domingo, 3 de agosto de 2025

Todos necesitamos la belleza

Samantha Walton
Todos necesitamos la belleza
Traducción de Lorenzo Luengo
Siruela, 2022
 
"Es todo tan bello y tan hermoso que casi tropiezo al levantar la cabeza y sentir la sangre corriendo por mis venas. Esto es mucho más que un mero curativo paisaje iluminado: es una red de intercambio mineral, de violencia, de creación y destrucción, de deseo y encuentro, donde la vida microbiana, micótica, vegetal, animal y bacteriana forma extrañas y novedosas relaciones. En el mantillo del bosque, entre su maraña y su extrañeza, he entrevisto la forma en que toda esta vida pulsante se conecta entre sí, y cómo nace el oxígeno, la materia prima de la existencia. Estar allí, mientras todos estos procesos invisibles tienen lugar a mi alrededor, es un recordatorio -al mismo tiempo bello y angustiado- de que dependemos por completo de la naturaleza. Nuestra unidad con la otredad del bosque puede ser tan emocionante como aterradora".
 
 
Entre aguas, montañas, bosques, jardines, parques, granjas y hasta "naturalezas virtuales", Samantha Walton nos invita a un viaje por las relaciones entre ecología y salud mental, entre el pensamiento romántico y la realidad concreta de las políticas verdes en el siglo XXI. El título, tomado de John Muir, promete belleza, pero la autora, con lucidez y sin complacencia, nos advierte que esa belleza "natural" no es neutral ni igualmente accesible. Uno de los hilos más potentes del ensayo es su crítica a cómo se ha individualizado la experiencia ecológica y, con ella, se ha mercantilizado una idea de bienestar natural al servicio del rendimiento personal, de manera que caminar por el bosque se convierte en una prescripción, el paisaje en terapia, y el contacto con la tierra en un producto más dentro del mercado del “self-care”. Walton se pregunta, con razón, qué sucede cuando la naturaleza se convierte en recurso -no solo material, sino emocional- y cómo este giro terapéutico, que en apariencia reconcilia a las personas con el mundo natural, muchas veces reproduce las mismas desigualdades que dice sanar. Porque no todas pueden retirarse a una cabaña, cultivar un huerto comunitario o perderse por la costa. El acceso a la belleza natural, como todo en nuestras sociedades, está atravesado por cuestiones de clase, raza, salud física y mental.
 
"Es posible que la naturaleza entendida como autoayuda sea de utilidad para aquellos que sufren algún tipo de  padecimiento, pero si no cambia la manera de enfocar el negocio, su funcionalidad será la misma que la de una tirita: un modo de individualizar el problema, que no puede reemplazar a la transformación de los espacios de trabajo para que nadie se vea en la obligación de buscar el bienestar en el bosque como último recurso. Por otro lado, utilizar la naturaleza de esta forma distorsiona el significado que tiene el mero hecho de dar un paseo por el bosque. Si el tiempo libre del que disponemos lo empleamos como una suerte de reconstituyente para así poder trabajar más, ¿estaremos realmente en paz, seremos realmente libres?".

Lo admirable es cómo Walton entreteje estas cuestiones estructurales sin abandonar la dimensión íntima. No niega que la naturaleza pueda aliviar, acompañar, incluso transformar, pero insiste en que ese alivio no puede reemplazar una transformación social más profunda. El bienestar no puede depender de que cada quien “salga a caminar” para curarse a sí misma, como si el malestar fuera exclusivamente interior, y no producto de un sistema que enferma.

En ese sentido, su ensayo dialoga con una constelación de autoras contemporáneas que problematizan nuestra relación con lo natural desde lo colectivo, lo político, lo situado: Rebecca Solnit, Anna Tsing, Nan Shepherd, Robin Wall Kimmerer. Como ellas, Walton se mueve entre géneros -mezcla la crónica, la crítica cultural y la autobiografía- para desmontar discursos hegemónicos y abrir espacios más porosos, más complejos. Aunque también recurre a la obra de autores varones -como el citado Muir, Thoureau, Macfarlane, Wilson o Rebanks- esa mirada femenina y feminista ofrece algunos de los más sensibles y profundos momentos del libro:
 
"Ciertamente, no es lo sobrenatural a lo que doy vueltas cuando paseo por el bosque, o lo que hace que me suden las palmas de las manos. Me encantaría decir que solo me dan miedo los hechizos, los fantasmas o los deméntores, pero eso no es cierto. Me sentiría afortunada de encontrarme con una bruja, o de darme de bruces con una ceremonia mágica en algún calvero. Ni los lobos ni los osos me asustan. [...] Lo que me asusta son los hombres: son ellos lo que más temo que me siga por el camino. [...]
A mí encanta pasear sola, y me niego a sentirme intimidada. Pero sigo teniendo miedo cuando un hombre se me acerca demasiado en un tranquilo sendero, igual que siento mucho dolor y una rabia enorme cuando me entero de que ha habido algún ataque.  Resulta agotador vivir presa de estas emociones y bajo la amenaza real de la violencia.  En una sociedad que se niega a enfrentar la misoginia y a hacer justicia a las víctimas de la violencia masculina, hasta esa sensación tan sencilla de liberación que proporciona la naturaleza queda vedada a muchas mujeres y niñas. Solo si encaramos esta clase de violencia de manera estructural -ya sea mediante la educación en las escuelas o reconsiderando de arriba abajo el sistema jurídico- podemos tener la esperanza de que las cosas cambien. Y esto es algo en lo que los hombres tienen que ayudar, y de lo que tienen que hacerse responsables. Evitar acercarte demasiado en un camino forestal no es poca cosa, y es de buena educación, pero va a llevar mucho más que eso".

Leer este libro no es encontrar una receta de bienestar mercantilizado sino aceptar una invitación a mirar de frente nuestras contradicciones, a preguntarnos qué tipo de belleza buscamos, y a costa de qué -o de quiénes- la encontramos. Al cerrar el libro, la frase de Muir resuena con una textura distinta: sí, todas y todos necesitamos la belleza, pero esa belleza no puede ser un privilegio. Debe ser común, diversa, compartida; no una huida, sino una forma de regreso. 

Ganeran, Gasterantz, Pico de la Cruz y Layera

Preciosa mañana por los montes de Triano. A las 8:50 he salido de la Ekoetxea, a las 9:50 llegaba a Ganeran (823 m), a las 10:08 pasaba por Gasterantz (801 m), y a las 10:23 tocaba el buzón del Pico de la Cruz (803 m). Para volver me he acercado hasta el Layera (703 m), siendo esta la primera vez que lo hago, a donde he llegado a las 11:07. De vuelta a la Ekoetxea a las 11:42. Es maravilloso que un espacio tan humanizado conserve tanta belleza.
 



 

 

Ganeran.


Pico de la Cruz desde Ganeran.
 




Gasterantz.

Pagasarri, Ganekogorta, Gallarraga y Eretza desde Gasterantz.
Último tramo hasta el Pico de la Cruz.
Pico de la Cruz.

Ganeran desde el Pico de la Cruz.






Vistazo al Pico de la Cruz.



Pico de la Cruz.
Layera.
Pico de la Cruz desde Layera.
Apetitoso aperitivo.

jueves, 31 de julio de 2025

¿Destruir? Ni Gaza ni Israel

“En todos los ámbitos damos la impresión de haber perdido las nociones esenciales de la inteligencia, las nociones de límite, de medida, de grado, de proporción, de relación, de condición, de vínculo necesario, de conexión entre medios y resultados. Para ocuparse de asuntos humanos, nuestro mundo político está poblado exclusivamente por mitos y monstruos; en él solo conocemos entidades, absolutos”.

Simone Weil, No empecemos de nuevo la guerra de Troya (1937)

 

La situación en Gaza es insoportable. Asistimos con horror al resultado de una estrategia militar que ha convertido a más de dos millones de personas en rehenes del hambre, del miedo y de la destrucción. El bloqueo impuesto por Israel y la ofensiva sostenida contra la Franja constituyen una violación flagrante del derecho internacional humanitario y un castigo colectivo que no puede ser justificado bajo ningún argumento de defensa. Lo que está ocurriendo en Gaza merece una condena rotunda, sin matices ni dilaciones. Me duele profundamente, me compromete, y por ello, como tantas y tantos, he participado en todas las convocatorias en las que se ha reclamado a Israel que ponga fin, incondicionalmente, a sus operaciones genocidas en Gaza.

Sin embargo, no podemos aceptar sin más el lema bajo el cual se ha convocado la movilización de mañana en Bilbao: "Israel suntsitu", "destruir Israel". Esa consigna, más allá de su rechazo moral, representa una amenaza contra toda una población. Llamar a la destrucción de un Estado (en realidad, de una sociedad) no es una crítica legítima a sus políticas, sino una negación del derecho de su pueblo a existir. Y eso, desde una perspectiva ética, política y humanista, no se puede compartir.

Estar contra la ocupación, contra el apartheid, contra los crímenes de guerra, no significa estar contra un pueblo entero. Del mismo modo que denunciamos el genocidio en Gaza, debemos rechazar cualquier forma de antisemitismo, sea explícito o disfrazado de consigna política. El camino para una paz justa pasa necesariamente por el fin de la ocupación, por el reconocimiento mutuo y por una solución política que garantice la vida, la dignidad y la seguridad tanto del pueblo palestino como del pueblo israelí. Esa solución sigue siendo la de dos Estados, con fronteras seguras y derechos iguales para todas las personas que habitan la región.

Nuestro compromiso debe ser con la vida, no con la destrucción. Por eso, aunque sintamos la urgencia de manifestarnos contra el horror en Gaza, no podemos hacerlo bajo un lema que niega los principios mismos por los que luchamos.

En momentos de horror la palabra se vuelve frágil, pero también más necesaria que nunca. Lo que ocurre hoy en Gaza exige una respuesta moral inmediata: una población entera está siendo sometida a una violencia sistemática, al hambre, al desamparo. No hay justificación posible para este castigo colectivo. La guerra no puede convertirse en un mecanismo para borrar un pueblo, ni el sufrimiento civil puede ser asumido como daño colateral. El bloqueo israelí, la ofensiva militar y la impunidad con que se ejerce esta violencia son incompatibles con cualquier idea de justicia.

Pero hay palabras que, en nombre de esa justicia, traicionan sus propios fundamentos. El lema "Israel suntsitu" nos enfrenta a una de esas paradojas morales. Porque por más que compartamos la necesidad urgente de denunciar el genocidio que se está perpetrando, no podemos aceptar, ni ética ni políticamente, una consigna que implica la aniquilación de otro colectivo humano. Destruir un Estado no es simplemente una consigna contra una estructura de poder: es, en este caso, un llamamiento a borrar la existencia de quienes lo habitan, de quienes lo sienten como parte de su identidad. No se puede combatir un crimen colectivo cometiendo otro en la imaginación política. Llamar a la destrucción de Israel no es una crítica legítima: es una forma de violencia simbólica que prepara el terreno para otras violencias más tangibles. Es la negación del principio de coexistencia, de la dignidad humana compartida, de la paz como horizonte.

La moral, también la moral política, cuando es fiel a su vocación, no elige entre víctimas. Sabe que todo ser humano es portador de un valor irreductible, incluso -y sobre todo- cuando el conflicto parece exigir adhesiones incondicionales. Por eso, la única salida justa sigue siendo aquella que reconozca plenamente a los dos pueblos que habitan esta tierra herida. La solución de dos Estados no es una fórmula diplomática vacía, sino la expresión mínima de una idea de justicia en la que nadie debe ser borrado para que la otra y el otro vivan.

Nuestro deber, hoy, es doble: denunciar con claridad los crímenes de guerra y la política de exterminio en Gaza, y al mismo tiempo mantenernos fieles a los principios éticos que nos sostienen. No podemos luchar contra el odio adoptando sus lenguajes. La palabra justa es la que defiende la vida, incluso cuando todo alrededor se derrumba.

En contextos de violencia extrema, la política tiende a deslizarse hacia una lógica binaria: amigo o enemigo, víctimas o verdugos, legítimos o ilegítimos. Esta simplificación no es casual: permite movilizar pasiones, justificar acciones, identificar bandos. Pero esa polarización, aunque políticamente eficaz, puede volverse éticamente ciega. La ética, a diferencia de la política en su forma más cruda, no opera con identidades colectivas abstractas, sino con vidas concretas. Esa diferencia no invalida la política, pero exige que no se emancipe de su fundamento ético. Cuando una consigna como “destruir Israel” se presenta como una reivindicación política, debemos preguntarnos: ¿desde qué lugar ético se pronuncia? Si la política no se mide por su fidelidad a la dignidad humana, entonces ya no es emancipadora, sino una forma distinta de dominación.

Las palabras no son nunca inocentes. Nombrar no es solo describir: es también intervenir, construir realidad, anticipar lo posible. Las palabras pueden sanar, pero también pueden preparar el terreno para el exterminio. Cuando se lanza una consigna como "Israel suntsitu" se está imaginando un futuro donde un colectivo humano es eliminado. Aunque se pretenda simbólica, esa palabra contiene en sí la semilla del acto. Por eso, el cuidado del lenguaje no es una cuestión de corrección política, sino de responsabilidad moral. No hay justicia que pueda nacer del odio. No hay liberación que se logre borrando a la otra y al otro. Y no hay victoria política que no se vuelva derrota humana si en su nombre se normaliza la violencia verbal contra comunidades enteras.

Es comprensible y justo denunciar con fuerza los crímenes cometidos por el gobierno de Israel. Pero hay una diferencia fundamental entre criticar un régimen político y atribuir responsabilidad colectiva a un pueblo entero. Cuando se difumina esa diferencia, la violencia simbólica se dirige indiscriminadamente a cualquiera que comparta una identidad con el agresor: no ya quien manda las bombas, sino quien nació con el nombre equivocado, la religión equivocada, el pasaporte equivocado. La filosofía moral nos advierte contra esa trampa de las identidades absolutas. El ser humano no es reducible a su grupo étnico, su nacionalidad ni su historia colectiva. La justicia comienza cuando resistimos esa reducción, incluso bajo presión, incluso cuando el dolor nos empuja a simplificar.

En medio de la destrucción, la fidelidad a lo humano debe ser nuestra brújula. No hay compromiso político que valga si exige que traicionemos la igualdad fundamental entre todas las vidas. No hay causa justa que se construya sobre el deseo de borrar a la otra y al otro. Hoy, defender al pueblo palestino significa también rechazar cualquier lenguaje que niegue la humanidad de las y los israelíes. Y denunciar al gobierno de Israel no implica negar el derecho de su pueblo a existir en paz. La justicia, si ha de ser algo más que una consigna, empieza aquí: en la renuncia a toda forma de exterminio, incluso en el plano del lenguaje.

Cualquiera puede morir en junio

Alan Parks
Cualquiera puede morir en junio
Traducción de Juan Trejo
Tusquets, 2025
 
"Dejó a Hermana Jimmy con su gin-tonic, observando a los chicos, y salió del bar. Se preguntó exactamente en qué clase de persona se estaba convirtiendo. Se suponía que era un poli, pero estaba haciendo el trabajo sucio a un gángster. Suponía que así funcionaban las cosas: le pides a alguien como Stevie Cooper ciertos favores y, al final, él te pide algo a cambio.
La ciudad estaba vacía, todos los buenos ciudadanos se habían ido a casa a cenar y a pasar la noche frente al televisor. Caminó en dirección al centro de la ciudad, No le interesaban esa clase de personas. Buscaba a los otros. Los que habían perdido su lugar en el mundo, los que habían dejado de fingir. Las almas solitarias".
 
 
En Glasgow, incluso en junio, el sol parece pedir permiso para brillar. Y en la sexta entrega de la serie protagonizada por el detective Harry McCoy, ese permiso nunca llega. En esta novela Alan Parks nos devuelve a su ciudad oscura y sucia, a ese paisaje urbano donde la línea entre la ley y el crimen no es una frontera, sino un terreno pantanoso que todos pisan sin mirar. Su estilo contenido y cortante remite al noir clásico, pero su mirada es más contemporánea, más política. Como el propio McCoy, al leer esta novela avanzamos entre dudas, inconsistencias y el peso de un pasado que siempre vuelve. 

Corre el año 1975 y Harry McCoy, ese detective de salud tambaleante y brújula ética desajustada, se encuentra ante un caso desconcertante: una mujer desesperada llega a comisaría afirmando que su hijo ha desaparecido. El problema es que nadie más parece saber nada de dicho niño. Ni vecinos, ni archivos, ni siquiera su propio marido -un predicador de una congregación religiosa cerrada y opresiva- admiten que ese hijo haya existido. ¿Delirio? ¿Encubrimiento? McCoy, como siempre, no puede evitar mirar bajo la superficie, aunque lo que haya allí lo destroce. A medida que se adentra en esta denuncia fantasma se ve enredado en otro frente igual de turbio: una investigación sobre corrupción policial. Y como es habitual en las novelas de Parks, las tramas no avanzan en paralelo: se cruzan, se contaminan, se retuercen entre sí hasta formar un solo tejido de podredumbre, dolor y secretos mal enterrados.

Más doliente y escéptico que nunca, McCoy sigue siendo un protagonista magnético, no porque sea admirable, sino porque es profundamente humano. Su historia con Stevie Cooper, su amigo de la infancia devenido gánster de la ciudad, sigue marcando esa frontera inestable entre el crimen y la justicia. En esta novela, más que en otras de la saga, la fe aparece como tema central: no sólo la fe religiosa (que aquí se muestra como máscara de represión y abuso), sino la fe en la memoria, en el sistema, incluso en uno mismo. La fuerza de esta historia no está sólo en la intriga, sino en el modo en que Parks disecciona el entramado de una ciudad enferma. Glasgow es un personaje en sí misma, con sus cicatrices industriales, sus bares sombríos, su crimen organizado y su sistema policial atrapado en su propia telaraña de lealtades podridas.
 
Si bien puede leerse como novela independiente, gana mucho más cuando se la entiende como parte de un conjunto. Parks ha construido con su serie una especie de calendario del descenso, donde cada mes es una estación más en el largo invierno del alma; ha creado algo más que una saga policíaca: ha construido un mapa emocional de la descomposición urbana, un fresco sombrío sobre el precio que pagamos cuando dejamos de escuchar, de ver, de creer. Y en esta sexta entrega, ese precio se cobra con el silencio alrededor de un niño que quizás nunca existió, pero cuya ausencia grita más que cualquier cadáver. 

Las sombras fugaces

Christian Guay-Poliquin
Las sombras fugaces
Traducción de Luisa Lucuix
Volcano, 2022
 
"Desde la avería, el suelo ya no tiembla bajo los cargamentos de madera de los tráileres, pero todavía hay mucho tránsito por los bosques. Están todos aquellos que se refugiaron en sus casas de campo o en sus campamentos de caza. También los que tratan de establecerse en alguna parte, lejos de las aglomeraciones y de las carreteras nacionales. En todas partes, la gente desconfía, la gente es calculadora, la gente va armada. El resto solo pende de un hilo. Por eso es por lo que yo prefiero las profundidades del bosque a los encuentros arriesgados por los caminos".
 
Al principio, lo único que queda es el ruido del viento en los árboles y el crujido de la gravilla bajo los pasos. En ese silencio suspendido -el silencio de un mundo quebrado por un apagón interminable-, un hombre camina con la esperanza de alcanzar el campamento donde cree que está su familia. Camina solo, hasta que aparece Olio.

El niño surge del bosque como un espectro, silencioso, observador, desconfiado. No parece perdido, ni asustado. Está ahí, simplemente. Y desde ese momento, sin palabras y sin pactos, empieza una relación que será el hilo que sostenga al protagonista mientras el paisaje se oscurece aún más. Olio, con su terquedad silenciosa, no solo acompaña: desafía, exige, y en cierto modo, humaniza. Lo obliga a recordar que aún hay otro. Y que ese otro importa.

No es una novela de acción, pero está llena de movimientos, de trayectos, de encuentros cargados de tensión. Con humanos, también con lobos. Una historia de supervivencia en un contexto de crisis de la civilización, pero no una historia más. Christian Guay-Poliquin no nos ofrece explicaciones, ni consuelo, ni redención; nos sumerge en un universo sombrío con una prosa contenida, casi minimalista. Cada capítulo es un día más con vida, cada personaje un espejo posible del miedo y del deseo de seguir adelante. Y sin embargo, a través del vínculo con Olio, aparece algo que no puede nombrarse con facilidad. No es esperanza, pero sí es una forma de persistencia que no se explica por la lógica de la supervivencia. Es la necesidad de no perder del todo la capacidad de cuidar. De proteger a alguien. De caminar junto a otro, aunque no sepamos hacia dónde.