domingo, 21 de diciembre de 2025

La balada de Holt

Kent Haruf
La balada de Holt
Traducción de Julio Trujillo
Penguin Random House, 2025

"Al principio nadie podía creerlo. Y de repente era cierto: él había vuelto al pueblo después de ocho años. Conducía un Cadillac rojo y, después de quedarse sentado en el coche en Main Street durante una hora mientras la gente que iba de compras pasaba por delante y apenas le prestaba la suficiente atención como para darse cuenta de quién era, Ralph Bird finalmente lo había reconocido. Así que a primeras horas de la noche Bub Sealy lo arrestó, le golpeó una vez en la nuca con su pistola, le obligó a sentarse en el asiento trasero del coche patrulla, y se lo llevó doblando la esquina y pasando la manzana en dirección al juzgado de Albany Street, donde lo metió en el calabozo.
Así que el fenómeno local había vuelto. El hijo nativo había regresado. Solo que ahora estaba entre rejas, encerrado en una celda de la que no podía salir, y la gente estaba contenta de que así fuera. Comenzaron a hablar inmediatamente de él. Se decían que todavía podían obtener alguna compensación de Jack Burdette".


Leer La balada de Holt hoy, después de haber recorrido todas las otras novelas de Kent Haruf ambientadas en el condado de Holt, permite situarla con claridad como una obra de origen: no es la primera cronológicamente (esta es El vínculo más fuerte), pero sí la más áspera, la menos conciliadora, la que plantea de forma más desnuda el conflicto entre el individuo y la comunidad. En ella ya están casi todos los temas que Haruf desarrollará más adelante, pero todavía sin el contrapunto de la compasión y el cuidado mutuo que caracteriza a sus novelas posteriores.

La historia se articula alrededor del regreso de Jack Burdette a Holt. Ese regreso no tiene nada de nostálgico ni reparador. Modesta celebridad local en su juventud por su físico imponente y sus dotes como jugador de fútbol americano, es un hombre carismático, violento y profundamente irresponsable, marcado por el abuso del alcohol, la agresividad y una incapacidad total para asumir vínculos duraderos. Seductor y destructivo a la vez, encarna una masculinidad dañina que deja tras de sí mujeres abandonadas, hijos desatendidos y un rastro de culpa colectiva. Su regreso al pueblo, tras años de ausencia, no trae reconciliación ni cierre, sino la reactivación de viejas heridas. Jack vuelve roto, cargando una violencia aprendida y una incapacidad total para asumir responsabilidades. Su presencia  reactiva viejas tensiones: recuerdos mal resueltos, culpas compartidas, silencios que el tiempo no ha suavizado. 

El regreso de Jack Burdette al pueblo no reactiva únicamente viejos conflictos: devuelve a escena una historia de violencia de género y violencia doméstica que atraviesa la novela de principio a fin y que condiciona la vida de su esposa, Jessie, y de los dos hijos de ambos.

Uno de los aspectos más inquietantes de la novela es la respuesta -o la falta de ella por parte de la comunidad. Holt conoce la historia de Jack, conoce su carácter y su comportamiento, pero esa conciencia no se traduce en intervención ni protección. Haruf retrata con precisión una comunidad que observa, comenta, juzga en silencio y, finalmente, tolera. La violencia de género no aparece como un asunto privado, pero tampoco como un problema colectivo que exija una acción común. Ese vacío ético convierte a Holt en un espacio cómplice, no por maldad explícita, sino por inercia y miedo a alterar el orden establecido. 

El título original de la novela, Where you once belonged (donde alguna vez perteneciste, el lugar al que una vez perteneciste) encierra una paradoja central en toda la obra de Haruf: el lugar al que uno perteneció puede dejar de admitirlo. Holt no expulsa a Jack Burdette; simplemente no sabe qué hacer con él. Esta idea -volver para descubrir que ya no se pertenece- atraviesa toda la novela y la convierte en una reflexión amarga sobre la identidad, el arraigo y la memoria.

Comparada con otras novelas de Haruf, esta aparece como el punto más oscuro de un arco narrativo que, con el tiempo, se irá abriendo a otras posibilidades: la capacidad de la comunidad para cuidar, para sostener a los más vulnerables mediante gestos pequeños, silenciosos, profundamente humanos, una ética del acompañamiento. También el tratamiento del tiempo marca una diferencia. En esta novela, el pasado es una fuerza casi aplastante, que determina el presente sin ofrecer salidas. En las obras posteriores, ese mismo pasado sigue pesando, pero deja espacio a la transformación lenta, imperfecta, siempre parcial. 

Leer La balada de Holt después de haber leído nos muestra que Holt siempre fue el mismo lugar, pero la forma de mirarlo cambió para Haruf. Y en ese cambio, cuidadosamente construido a lo largo de los años, reside una de las trayectorias más coherentes y moralmente exigentes de la narrativa norteamericana contemporánea.

Contribución a la historia de la alegría

Radka Denemarková
Contribución a la historia de la alegría
Traducción de Montse Tutasaus
Galaxia Gutenberg, 2019

"En la Tierra, nadie repara en el vuelo de las golondrinas porque normalmente están y, cuando no están, vuelven otra vez. Saben cuándo abandonar el nido natal y saben cuándo regresar al mismo. No temen la vuelta y eso que no es poco lo que saben".


Este es un libro duro, por su fondo y por su forma. Abrirlo es entrar en un territorio deliberadamente incómodo, donde la violencia contra las mujeres no es un tema sino un clima: una presión constante que atraviesa los cuerpos, el lenguaje y la historia, en este caso con H mayúscula. 

La obra se abre con una muerte ambigua, presentada como suicidio, que funciona menos como detonante policial que como fractura moral. Desde el inicio, la novela plantea una pregunta inquietante: ¿qué significa investigar una muerte cuando la vida del muerto está atravesada por violencias invisibilizadas? El policía encargado del caso encarna esa tensión. No es un detective clásico que restablece el orden, sino una figura de conciencia fallida, alguien que sospecha que algo no encaja, pero que solo puede pensar dentro de los márgenes del sistema que representa. Su investigación avanza, pero tropieza una y otra vez con aquello que la ley no sabe o no quiere nombrar.

Alrededor de este núcleo se articula la historia de un grupo de mujeres que, tras haber sido víctimas o testigo de violaciones y abusos, deciden tomar la justicia en sus propias manos. Sin embargo, la novela se resiste a ser leída como un simple relato de venganza. Radka Denemarková sitúa el foco en la violencia estructural que las ha empujado hasta ese límite. El título, irónicamente luminoso, opera como una provocación amarga: ¿qué clase de “historia de alegrías” puede escribirse desde cuerpos marcados por el trauma?

La narración adopta una forma fragmentaria y polifónica. Los tiempos se superponen, las voces se interrumpen, el lenguaje se quiebra. Hay pasajes de una crudeza frontal y otros casi líricos; reflexiones ensayísticas irrumpen en medio de escenas íntimas. Esta inestabilidad formal no es un recurso ornamental: responde a la imposibilidad de contar el dolor de manera lineal. La experiencia traumática no se organiza sino que irrumpe, se repite, desborda.

En este tejido narrativo aparece de forma recurrente la imagen de las golondrinas. Tradicional símbolo de retorno y promesa, aquí su presencia está cargada de ambigüedad. Las golondrinas vuelven, pero vuelven a un mundo que no ha cambiado. Vuelan sobre un paisaje donde la violencia persiste, indiferente a los ciclos de la naturaleza. Funcionan, tal vez, como metáfora de la persistencia sin redención: la vida continúa, pero sin garantía de justicia ni reparación. 

Las mujeres que protagonizan la novela no son idealizadas. Denemarková se niega a convertirlas en emblemas abstractos o figuras puramente victimarias. Son contradictorias, a veces crueles, a veces frágiles, a veces impenetrables. No buscan perdón ni comprensión; buscan recuperar el control sobre sus propias vidas. La violencia que ejercen no aparece glorificada, sino presentada como un síntoma extremo de un mundo que ha fallado sistemáticamente en proteger sus derechos y sus vidas.

"Birgit cuelga una cruz violeta sobre las cabezas vencedoras. Erika está disgustada.
-Los hombres hacen lo que quieren.
-¿Quieres ser hombre la próxima vida?
-Quiero ser una persona libre".

En ese contexto emerge uno de los ejes éticos centrales de la novela: la sororidad. Cuando Diana afirma que “todas somos parientes”, no formula una consigna sentimental, sino una verdad nacida del daño compartido. Las mujeres se reconocen entre sí no por afinidad ni por elección libre, sino porque comparten una marca que las excede. La sororidad que propone la novela no es amable ni conciliadora, es una alianza forjada en la experiencia del cuerpo vulnerado, una comunidad nacida de la conciencia de que lo ocurrido a una podría haberle ocurrido a cualquier otra.

Radka Denemarková inscribe estas historias individuales en un marco histórico y cultural más amplio. La novela dialoga con la historia europea, con los traumas no resueltos del siglo XX, con una tradición patriarcal que atraviesa tanto los regímenes autoritarios como las democracias contemporáneas. La violencia sexual no aparece como excepción, sino como constante histórica que adopta distintas máscaras según la época.

"Las páginas de los manuscritos destilan los destinos de película de cuerpos a los que han atacado y tocado otros cuerpos en aquel momento protegidos por la etiqueta de heroísmo de guerra, protegidos por pertenecer a la potencia vencedora, protegidos por el estado de guerra, cuerpos a los que no han citado nunca a declarar, a los que no han juzgado nunca, cuerpos que los historiadores tapiaron de una vez y para siempre bajo el signo de más o menos. En una de las guerras eran nombres de miembros de la Wehrmacht y miembros del Ejército Rojo y miembros de las tropas japonesas, también hay nombres polacos, franceses, checos, eslovacos, húngaros, austriacos, italianos, ingleses, americanos, españoles, australianos y y y y y y y. Las mujeres no vieron justicia. Ni ninguna indemnización. Ni disculpa. Ni comprensión. Claro, ¿quién podría indemnizar los cuerpos violados colectivamente por hombres de todos los países?, uníos, ni un paso atrás, ¿quién iba a ocuparse de los ciudadanos de segunda cuando los vencedores de todos los países estaban de celebración?, uníos, ni un paso atrás. A esos cuerpos los arrollaron las orugas de tanque de un único e inmenso ejército, el ejército mundial de hombres, un ejército exultante, monolítico y, en sus entrañas, solidario hasta la tumba".

Pero la autora se cuida de no relegar la violencia sexual al territorio de lo excepcional o lo bélico. La novela recuerda las violaciones masivas cometidas en contextos de guerra, donde el cuerpo de las mujeres se convierte en campo de batalla y arma de dominación. Sin embargo, insiste con igual contundencia en que la violencia no desaparece cuando cesan los conflictos armados. En tiempos de paz, adopta formas más discretas, más administrables, pero no menos devastadoras. Los ejecutaros son ahora hombres integrados en la normalidad social, amparados por redes de silencio, dinero y poder. La violencia sexual no es un residuo del caos bélico, sino una práctica que prospera en sociedades que se consideran a sí mismas civilizadas. La historia colectiva y la vida cotidiana se tocan en el cuerpo de las víctimas, recordando que la violencia no necesita uniformes ni fronteras para reproducirse.

"Diana levanta los ojos hacia el cielo. Se fija en las golondrinas, Se fija en las formaciones y en el ballet celestial y en el asombro de la historia. Vuelan por el mundo y sólo en el hombre encuentran asesinos en serie. El hombre es la única criatura no adaptada a su propia sociedad. [...] Da con un campo de batalla que no conoce tiempos de paz. Existe un acuerdo tácito y un territorio que no es ni será nunca liberado, que cualquiera puede conquistar, donde les está permitido todo a todos. Un campo arado. Un latifundio de tierra negra, fértil. Se llama cuerpo del más débil. Un cuerpo como campo de batalla"

El estilo de la autora es implacable y al final de la novela no hay reparación, ni reconciliación, ni promesa de armonía futura. Lo que queda es la persistencia de un vínculo: mujeres unidas no por la esperanza, sino por el reconocimiento mutuo. Como las golondrinas, vuelven y sobrevuelan un mundo que sigue siendo hostil. No anuncian una primavera moral, pero tampoco desaparecen. En ese gesto obstinado, en esa negativa a disolverse en el silencio y el olvido, reside la forma más radical de resistencia. Mientras la violencia machista persista todas, de un modo u otro, seguirán siendo parientes.

Albiturri, Arkamo y Miritxa

Precioso paseo por la Sierra de Elgea, sobre el embalse de Landa. He tenido que acortarlo por la lluvia que ha empezado a caer con fuerza cuando llegaba a Miritxa, pero una gozada de lugar.

A las 8:30 he salido de Marieta, junto al pantano de Landa.







 









Albiturri o Elgeamendi (944 m), 9:25 h.

Arkamo desde Albiturri.


Arkamo (875 m), 9:45 h.



Miritxa (885 m), 10:10 h.



Ermita de Santa Marina.













Regreso a Marieta a las 10:55.

sábado, 20 de diciembre de 2025

La construcción discursiva de la sospecha y sus efectos en la percepción de la violencia machista

eldiario.es 14 diciembre 2025


En Esto no existe, Juan Soto Ivars se aproxima a las denuncias por violencia machista reclamando para sí la posición del observador escéptico, ajeno a las “narrativas oficiales” y guiado por un rigor casi forense. Sin embargo, resulta significativo que el autor deba reiterar una y otra vez que no niega la violencia machista, hasta el punto de que esa aclaración se convierte en un estribillo retórico. Ese subrayado constante, más que un gesto de honestidad intelectual parece una estrategia defensiva frente a una sombra que sobrevuela el texto: la de que su argumentación, por más que se vista de neutralidad, funciona como un cuestionamiento estructural de la credibilidad de las mujeres y, por extensión, de la magnitud del problema de la violencia de género.

Cuando un ensayo necesita reafirmar insistentemente su compromiso con la realidad de la violencia machista, puede ser por una de estas dos razones: porque anticipa una lectura intencionadamente hostil, o porque su planteamiento contribuye objetivamente a desplazar el foco desde la violencia hacia las supuestas distorsiones que genera la denuncia, ofreciendo así un marco interpretativo que, sin negar el fenómeno, lo reduce, lo relativiza o lo pone en suspenso. Este es el caso. 

El planteamiento de Soto Ivars produce un efecto objetivo de relativización de un problema que es gravísimo, contribuyendo a instalar la idea de que las denuncias, el marco jurídico y el relato feminista constituyen un campo hipertrofiado, sobreactuado, peligrosamente ideologizado. El resultado es un tipo de narrativa que no necesita impugnar la violencia machista para contribuir a su minimización: basta con saturar el discurso de excepcionalidades anecdóticas, dudas metodológicas o advertencias sobre los supuestos excesos del feminismo institucional para que la sombra de la sospecha se extienda sobre un problema cuya dimensión está más que sobradamente documentada. Un movimiento discursivo clásico que convierte la violencia real, masiva y sistemática en un telón de fondo casi accesorio, mientras el protagonismo recae sobre las incomodidades o temores de quienes nunca fueron sus principales víctimas.

Esta dinámica no es nueva. Coincide de manera inquietante con el fenómeno que Susan Faludi describió en los años ochenta bajo el nombre de backlash: una reacción cultural y mediática frente a los avances feministas que no opera negando frontalmente la desigualdad, sino afirmando que el feminismo ha ido demasiado lejos, que exagera, que distorsiona la realidad o que genera problemas más graves que los que pretende resolver. Faludi mostró cómo este tipo de reacción fue impulsada, en buena medida, por intelectuales varones -como Allan Bloom o Christopher Lasch- que interpretaban los avances feministas como una amenaza a su estatus simbólico y cultural. Merece la pena citar en extenso a la propia Susan Faludi:

“Los expertos que difundieron la reacción entre la opinión pública formaban un grupo muy diverso y había poca cohesión entre sus miembros, de modo que resultaba imposible hacer generalizaciones acerca de ellos desde los puntos de vista político o social, pero es evidente que no habrían obrado de aquel modo de no tener algún motivo. Es posible que su interés por la situación social de la mujer fuera sincero, y que tuvieran una gran curiosidad intelectual. Pero también obraban impulsados por íntimos anhelos y animosidades y vanidades que a veces ni ellos mismos eran capaces de reconocer o comprender del todo. […] Y, como al parecer sucede inevitablemente en los periodos de pugna entre los dos sexos, las ansiedades personales y los intereses intelectuales terminaban fundiéndose con el paso del tiempo hasta hacer de las mujeres un 'problema' que exigía un estudio microscópico y febril, una 'imperfección' en el paisaje nacional que justificaba que pontificaran interminablemente mientras se mesaban la barba”.

No es casual que muchos de los textos contemporáneos que cuestionan la credibilidad del feminismo estén firmados por hombres que escriben desde posiciones de agravio, resentimiento o pérdida de centralidad. A este tipo de figuras cabría denominarlas incelectuales: una amalgama de "incel" e "intelectual" que da cuenta de una producción cultural atravesada por el despecho masculino y revestida de falsa lucidez crítica.

El backlash se sostiene en discursos que adoptan la forma de la racionalidad crítica mientras erosionan, insidiosamente, el consenso social sobre la importancia de la violencia contra las mujeres. El mecanismo es claro: conceder en abstracto la existencia del problema para, acto seguido, subordinarlo narrativamente a una supuesta “exageración” o “distorsión” generada por sus denunciantes, por las activistas o por las instituciones.

Estas estrategias discursivas de minimización son enormemente preocupantes. Estudios sobre percepciones sociales de la violencia contra las mujeres en España muestran que los discursos que cuestionan la fiabilidad del sistema de denuncias tienen efectos medibles en la disminución del reconocimiento social del problema. La investigación seria (consulten la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer 2024) demuestra que la violencia contra las mujeres es un fenómeno masivo y profundamente infradenunciado, mientras que las denuncias falsas representan una fracción ínfima del total. Según datos del Consejo General del Poder Judicial, entre 2009 y 2023 el porcentaje medio de denuncias falsas por violencia de género se sitúa en el 0,0084 %. Es cierto que esta cifra no refleja el total de denuncias que pudieran ser falsas, sino únicamente los casos en los que hombres denunciados por violencia de género iniciaron posteriormente acciones judiciales por falsedad contra sus parejas o exparejas y obtuvieron una sentencia favorable. Pero esta limitación estadística no parece significativa y afecta de manera análoga y mucho más intensa a la violencia de género en su conjunto, ya que una parte muy significativa de las mujeres que la sufren no denuncia y, por tanto, queda fuera de cualquier registro oficial. Sirva un dato para dimensionar esta infradenuncia: en 2023, solo una de cada cuatro mujeres asesinadas por violencia machista (el 25,9 %) había presentado previamente una denuncia contra su agresor.

Sin embargo, la percepción social no refleja esta realidad y una parte de la población cree que el problema está exagerado o que las denuncias no siempre son fiables. Esta distancia entre los hechos y su reconocimiento social no surge de manera espontánea; está alimentada por discursos culturales y mediáticos que, aun sin negar abiertamente la violencia, desplazan el foco hacia la sospecha, la duda y la excepcionalidad. Los discursos centrados en la manipulación del sistema de denuncias funcionan como verdaderos “mitos culturales” que erosionan la percepción de gravedad del problema. Cuanto mayor es el espacio que ocupan esas dudas en el debate público, menor es la disposición social a reconocer la violencia como estructural y a respaldar políticas específicas para combatirla. Este efecto es especialmente intenso entre la población más joven, donde el cuestionamiento de la credibilidad de las víctimas se asocia a una banalización creciente de la violencia y a una mayor tolerancia hacia conductas de control, dominación o agresión. La sospecha no solo distorsiona la comprensión de la realidad, contribuye activamente a producir subjetividades menos sensibles al daño y más receptivas a narrativas antifeministas.

En este contexto, resulta significativo que se conceda tanta atención a ensayos que siembran dudas abstractas, mientras se ignora sistemáticamente el conocimiento situado que producen las organizaciones de mujeres víctimas y supervivientes de violencia machista. Colectivos como Bizitu Elkartea, entre otros, aportan una experiencia contrastada imprescindible para comprender la violencia en su dimensión cotidiana, institucional y relacional. Escuchar y acompañar a estas organizaciones es una exigencia democrática básica. Prestar más atención a libelos que cuestionan la credibilidad de las víctimas que a quienes sostienen procesos de acompañamiento, reparación y denuncia revela una jerarquía de saberes profundamente sesgada.

Esto no existe no es un producto intelectual aislado. Se inscribe en una corriente más amplia de ensayos, columnas y debates públicos que, desde mediados de la década de 2010, construyen una narrativa de “saturación feminista”. Este marco no es neutral: desplaza el problema de la violencia hacia el terreno del malestar masculino y transforma el feminismo en un objeto de sospecha antes que en una herramienta de protección. En un contexto donde cada avance político del feminismo va acompañado de una contrarreacción visceral, obras como esta deben leerse como piezas que forman parte de un movimiento ideológico más amplio. Sus efectos culturales son claros: contribuyen a reforzar percepciones erróneas, alimentan la desconfianza hacia las víctimas y desplazan el debate desde la violencia comprobada hacia la sospecha hipotética, provocando un ruido sistemático destinado a socavar la legitimidad del movimiento feminista.

Este tipo de planteamientos, por mucho que se cubran con la capa de la moderación, construyen el terreno cultural ideal para el avance del negacionismo, porque generan un ambiente donde el énfasis deja de estar en la urgencia de proteger a las víctimas y pasa a centrarse en la necesidad de “equilibrar” el debate, un eufemismo que en la práctica significa relativizar la gravedad del problema. Aunque el libro no niegue la violencia machista, su marco discursivo sí contribuye a debilitar la percepción social de esa violencia. Al insistir en la necesidad de revisar el relato feminista dominante, sin explicar la dimensión estructural, histórica y estadística de la violencia machista, el libro participa del clima de sospecha que permite que el negacionismo prospere.

En sociedades donde la violencia contra las mujeres es estructural, donde la infradenuncia es masiva y las denuncias falsas constituyen una excepción estadística, cualquier discurso que insista en la idea del abuso del sistema legal contribuye a erosionar el reconocimiento social del problema y a debilitar los marcos de protección de las víctimas. Este es precisamente el mecanismo central de la reacción antifeminista contemporánea: desplazar el foco desde la violencia real hacia la sospecha hipotética, generando un clima cultural en el que la duda pesa más que la evidencia y en el que la credibilidad de las mujeres vuelve a ponerse en cuestión. Y esto es inaceptable.

Comerse a los ricos

El Salto, 17 diciembre 2025


Los datos del último World Inequality Report confirman que la desigualdad económica global no solo sigue siendo extremadamente elevada, sino que se ha intensificado de manera significativa en las últimas décadas. A pesar del fuerte crecimiento de la producción y de la riqueza mundial desde finales del siglo XX, los beneficios de ese crecimiento se han concentrado de forma abrumadora en una minoría muy reducida de la población.

En la actualidad, el 10% más rico de la población mundial gana más que el 90% restante, mientras que la mitad más pobre de la población mundial capta menos del 10% del ingreso global total. La riqueza está aún más concentrada: el 10% más rico posee tres cuartas partes de la riqueza mundial, mientras que la mitad más pobre solo posee el 2%. Esta asimetría es aún más extrema en la cúspide de la distribución: el 0,001% más rico -unas decenas de miles de personas- acumula más riqueza que el 50% más pobre del mundo en su conjunto. En términos de ingresos, la brecha es igualmente pronunciada: el 10 % con mayores rentas capta más del 50% de los ingresos globales, mientras que el 50 % inferior recibe alrededor del 8%.

El informe subraya que este proceso no es coyuntural, sino estructural y de largo plazo. Desde la década de 1990, la participación del 1% más rico en la riqueza total ha aumentado de forma sostenida en la mayoría de regiones, mientras que la del 50% inferior se ha mantenido estancada o ha retrocedido. La riqueza de los multimillonarios ha crecido a tasas anuales cercanas al 7–8%, muy por encima del crecimiento medio de la renta mundial, lo que explica la aceleración de la concentración patrimonial. Este fenómeno está estrechamente vinculado a la menor progresividad de los sistemas fiscales, la reducción de los impuestos sobre el capital y la creciente importancia de las herencias en la reproducción de la desigualdad.

La desigualdad no se manifiesta únicamente en términos de ingresos y riqueza, sino que tiene un carácter claramente multidimensional. En el ámbito de la desigualdad de género, el informe muestra que, a escala global, las mujeres perciben el 30% de los ingresos laborales totales, a pesar de representar cerca de la mitad de la población y una proporción creciente de la fuerza de trabajo. Esta cifra apenas ha mejorado desde 1990, lo que indica una persistencia notable de las brechas salariales, de acceso al empleo y de segregación ocupacional.

Asimismo, el World Inequality Report pone de relieve una profunda desigualdad climática. La mitad más pobre de la población mundial es responsable de menos del 10% de las emisiones globales, mientras que el 10 % más rico genera 77%, y el 1% más rico por sí solo emite más que la mitad inferior (en términos económicos) de la humanidad. Estas diferencias no se explican solo por el consumo, sino también por la propiedad de activos intensivos en carbono, lo que vincula directamente la crisis climática con la concentración de la riqueza. Al mismo tiempo, las poblaciones con menores ingresos son las más expuestas a los efectos del calentamiento global y cuentan con menos recursos para adaptarse.

El informe advierte de que estos niveles extremos de desigualdad tienen consecuencias económicas, sociales y políticas de gran alcance. La concentración de la riqueza limita la igualdad de oportunidades, reduce la movilidad social y debilita la capacidad de los Estados para financiar bienes públicos esenciales. Además, una desigualdad tan elevada tiende a erosionar la confianza en las instituciones democráticas y a amplificar los desequilibrios territoriales y generacionales.

El futuro

Frente a esta tendencia, el World Inequality Report insiste en que la desigualdad no es un resultado inevitable del crecimiento económico, sino el producto de decisiones políticas. El informe señala que los países que mantienen sistemas fiscales más progresivos y un mayor nivel de gasto social logran reducir significativamente las brechas de ingresos. Por ello, propone reforzar la fiscalidad sobre las grandes fortunas y las herencias, combatir la evasión y la elusión fiscal y aumentar la inversión pública en educación, sanidad y transición ecológica como instrumentos clave para redistribuir de forma más equitativa los frutos del crecimiento y frenar la dinámica actual de concentración extrema de riqueza.

Sin embargo, el incremento extremo de la desigualdad no puede interpretarse como un accidente histórico ni como el simple resultado de malas decisiones políticas reversibles dentro del sistema. Por el contrario, los datos del World Inequality Report confirman que la concentración creciente de riqueza es una consecuencia estructural de la lógica del capitalismo, basada en la primacía del capital sobre el trabajo, la acumulación ilimitada y la mercantilización de ámbitos cada vez más amplios de la vida social. La relativa contención de la desigualdad durante los llamados Treinta Gloriosos —entre el final de la Segunda Guerra Mundial y mediados de los años setenta— fue una excepción histórica, sostenida por condiciones extraordinarias: altos niveles de crecimiento, Estados sociales fuertes, sindicatos poderosos y, sobre todo, la existencia de un bloque socialista que actuaba como límite externo y fuente de presión sistémica. Como señaló Eric Hobsbawm, con el hundimiento de la URSS el capitalismo dejó de tener miedo. Desde los años ochenta, la ofensiva neoliberal ha desmantelado progresivamente los mecanismos de regulación, redistribución y control democrático de la economía, permitiendo que la lógica de la acumulación opere sin apenas contrapesos. El resultado es el escenario actual, caracterizado por una desigualdad obscena y persistente, que Nancy Fraser ha definido como un capitalismo caníbal (y yo como necronomía), capaz de devorar no solo el trabajo, sino también la naturaleza, los cuidados y las propias bases sociales que hacen posible su reproducción.

Eat the rich

Al leer el World Inequality Report, la sensación que se impone es la de una ironía trágica muy cercana a la de Jonathan Swift en Una modesta proposición. En ese breve y célebre panfleto satírico publicado en 1729, Swift finge proponer, con absoluta seriedad y lenguaje economicista, que los niños pobres de Irlanda sean vendidos como alimento para los ricos, presentando esta barbaridad como una solución racional al hambre, la pobreza y la “carga” que los pobres suponen para la sociedad. Al llevar hasta el absurdo extremo la lógica utilitarista y mercantil de su tiempo, Swift buscaba denunciar la deshumanización implícita en un orden social que trataba a los pobres como excedentes económicos.

Algo similar ocurre hoy, aunque sin necesidad de recurrir a la sátira. Los datos del World Inequality Report describen un mundo en el que la mitad más pobre de la humanidad apenas posee nada, mientras una minoría ínfima concentra una riqueza difícil incluso de representar. La diferencia con Swift es perturbadora: lo que en el siglo XVIII necesitaba del recurso literario de la hipérbole, hoy se presenta como un resultado “normal” del funcionamiento de la economía global, legitimado por gráficos, modelos y discursos tecnocráticos.

En este contexto, el lema “Eat the rich” deja de ser una provocación o un simple eslogan radical para adquirir un significado simbólico preciso. Su origen es difuso, pero hunde sus raíces en una tradición larga: la advertencia ilustrada atribuida a Rousseau —cuando los pobres no tengan nada que comer, se comerán a los ricos—, la retórica socialista y anarquista de los siglos XIX y XX, y su posterior resignificación en la contracultura y los movimientos anticapitalistas contemporáneos. Si el capitalismo contemporáneo —en su fase financiarizada y neoliberal— se comporta de forma caníbal, devorando trabajo, naturaleza y cuidados, el lema invierte irónicamente la metáfora: señala a quienes, en sentido estructural, ya están “comiéndose” al mundo.

En ese sentido, tanto Una modesta proposición como el lema “Eat the rich” funcionan como dispositivos de desvelamiento que obligan a mirar de frente una realidad que el lenguaje económico tiende a neutralizar. Frente a los gráficos asépticos y las medias estadísticas, recuerdan que la desigualdad no es un fenómeno abstracto, sino una relación social atravesada por poder, violencia estructural y decisiones históricas. Y que, cuando esas relaciones alcanzan proporciones obscenas, la ironía mordaz puede ser una de las pocas formas eficaces de decir la verdad.

En el siglo XVIII, la brutalidad del orden social aún necesitaba ser denunciada mediante la sátira para resultar visible; en el siglo XXI, la obscenidad de la desigualdad convive sin escándalo con la normalidad institucional. El problema ya no es solo que existan propuestas “modestas” para gestionar la pobreza o la exclusión, sino que el propio sistema haya naturalizado niveles de desigualdad que hacen que esas ironías resulten cada vez menos exageradas.

miércoles, 17 de diciembre de 2025

BAD-ALONA

          "Las necesidades del ser humano son sagradas. Su satisfacción no puede estar subordinada ni a la razón de Estado, ni a ninguna consideración, ya sea de dinero, de raza, de color, ni al valor moral u otro atribuido a la persona considerada, ni a ninguna condición, cualquiera que sea".
 
           Simone Weil, Estudio para una declaración de las obligaciones respecto al ser humano (diciembre 1942-abril 1943). 
 
 
Hay decisiones políticas que no solo administran recursos o gestionan conflictos, sino que revelan una concepción moral del mundo. El desalojo de centenares de personas migradas en situación de extrema vulnerabilidad de un edificio abandonado en Badalona es una de ellas. No por la legalidad estricta del acto -siempre invocada como coartada-, sino por todo lo que deliberadamente se deja fuera: la vida concreta de las personas expulsadas, su necesidad de techo, de orientación, de acompañamiento, de reconocimiento como sujetos de dignidad.

Desalojar sin alternativa habitacional no es una política: es un acto criminal de abandono institucional. Cuando una administración pública expulsa a personas sabiendo que no tiene nada que ofrecerles a cambio, no está resolviendo un problema urbano ni garantizando derechos; está trasladando el sufrimiento a la calle, invisibilizándolo para tranquilidad de quienes no lo padecen. Es una forma de gobernar que no soluciona los conflictos, sino que los expulsa del campo visual.

Resulta especialmente inquietante que el alcalde Xavier García Albiol alardee de la operación y la presente como una “desokupación”. Un alcalde del PP, no de Vox; de los de Feijóo, no de Abascal. El término no es inocente. No describe una realidad: la encuadra ideológicamente. Equipara a personas pobres y migradas con una amenaza, las deshumaniza y las inserta en un relato de orden y limpieza que conecta con el discurso de organizaciones pseudopresariales que actúan como matones paraestatales, amedrentando a quienes no tienen otra opción que habitar espacios vacíos. Llamar “desokupación” a la expulsión de personas vulnerables es asumir, sin rubor, el lenguaje fascista del miedo, la violencia y del castigo.

Que estas personas no tengan un derecho legal sobre el inmueble en el que habitaban no elimina una verdad más profunda: tienen necesidad de cobijo. Y la necesidad, en una sociedad que se pretende democrática y decente, no puede tratarse como un delito. La ley, cuando se invoca sin ética, deja de ser justicia y se convierte en herramienta de poder. Defender la legalidad ignorando sus consecuencias humanas es una forma sofisticada de crueldad.

Todo esto ocurre, además, en vísperas del 18 de diciembre, Día Internacional de las Personas Migrantes. Una fecha pensada para reafirmar compromisos con los derechos humanos y la acogida se ve aquí anticipada por una acción que encarna exactamente lo contrario: la negación práctica de esos principios, convertidos en retórica mientras se ejecutan desalojos sin alternativa.

El problema no es solo Badalona. Bad-alona es el síntoma local de un brutalismo moral cada vez más extendido: gobernantes que presumen de dureza, que convierten la exclusión en espectáculo y el desprecio en virtud política, conscientes de que la crueldad aplicada a las y los más débiles no tiene coste electoral y a menudo incluso suma aplausos y votos.

Frente a ese malismo exhibido con orgullo, conviene reivindicar sin complejos el llamado buenismo. No como ingenuidad ni sentimentalismo, sino como realismo moral. Las sociedades que renuncian a cuidar a las personas más vulneradas acaban siendo más violentas, más inseguras y más injustas. No ignora los conflictos ni las limitaciones materiales; se niega, simplemente, a resolverlos mediante la humillación, el abandono o la crueldad institucional.

Reivindicar el buenismo es afirmar que la empatía también es una herramienta de gobierno, que acompañar no es debilidad y que proteger vidas no es un lujo ideológico, sino una obligación pública. Es apostar por políticas que combinen legalidad, derechos y humanidad, y por el coraje ético de sostener a quienes no tienen voz ni voto, incluso cuando no hay rédito inmediato.

Una sociedad se mide por cómo trata a quienes están en peor situación. No por cómo protege la propiedad vacía, sino por cómo protege la vida vulnerable. Cuando un ayuntamiento expulsa a cientos de personas sin ofrecerles nada, y además se jacta de ello, no defiende la convivencia: normaliza la crueldad. Y cuando la crueldad se normaliza, deja de ser un escándalo para convertirse en programa. Eso es lo verdaderamente alarmante de Bad-alona: no solo lo que ha pasado, sino lo que anuncia. 

domingo, 14 de diciembre de 2025

Una a una en la oscuridad

Deirdre Madden
Una a una en la oscuridad
Traducción de Regina López Muñoz
Errata naturae, 2025

"Una vez, en una de aquellas salidas, paró a echar gasolina en un pueblo del condado de Fermanagh que la atrajo especialmente. Hacía una mañana luminosa y Cate recordaba flores y un ambiente de discreta prosperidad, negocios impecables, en la puerta de uno de ellos varios manojos de zanahorias con las hojas intactas. Le pareció el clásico lugar al que tantas de las personas que ella conocía en Londres desearían mudarse, y que desmentía la idea que muchos de ellos debían tener sobre la vida en Irlanda del Norte. Sin embargo, más tarde oyó por la radio la noticia de que un varón de veinte años, reservista del RUC, había muerto tiroteado en aquella misma localidad mientras trabajaba en la frutería de su padre. Y aunque no quiso pasar por allí de nuevo para regresar a casa aquella tarde, no le quedó otra. Para entonces el tiempo se había maleado y la cinta de plástico que la policía había atado a varias farolas para acordonar la zona latigueaba y se tensaba por efecto del potente viento y la lluvia. El Ejército había montado un puesto de control y estaban parando a todos los coches: fue una situación horrenda y deprimente. Pensó en el muchacho muerto y se avergonzó de la sensiblería facilona que se había adueñado de ella aquella misma mañana".


Publicada originalmente en 1997, esta es una novela profundamente íntima y, al mismo tiempo, hondamente política. Deirdre Madden sitúa su relato en Irlanda del Norte durante los años más crudos del conflicto sectario, pero evita deliberadamente el tono épico o militante que suele acompañar a las narraciones sobre The Troubles. Por el contrario, la autora elige una perspectiva doméstica, fragmentaria y silenciosa, centrada en la vida de tres hermanas -Cate, Helen y Sally Quinn- cuya historia familiar se ha visto atravesada por la violencia y la pérdida.

La novela se construye a partir de recuerdos, conversaciones y escenas cotidianas que, poco a poco, van revelando la herida central del relato: el asesinato del padre de las protagonistas, un hombre católico moderado, a manos de paramilitares protestantes. Este hecho no se presenta como un momento culminante narrado con dramatismo, sino como una presencia-ausencia constante, un vacío que organiza las vidas de las hermanas y condiciona sus decisiones, sus silencios y su manera de mirar el mundo. Deirdre Madden parece interesada menos en el acto violento en sí que en sus consecuencias a largo plazo, en cómo la violencia política se infiltra en la intimidad y transforma toda la existencia.

"Más de tres mil personas habían muerto asesinadas desde el inicio del conflicto, y todas y cada una de ellas tenían padres, maridos, esposas e hijos a los que les habían arruinado la vida. La prensa hablaba de ellos un par de días, pero en cuanto acababa el funeral era como si aquello fuese el final, cuando no era más que el principio".

La novela huye del maniqueísmo, no busca repartir culpas de forma simplista ni ofrecer una explicación totalizadora del conflicto norirlandés. Por el contrario, insiste en la ambigüedad moral, en la complejidad de las lealtades y en la dificultad de mantener una postura ética clara en un contexto donde la violencia se ha normalizado. 

Cada una de las hermanas encarna una respuesta distinta al conflicto y a la herencia familiar. Sally, la menor, permanece en Irlanda del Norte y asume un papel casi maternal, aferrándose a la tierra, a la casa y a una cierta idea de continuidad. Helen, abogada y defensora de los derechos humanos, se convierte en la voz más explícitamente crítica frente a la violencia institucional y paramilitar; su postura ética, sin embargo, no la protege del cansancio ni del desencanto. Cate, ha emigrado a Londres y representa el deseo de escapar, de vivir al margen del conflicto, aunque esa distancia geográfica no logre borrar del todo el peso del pasado. Al centrarse en las experiencias de las mujeres y en el ámbito familiar, la autora amplía el marco habitual de la narrativa política y nos recuerda que los conflictos históricos no se viven solo en las calles o en los titulares, sino en las cocinas, en las relaciones entre hermanas, en los recuerdos que se transmiten -o se callan- de generación en generación.

El estilo de Madden es sobrio, delicado y profundamente contenido. Su prosa evita el exceso emocional, pero logra una intensidad notable a través de la observación precisa y el ritmo pausado. Las escenas familiares, las conversaciones aparentemente triviales y los paisajes rurales del Ulster adquieren un valor simbólico poderoso: son espacios donde la memoria se activa y donde la historia colectiva se filtra de manera casi imperceptible. La fragmentación narrativa, con saltos temporales, recuerdos intercalados y perspectivas que se superponen, refuerza la sensación de que el pasado no es algo cerrado, sino una presencia viva que irrumpe constantemente en el presente.

Un relato que, más que explicar la violencia, se pregunta cómo se sobrevive a ella, día tras día, una por una, en la oscuridad.