ª reimpresión)
"Al final muchos de los microbuses no hicieron falta. Una suerte de impulso colectivo espontáneo se apropió del cónclave. de manera que los cardenales que se veían con fuerzas para andar optaron por trasladarse a pie desde la casa de Santa marta hasta la Capilla Sixtina. Caminaron en formación de falange, algunos tomados de los brazos de sus hermanos, como si se estuvieran manifestando, algo que de algún modo sí que estaban haciendo.
Y, por algún capricho del destino, o tal vez por intervención divina, un helicóptero que distintas cadenas televisivas de noticias solían alquilarle al consorcio se cernía en ese instante sobre la plaza del Risorgimento, filmando los daños de la explosión. El espacio aéreo de la Ciudad del vaticano estaba cerrado, pero el cámara, por medio de un teleobjetivo, logró capturar a los cardenales mientras desfilaban por la plaza de Santa Marta, dejaban atrás el palacio de San Carlos y el palacio del Tribunal, pasaban frente a la iglesia de San Esteban y bordeaban los Jardines Vaticanos antes de perderse de vista en los patios integrados en el complejo del Palacio Apostólico".
El fallecimiento del Papa Francisco me llevó a la película de Edward Berger, que podía verse en Filmin en la modalidad de alquiler. Con una estética impresionante, la película es una especie de Doce hombres sin piedad ubicada en la impresionante Capilla Sixtina. En distintos escenarios, bajo diferentes cielos ideológicos, dos grupos
de hombres se reúnen en una habitación cerrada para tomar una decisión
que afecta el destino de otro ser humano y, en el caso de Cónclave, de toda una institución. Ambas comparten una estructura narrativa íntima y
una pulsión moral semejante: son dos historias de deliberación ética
en condiciones de presión. Ambas obras beben del lenguaje teatral: en su economía de espacio, en la
centralidad del diálogo, en el peso de los silencios. Son dramas de
cámara, donde el conflicto no se resuelve a través de la acción, sino
mediante el lenguaje, la persuasión, el gesto. Son también, en un
sentido más profundo, rituales seculares (o sagrados) de transformación:
lo que comienza como un trámite técnico se convierte en una travesía
ética para cada uno de los presentes.
En Doce hombres sin piedad, el jurado número 8 (Henry Fonda) no está convencido de la culpabilidad del acusado, a pesar del consenso inicial. En Conclave, el cardenal Lomeli (Thomas Lawrence en el film) tampoco se deja arrastrar por la fuerza de la mayoría ni por los juegos de poder. Ambos personajes son figuras de conciencia: no infalibles, pero guiados por una ética que busca claridad más allá de la inercia o la conveniencia. Son también, paradójicamente, los menos seguros: su fuerza proviene no de la certeza, sino de la voluntad de no decidir a la ligera. En un mundo donde todos se apresuran a juzgar, ellos deciden esperar, preguntar, dudar; su posición solitaria, incómoda, los convierte en puntos de inflexión del drama.
Aunque uno se ubica en un tribunal laico y el otro en el corazón de una institución milenaria, ambas películas coinciden en una misma tesis: la conciencia individual puede cambiar el destino colectivo. No se necesita un milagro, sino valor, y la duda, lejos de ser un signo de debilidad, es una señal de integridad. Ambas obras, separadas por más de medio siglo, nos recuerdan que el drama más intenso no necesita de batallas épicas ni efectos especiales: basta con cerrar una puerta y obligar a doce (o ciento dieciocho) hombres (en este caso) a decidir qué es justo, qué es verdadero y qué precio tiene el silencio.
La película me llevó al libro. Más allá del cambio de nombre y origen del protagonista -Jacopo Lomeli, italiano, en el libro; Thomas
Lawrence, inglés, en el film, cambio hecho, según parece, para encajar con el acento de Ralpf Fiennes- y de algún otro cambio menor, la película es un fiel reflejo de la trama del libro, si bien en este encontramos mejor desarrollados los dilemas que componen la trama.
El cardenal Lomeli se despierta una mañana con una noticia que resuena como un trueno dentro de los muros dorados del Vaticano: el Papa ha muerto. Así comienza Conclave, una novela que no solo se
La historia se despliega en Roma, en los días posteriores a la muerte del Papa. Con un estilo sobrio y profundamente atmosférico, Robert Harris nos
transporta hasta la misma Capilla Sixtina junto a los 118 cardenales que deben elegir al nuevo Sumo Pontífice. Allí, detrás de puertas selladas y bajo la vigilancia del Espíritu Santo -o, al menos, eso se supone-, se desarrollará una batalla cuidadosamente orquestada de diplomacia, intriga y moralidad que nos introduce en los ritos antiguos de la Iglesia Católicaal tiempo que desvela, paso a paso, la compleja humanidad de aquellos que la gobiernan.
El protagonista, el cardenal Jacopo Lomeli, es un personaje fascinante por su mezcla de dignidad, duda y sinceridad. Como decano del Colegio Cardenalicio, le corresponde supervisar el cónclave. Aunque profundamente devoto, Lomeli está lejos de ser ingenuo y, consciente de las intrigas del poder, navega entre las tensiones ideológicas de sus colegas: los liberales que quieren reformar la Iglesia; los conservadores que se aferran a la tradición; los nacionalistas, ambiciosos y discretos; y los candidatos inesperados, todos moviéndose en un tablero más político que espiritual. Cada capítulo sestá cuidadosamente estructurado para revelar lentamente las capas del misterio. En este mundo cerrado, donde los secretos son moneda corriente y cada mirada puede ser un voto enmascarado, el autor construye una atmósfera de creciente claustrofobia y expectación. ¿Quién será el próximo Papa? ¿Qué secretos guarda cada cardenal? ¿Y hasta qué punto Dios interviene realmente?
"Esta era la noche en que empezaban a trazarse las verdaderas estrategias del cónclave. Pese a que en teoría la constitución pontificia prohibía que los cardenales electores llegasen a «cualquier tipo de pacto, acuerdo, avenencia o compromiso», so pena de excomunión, el proceso había derivado en unas elecciones y, por tanto, en una cuestión de aritmética; ¿quién podría llegar a los setenta y nueve votos? Tedesco, cuya autoridad se veía reforzada por haber quedado por delante de los demás en la primera votación, les estaba contando una historia divertida a los cardenales sudamericanos de una mesa, enjugándose con una servilleta las lágrimas que se le saltaban con sus propias bromas. Tremblay escuchaba con toda su atención las opiniones de los miembros procedentes del Sudeste Asiático. Adeyemi, para inquietud de sus rivales, había sido invitado a unirse a los obispos conservadores de Europa del Este -Wroclav, Riga, Leópolis, Zagreb--, quienes querían conocer su opinión acerca de distintos asuntos sociales. Incluso Bellini parecía dispuesto a hacer un esfuerzo; Sabbadin lo había colocado en una mesa de norteamericanos, ante la que estaba exponiendo su deseo de dotar a los obispos de mayor autonomía".
No diré nada del final, frágil como parte estricta de la trama, pero audaz y luminoso, planteando preguntas esenciales sobre el futuro de la Iglesia y su lugar en un mundo en transformación.
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El loco de Dios en el fin del mundo
Penguin Random House, 2025
“Soy ateo. Soy anticlerical. Soy un laicista militante, un racionalista contumaz. Pero aquí me tienen, volando en dirección a Mongolia con el anciano vicario de Cristo en la Tierra, dispuesto a interrogarle sobre la resurrección de la carne y la vida eterna. Para eso me he embarcado en este avión: para preguntarle al papa Francisco si mi madre verá a mi padre más allá de la muerte, y para llevarle a mi madre su respuesta. He aquí un loco sin Dios persiguiendo al loco de Dios hasta el fin del mundo".
Con este párrafo arranca un libro inclasificable -no es un ensayo ni una crónica ni una novela, aunque tenga algo de todo eso- que se lee como novela, se respira como crónica, se vive como viaje espiritual y se recuerda como una pregunta íntima: ¿hay algo después de la muerte?
Javier Cercas, escritor agnóstico y escéptico por naturaleza, acepta una invitación impensada: acompañar al papa Francisco en su visita oficial a Mongolia. Desde el primer momento, el autor deja claro que su interés no es religioso, sino humano. Su impulso no nace de una conversión repentina, sino de una pregunta muy concreta que le hace su madre: “¿Volveré a ver a tu padre?”.
En el centro del libro está, claro, Jorge Mario Bergoglio. Pero el retrato que emerge no es hagiográfico. El Papa Francisco aparece como un personaje contradictorio, lleno de pliegues: austero pero enérgico, reformista pero paciente, amado y resistido por su propia curia. Cercas lo presenta como un “loco de Dios” en el sentido más noble: un hombre que empuja a una institución milenaria a mirarse en el espejo de su propia humanidad. Más allá del retrato del pontífice, el libro es una reflexión sobre las grandes preguntas de siempre: ¿qué sentido tiene la religión en el mundo moderno? ¿es posible creer sin caer en el dogma? ¿puede una institución tan antigua como la Iglesia renovarse sin destruirse? Cercas no ofrece respuestas pero sí una búsqueda honesta, valiente, desprovista de cinismo, abierta al "acontecimiento Bergoglio/Francisco" y al valor profundo del cristianismo, la "gran mutación moral" que es su aportación esencial:
"[E]n un momento en que la esclavitud dominaba el mundo, la insurrección conceptual de Cristo consistió en postular que todos los seres humanos merecían respeto y afecto, y que, por mucho que a algunos se les tratase como a gusanos, ninguno de ellos lo era".
La peregrinación, el viaje que sigue, no es tanto geográfica como interior. Cercas
entra en el Vaticano, asiste a encuentros diplomáticos, comparte cenas
con cardenales y entrevistas con teólogos, sube al avión papal, y todo lo observa con una mirada a medio camino entre la ironía, la admiración y la duda. A través de diálogos con figuras clave del Vaticano, misioneros anónimos
y fieles de los rincones más remotos del planeta, el autor va trazando
el mapa de una Iglesia que aún no ha decidido del todo qué quiere ser
en el siglo XXI.
"Era inevitable: reto al ateo más furibundo a no estremecerse en este momento, de pie en la nave central de la catedral de Ulán Bator, confundido entre el alborozo unánime de esa panda de tarados temibles -el padre Ernesto, la hermana Ana, el padre Gian Paolo, el padre Patrick, el padre James-, de esos lunáticos que, como el Cristo de Elqui, han elegido la amistad de los enfermos y los débiles y los pobres de espíritu y los muertos de sed y los muertos de frío y los muertos de hambre, de los ancianos y los niños y las madres solteras y los humillados y los ofendidos y los postergados una y otra vez, es difícil, extremadamente difícil no conmoverse hasta los huesos viendo cómo aclama al anciano vicario de Cristo en la tierra aquella muchedumbre insensata, que han resuelto, igual que el chiflado del Cristo de Elqui, entregar su vida en holocausto por un mundo mejor".
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