Vita longa
Traducción de Regina López Muñoz
Errata naturae, 2025
"Y ahí radica la clave, en cómo el mundo, jugoso y pródigo, nos apela a todos y cada uno de nosotros para que creemos una respuesta novedosa y profunda. He aquí la gran pregunta, la que éste nos lanza a bocajarro cada mañana. «Aquí estás, viva. ¿Algún comentario al respecto?». Este libro es mi comentario.
[...] Escribir poesía -para mí, al menos- es una manera de dedicar alabanzas al mundo. En este libro encontrarás, intercalados entre los textos en prosa, unos cuantos poemas. Plantéatelos así, como pequeños aleluyas. No tratan de explicar nada, como hace la prosa. Se limitan a aparecer, sin más, y respiran. Un puñado de lirios, o de chochines, o una trucha entre las sombras misteriosas, el agua helada y los robles sombríos".
[...] Escribir poesía -para mí, al menos- es una manera de dedicar alabanzas al mundo. En este libro encontrarás, intercalados entre los textos en prosa, unos cuantos poemas. Plantéatelos así, como pequeños aleluyas. No tratan de explicar nada, como hace la prosa. Se limitan a aparecer, sin más, y respiran. Un puñado de lirios, o de chochines, o una trucha entre las sombras misteriosas, el agua helada y los robles sombríos".
Hay libros que no se leen, sino que se caminan, se respiran, se habitan. Así es este libro de Mary Oliver, una colección de ensayos, poemas y pequeños fragmentos que nos invita a avanzar como por un sendero en el bosque: entre claros de sol y espesuras de sombra, entre la contemplación sencilla y la sabiduría más honda. Cada texto es como una piedra lisa encontrada en la orilla de un río: modesta, redonda, pero conteniendo siglos de agua, viento y paciencia.
Mary Oliver escribe desde la experiencia de "saber[s]e bendecida", escribe para corresponder a esta experiencia y, por ello, se pregunta: "¿Cuál es el regalo que debo brindarle al mundo? ¿Cuál la vida que he de vivir?". Porque el mundo, en reciprocidad, espera nuestro interés y cariño:
Mary Oliver escribe desde la experiencia de "saber[s]e bendecida", escribe para corresponder a esta experiencia y, por ello, se pregunta: "¿Cuál es el regalo que debo brindarle al mundo? ¿Cuál la vida que he de vivir?". Porque el mundo, en reciprocidad, espera nuestro interés y cariño:
"Los dioses actúan como actúan, no sabemos con qué objetivo, pero esto sí lo entendemos: el mundo no podría hacerse sin el remolino y el torbellino de nuestro más profundo interés y nuestro cariño. Y me refiero al dios del cielo y al del río; no sólo al de la catedral dorada, sino al señor del prado verde, donde la gente se detiene sin prestar mucha atención y se saca fotos; donde los zorzales lanzan sus cantos oscuros; donde los perrillos ladran y brincan , con las orejas aleteando alegremente, mientras corren hacia nosotros".
Uno de los hilos más hermosos del libro es la idea de pertenencia. Mary Oliver no se sitúa fuera del mundo natural, no lo estudia como un objeto separado: sus descripciones no son las de una observadora distante, aunque asombrada, ella es parte de ese mundo, una criatura más entre otras criaturas. Su prosa, aunque cargada de imágenes poderosas, jamás es grandilocuente, nunca se despega del suelo, nunca abandona esa conexión física, táctil, con la vida que late en cada rincón. Y para ello no es preciso emprender largos viajes ni visitar escenarios exóticos:
"La
gente me pregunta: ¿no te gustaría ver Yosemite? ¿La bahía de Fundy?
¿La cordillera Brooks? Yo sonrío y respondo: «Claro… algún día», y me
voy a mis bosques, mis lagunas, mi puerto inundado de sol, apenas una
coma azul en el mapamundi pero, para mí, el emblema de todo. Lo
didáctico es lo íntimo, nunca lo general [...].
Uno
de los peligros de nuestra presunta era civilizada es que aún no
reconocemos ni apreciamos lo suficiente esta conexión entre alma y
paisaje, entre nuestras mejores posibilidades y las vistas que nos
ofrecen las ventanas de nuestra casa".
Quizá uno de los mayores encantos de este libro sea su humildad. En realidad, es una característica de la escritura de Mary Oliver, que siempre ofrece algo así como un espacio de silencio. Un recordatorio de que la vida, en su forma más extensa y profunda, se compone de momentos breves pero potencialmente inmensos:
"[A] diario recorro mi paisaje, los mismos prados, los mismos bosques y las mismas playas lívidas; me detengo frente al mismo mar azul y festivo donde los vientos invisibles, en las tardes de finales de verano, se enroscan formando espirales enormes y tensas, y las olas se engalanan con sus penachos blancos y comienzan a saltar hacia la orilla, hasta su último desembarco, escandaloso y palpitante. Más veces de las que recuerdo he presenciado tales momentos [...]. [E]s el escenario de lo espiritual; es lo heterogéneo, obediente a un misterio".
Un libro para saborear lentamente, como se saborea una caminata al atardecer. Una invitación a vivir con más con más atención, con más gratitud. Mary Oliver nos enseña, sin necesidad de proclamas, que al final, la larga vida es, sobre todo, una cuestión de miradas plenas y de presencias verdaderas.