Zubero
Uno se apoya en la mochila. Porque en el momento en que nos quitamos el peso de nuestros hombros no sabemos enderezarnos enseguida; ¡pues resulta que era el peso lo que antes nos daba seguridad y equilibrio! [George Simmel]
domingo, 21 de diciembre de 2025
La balada de Holt
Contribución a la historia de la alegría
Albiturri, Arkamo y Miritxa
Albiturri o Elgeamendi (944 m), 9:25 h.
Arkamo desde Albiturri.
Arkamo (875 m), 9:45 h.
Miritxa (885 m), 10:10 h.
Ermita de Santa Marina.
Regreso a Marieta a las 10:55.
sábado, 20 de diciembre de 2025
La construcción discursiva de la sospecha y sus efectos en la percepción de la violencia machista
En Esto no existe, Juan Soto Ivars se aproxima a las denuncias por violencia machista reclamando para sí la posición del observador escéptico, ajeno a las “narrativas oficiales” y guiado por un rigor casi forense. Sin embargo, resulta significativo que el autor deba reiterar una y otra vez que no niega la violencia machista, hasta el punto de que esa aclaración se convierte en un estribillo retórico. Ese subrayado constante, más que un gesto de honestidad intelectual parece una estrategia defensiva frente a una sombra que sobrevuela el texto: la de que su argumentación, por más que se vista de neutralidad, funciona como un cuestionamiento estructural de la credibilidad de las mujeres y, por extensión, de la magnitud del problema de la violencia de género.
Cuando un ensayo necesita reafirmar insistentemente su compromiso con la realidad de la violencia machista, puede ser por una de estas dos razones: porque anticipa una lectura intencionadamente hostil, o porque su planteamiento contribuye objetivamente a desplazar el foco desde la violencia hacia las supuestas distorsiones que genera la denuncia, ofreciendo así un marco interpretativo que, sin negar el fenómeno, lo reduce, lo relativiza o lo pone en suspenso. Este es el caso.
El planteamiento de Soto Ivars produce un efecto objetivo de relativización de un problema que es gravísimo, contribuyendo a instalar la idea de que las denuncias, el marco jurídico y el relato feminista constituyen un campo hipertrofiado, sobreactuado, peligrosamente ideologizado. El resultado es un tipo de narrativa que no necesita impugnar la violencia machista para contribuir a su minimización: basta con saturar el discurso de excepcionalidades anecdóticas, dudas metodológicas o advertencias sobre los supuestos excesos del feminismo institucional para que la sombra de la sospecha se extienda sobre un problema cuya dimensión está más que sobradamente documentada. Un movimiento discursivo clásico que convierte la violencia real, masiva y sistemática en un telón de fondo casi accesorio, mientras el protagonismo recae sobre las incomodidades o temores de quienes nunca fueron sus principales víctimas.
Esta dinámica no es nueva. Coincide de manera inquietante con el fenómeno que Susan Faludi describió en los años ochenta bajo el nombre de backlash: una reacción cultural y mediática frente a los avances feministas que no opera negando frontalmente la desigualdad, sino afirmando que el feminismo ha ido demasiado lejos, que exagera, que distorsiona la realidad o que genera problemas más graves que los que pretende resolver. Faludi mostró cómo este tipo de reacción fue impulsada, en buena medida, por intelectuales varones -como Allan Bloom o Christopher Lasch- que interpretaban los avances feministas como una amenaza a su estatus simbólico y cultural. Merece la pena citar en extenso a la propia Susan Faludi:
“Los expertos que difundieron la reacción entre la opinión pública formaban un grupo muy diverso y había poca cohesión entre sus miembros, de modo que resultaba imposible hacer generalizaciones acerca de ellos desde los puntos de vista político o social, pero es evidente que no habrían obrado de aquel modo de no tener algún motivo. Es posible que su interés por la situación social de la mujer fuera sincero, y que tuvieran una gran curiosidad intelectual. Pero también obraban impulsados por íntimos anhelos y animosidades y vanidades que a veces ni ellos mismos eran capaces de reconocer o comprender del todo. […] Y, como al parecer sucede inevitablemente en los periodos de pugna entre los dos sexos, las ansiedades personales y los intereses intelectuales terminaban fundiéndose con el paso del tiempo hasta hacer de las mujeres un 'problema' que exigía un estudio microscópico y febril, una 'imperfección' en el paisaje nacional que justificaba que pontificaran interminablemente mientras se mesaban la barba”.
No es casual que muchos de los textos contemporáneos que cuestionan la credibilidad del feminismo estén firmados por hombres que escriben desde posiciones de agravio, resentimiento o pérdida de centralidad. A este tipo de figuras cabría denominarlas incelectuales: una amalgama de "incel" e "intelectual" que da cuenta de una producción cultural atravesada por el despecho masculino y revestida de falsa lucidez crítica.
El backlash se sostiene en discursos que adoptan la forma de la racionalidad crítica mientras erosionan, insidiosamente, el consenso social sobre la importancia de la violencia contra las mujeres. El mecanismo es claro: conceder en abstracto la existencia del problema para, acto seguido, subordinarlo narrativamente a una supuesta “exageración” o “distorsión” generada por sus denunciantes, por las activistas o por las instituciones.
Estas estrategias discursivas de minimización son enormemente preocupantes. Estudios sobre percepciones sociales de la violencia contra las mujeres en España muestran que los discursos que cuestionan la fiabilidad del sistema de denuncias tienen efectos medibles en la disminución del reconocimiento social del problema. La investigación seria (consulten la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer 2024) demuestra que la violencia contra las mujeres es un fenómeno masivo y profundamente infradenunciado, mientras que las denuncias falsas representan una fracción ínfima del total. Según datos del Consejo General del Poder Judicial, entre 2009 y 2023 el porcentaje medio de denuncias falsas por violencia de género se sitúa en el 0,0084 %. Es cierto que esta cifra no refleja el total de denuncias que pudieran ser falsas, sino únicamente los casos en los que hombres denunciados por violencia de género iniciaron posteriormente acciones judiciales por falsedad contra sus parejas o exparejas y obtuvieron una sentencia favorable. Pero esta limitación estadística no parece significativa y afecta de manera análoga y mucho más intensa a la violencia de género en su conjunto, ya que una parte muy significativa de las mujeres que la sufren no denuncia y, por tanto, queda fuera de cualquier registro oficial. Sirva un dato para dimensionar esta infradenuncia: en 2023, solo una de cada cuatro mujeres asesinadas por violencia machista (el 25,9 %) había presentado previamente una denuncia contra su agresor.
Sin embargo, la percepción social no refleja esta realidad y una parte de la población cree que el problema está exagerado o que las denuncias no siempre son fiables. Esta distancia entre los hechos y su reconocimiento social no surge de manera espontánea; está alimentada por discursos culturales y mediáticos que, aun sin negar abiertamente la violencia, desplazan el foco hacia la sospecha, la duda y la excepcionalidad. Los discursos centrados en la manipulación del sistema de denuncias funcionan como verdaderos “mitos culturales” que erosionan la percepción de gravedad del problema. Cuanto mayor es el espacio que ocupan esas dudas en el debate público, menor es la disposición social a reconocer la violencia como estructural y a respaldar políticas específicas para combatirla. Este efecto es especialmente intenso entre la población más joven, donde el cuestionamiento de la credibilidad de las víctimas se asocia a una banalización creciente de la violencia y a una mayor tolerancia hacia conductas de control, dominación o agresión. La sospecha no solo distorsiona la comprensión de la realidad, contribuye activamente a producir subjetividades menos sensibles al daño y más receptivas a narrativas antifeministas.
En este contexto, resulta significativo que se conceda tanta atención a ensayos que siembran dudas abstractas, mientras se ignora sistemáticamente el conocimiento situado que producen las organizaciones de mujeres víctimas y supervivientes de violencia machista. Colectivos como Bizitu Elkartea, entre otros, aportan una experiencia contrastada imprescindible para comprender la violencia en su dimensión cotidiana, institucional y relacional. Escuchar y acompañar a estas organizaciones es una exigencia democrática básica. Prestar más atención a libelos que cuestionan la credibilidad de las víctimas que a quienes sostienen procesos de acompañamiento, reparación y denuncia revela una jerarquía de saberes profundamente sesgada.
Esto no existe no es un producto intelectual aislado. Se inscribe en una corriente más amplia de ensayos, columnas y debates públicos que, desde mediados de la década de 2010, construyen una narrativa de “saturación feminista”. Este marco no es neutral: desplaza el problema de la violencia hacia el terreno del malestar masculino y transforma el feminismo en un objeto de sospecha antes que en una herramienta de protección. En un contexto donde cada avance político del feminismo va acompañado de una contrarreacción visceral, obras como esta deben leerse como piezas que forman parte de un movimiento ideológico más amplio. Sus efectos culturales son claros: contribuyen a reforzar percepciones erróneas, alimentan la desconfianza hacia las víctimas y desplazan el debate desde la violencia comprobada hacia la sospecha hipotética, provocando un ruido sistemático destinado a socavar la legitimidad del movimiento feminista.
Este tipo de planteamientos, por mucho que se cubran con la capa de la moderación, construyen el terreno cultural ideal para el avance del negacionismo, porque generan un ambiente donde el énfasis deja de estar en la urgencia de proteger a las víctimas y pasa a centrarse en la necesidad de “equilibrar” el debate, un eufemismo que en la práctica significa relativizar la gravedad del problema. Aunque el libro no niegue la violencia machista, su marco discursivo sí contribuye a debilitar la percepción social de esa violencia. Al insistir en la necesidad de revisar el relato feminista dominante, sin explicar la dimensión estructural, histórica y estadística de la violencia machista, el libro participa del clima de sospecha que permite que el negacionismo prospere.
En sociedades donde la violencia contra las mujeres es estructural, donde la infradenuncia es masiva y las denuncias falsas constituyen una excepción estadística, cualquier discurso que insista en la idea del abuso del sistema legal contribuye a erosionar el reconocimiento social del problema y a debilitar los marcos de protección de las víctimas. Este es precisamente el mecanismo central de la reacción antifeminista contemporánea: desplazar el foco desde la violencia real hacia la sospecha hipotética, generando un clima cultural en el que la duda pesa más que la evidencia y en el que la credibilidad de las mujeres vuelve a ponerse en cuestión. Y esto es inaceptable.
Comerse a los ricos
Los datos del último World Inequality Report confirman que la desigualdad económica global no solo sigue siendo extremadamente elevada, sino que se ha intensificado de manera significativa en las últimas décadas. A pesar del fuerte crecimiento de la producción y de la riqueza mundial desde finales del siglo XX, los beneficios de ese crecimiento se han concentrado de forma abrumadora en una minoría muy reducida de la población.
En la actualidad, el 10% más rico de la población mundial gana más que el 90% restante,
mientras que la mitad más pobre de la población mundial capta menos del 10% del
ingreso global total. La riqueza está aún más concentrada: el 10% más rico
posee tres cuartas partes de la riqueza mundial, mientras que la mitad más
pobre solo posee el 2%. Esta asimetría es aún más extrema en la cúspide
de la distribución: el 0,001% más rico -unas decenas de miles de personas- acumula más riqueza
que el 50% más pobre del mundo en su conjunto. En términos de
ingresos, la brecha es igualmente pronunciada: el 10 % con mayores rentas capta
más del 50%
de los ingresos globales, mientras que el 50 % inferior recibe
alrededor del 8%.
El informe subraya que este proceso no es coyuntural,
sino estructural y de largo plazo. Desde la década de 1990, la participación
del 1% más rico en la riqueza total ha aumentado de forma sostenida en la
mayoría de regiones, mientras que la del 50% inferior se ha mantenido estancada
o ha retrocedido. La riqueza de los multimillonarios ha crecido a tasas anuales
cercanas al 7–8%, muy por encima del crecimiento medio
de la renta mundial, lo que explica la aceleración de la concentración
patrimonial. Este fenómeno está estrechamente vinculado a la menor
progresividad de los sistemas fiscales, la reducción de los impuestos sobre el
capital y la creciente importancia de las herencias en la reproducción de la
desigualdad.
La desigualdad no se manifiesta únicamente en términos
de ingresos y riqueza, sino que tiene un carácter claramente multidimensional.
En el ámbito de la desigualdad de género, el informe muestra que, a escala
global, las mujeres perciben el 30% de los ingresos laborales totales,
a pesar de representar cerca de la mitad de la población y una proporción
creciente de la fuerza de trabajo. Esta cifra apenas ha mejorado desde 1990, lo
que indica una persistencia notable de las brechas salariales, de acceso al
empleo y de segregación ocupacional.
Asimismo, el World Inequality Report pone de
relieve una profunda desigualdad climática. La mitad más pobre de la población
mundial es responsable de menos del 10% de las emisiones globales, mientras que el
10 % más rico genera 77%, y el 1%
más rico por sí solo emite más que la mitad inferior (en términos económicos) de
la humanidad. Estas diferencias no se explican solo por el consumo, sino
también por la propiedad de activos intensivos en carbono, lo que vincula
directamente la crisis climática con la concentración de la riqueza. Al mismo
tiempo, las poblaciones con menores ingresos son las más expuestas a los
efectos del calentamiento global y cuentan con menos recursos para adaptarse.
El informe advierte de que estos niveles extremos de
desigualdad tienen consecuencias económicas, sociales y políticas de gran
alcance. La concentración de la riqueza limita la igualdad de oportunidades,
reduce la movilidad social y debilita la capacidad de los Estados para
financiar bienes públicos esenciales. Además, una desigualdad tan elevada
tiende a erosionar la confianza en las instituciones democráticas y a
amplificar los desequilibrios territoriales y generacionales.
El futuro
Frente a esta tendencia, el World Inequality Report
insiste en que la desigualdad no es un resultado inevitable del crecimiento
económico, sino el producto de decisiones políticas. El informe señala que los
países que mantienen sistemas fiscales más progresivos y un mayor nivel de
gasto social logran reducir significativamente las brechas de ingresos. Por
ello, propone reforzar la fiscalidad sobre las grandes fortunas y las
herencias, combatir la evasión y la elusión fiscal y aumentar la inversión
pública en educación, sanidad y transición ecológica como instrumentos clave
para redistribuir de forma más equitativa los frutos del crecimiento y frenar
la dinámica actual de concentración extrema de riqueza.
Sin embargo, el incremento extremo de la desigualdad no
puede interpretarse como un accidente histórico ni como el simple resultado de
malas decisiones políticas reversibles dentro del sistema. Por el contrario,
los datos del World Inequality Report confirman que la concentración
creciente de riqueza es una consecuencia estructural de la lógica del capitalismo,
basada en la primacía del capital sobre el trabajo, la acumulación ilimitada y
la mercantilización de ámbitos cada vez más amplios de la vida social. La
relativa contención de la desigualdad durante los llamados Treinta
Gloriosos —entre el final de la Segunda Guerra Mundial y mediados de los
años setenta— fue una excepción histórica, sostenida por condiciones
extraordinarias: altos niveles de crecimiento, Estados sociales fuertes,
sindicatos poderosos y, sobre todo, la existencia de un bloque socialista que
actuaba como límite externo y fuente de presión sistémica. Como señaló Eric
Hobsbawm, con el hundimiento de la URSS el capitalismo dejó de tener miedo.
Desde los años ochenta, la ofensiva neoliberal ha desmantelado progresivamente
los mecanismos de regulación, redistribución y control democrático de la
economía, permitiendo que la lógica de la acumulación opere sin apenas
contrapesos. El resultado es el escenario actual, caracterizado por una
desigualdad obscena y persistente, que Nancy Fraser ha definido como un capitalismo caníbal (y yo como necronomía), capaz de devorar no
solo el trabajo, sino también la naturaleza, los cuidados y las propias bases
sociales que hacen posible su reproducción.
Eat the rich
Al leer el World Inequality Report, la
sensación que se impone es la de una ironía trágica muy cercana a la de Jonathan Swift en Una modesta proposición. En ese
breve y célebre panfleto satírico publicado en 1729, Swift finge proponer, con
absoluta seriedad y lenguaje economicista, que los niños pobres de Irlanda sean
vendidos como alimento para los ricos, presentando esta barbaridad como una
solución racional al hambre, la pobreza y la “carga” que los pobres suponen
para la sociedad. Al llevar hasta el absurdo extremo la lógica utilitarista y
mercantil de su tiempo, Swift buscaba denunciar la deshumanización implícita en
un orden social que trataba a los pobres como excedentes económicos.
Algo similar ocurre hoy, aunque sin necesidad de
recurrir a la sátira. Los datos del World Inequality Report describen
un mundo en el que la mitad más pobre de la humanidad apenas posee nada,
mientras una minoría ínfima concentra una riqueza difícil incluso de
representar. La diferencia con Swift es perturbadora: lo que en el siglo XVIII
necesitaba del recurso literario de la hipérbole, hoy se presenta como un
resultado “normal” del funcionamiento de la economía global, legitimado por
gráficos, modelos y discursos tecnocráticos.
En este contexto, el lema “Eat the rich”
deja de ser una provocación o un simple eslogan radical para adquirir un
significado simbólico preciso. Su origen es difuso, pero hunde sus raíces en
una tradición larga: la advertencia ilustrada atribuida a Rousseau —cuando los
pobres no tengan nada que comer, se comerán a los ricos—, la retórica
socialista y anarquista de los siglos XIX y XX, y su posterior resignificación
en la contracultura y los movimientos anticapitalistas contemporáneos. Si el
capitalismo contemporáneo —en su fase financiarizada y neoliberal— se comporta
de forma caníbal, devorando trabajo, naturaleza y cuidados, el lema invierte
irónicamente la metáfora: señala a quienes, en sentido estructural, ya están
“comiéndose” al mundo.
En ese sentido, tanto Una modesta proposición
como el lema “Eat the rich” funcionan como dispositivos de desvelamiento
que obligan a mirar de frente una realidad que el lenguaje económico tiende a
neutralizar. Frente a los gráficos asépticos y las medias estadísticas,
recuerdan que la desigualdad no es un fenómeno abstracto, sino una relación
social atravesada por poder, violencia estructural y decisiones históricas. Y
que, cuando esas relaciones alcanzan proporciones obscenas, la ironía mordaz
puede ser una de las pocas formas eficaces de decir la verdad.
En el siglo XVIII, la brutalidad del orden social aún
necesitaba ser denunciada mediante la sátira para resultar visible; en el siglo
XXI, la obscenidad de la desigualdad convive sin escándalo con la normalidad
institucional. El problema ya no es solo que existan propuestas “modestas” para
gestionar la pobreza o la exclusión, sino que el propio sistema haya
naturalizado niveles de desigualdad que hacen que esas ironías resulten cada
vez menos exageradas.
miércoles, 17 de diciembre de 2025
BAD-ALONA
Desalojar sin alternativa habitacional no es una política: es un acto criminal de abandono institucional. Cuando una administración pública expulsa a personas sabiendo que no tiene nada que ofrecerles a cambio, no está resolviendo un problema urbano ni garantizando derechos; está trasladando el sufrimiento a la calle, invisibilizándolo para tranquilidad de quienes no lo padecen. Es una forma de gobernar que no soluciona los conflictos, sino que los expulsa del campo visual.
Resulta especialmente inquietante que el alcalde Xavier García Albiol alardee de la operación y la presente como una “desokupación”. Un alcalde del PP, no de Vox; de los de Feijóo, no de Abascal. El término no es inocente. No describe una realidad: la encuadra ideológicamente. Equipara a personas pobres y migradas con una amenaza, las deshumaniza y las inserta en un relato de orden y limpieza que conecta con el discurso de organizaciones pseudopresariales que actúan como matones paraestatales, amedrentando a quienes no tienen otra opción que habitar espacios vacíos. Llamar “desokupación” a la expulsión de personas vulnerables es asumir, sin rubor, el lenguaje fascista del miedo, la violencia y del castigo.
Que estas personas no tengan un derecho legal sobre el inmueble en el que habitaban no elimina una verdad más profunda: tienen necesidad de cobijo. Y la necesidad, en una sociedad que se pretende democrática y decente, no puede tratarse como un delito. La ley, cuando se invoca sin ética, deja de ser justicia y se convierte en herramienta de poder. Defender la legalidad ignorando sus consecuencias humanas es una forma sofisticada de crueldad.
Todo esto ocurre, además, en vísperas del 18 de diciembre, Día Internacional de las Personas Migrantes. Una fecha pensada para reafirmar compromisos con los derechos humanos y la acogida se ve aquí anticipada por una acción que encarna exactamente lo contrario: la negación práctica de esos principios, convertidos en retórica mientras se ejecutan desalojos sin alternativa.
El problema no es solo Badalona. Bad-alona es el síntoma local de un brutalismo moral cada vez más extendido: gobernantes que presumen de dureza, que convierten la exclusión en espectáculo y el desprecio en virtud política, conscientes de que la crueldad aplicada a las y los más débiles no tiene coste electoral y a menudo incluso suma aplausos y votos.
Frente a ese malismo exhibido con orgullo, conviene reivindicar sin complejos el llamado buenismo. No como ingenuidad ni sentimentalismo, sino como realismo moral. Las sociedades que renuncian a cuidar a las personas más vulneradas acaban siendo más violentas, más inseguras y más injustas. No ignora los conflictos ni las limitaciones materiales; se niega, simplemente, a resolverlos mediante la humillación, el abandono o la crueldad institucional.
Reivindicar el buenismo es afirmar que la empatía también es una herramienta de gobierno, que acompañar no es debilidad y que proteger vidas no es un lujo ideológico, sino una obligación pública. Es apostar por políticas que combinen legalidad, derechos y humanidad, y por el coraje ético de sostener a quienes no tienen voz ni voto, incluso cuando no hay rédito inmediato.
Una sociedad se mide por cómo trata a quienes están en peor situación. No por cómo protege la propiedad vacía, sino por cómo protege la vida vulnerable. Cuando un ayuntamiento expulsa a cientos de personas sin ofrecerles nada, y además se jacta de ello, no defiende la convivencia: normaliza la crueldad. Y cuando la crueldad se normaliza, deja de ser un escándalo para convertirse en programa. Eso es lo verdaderamente alarmante de Bad-alona: no solo lo que ha pasado, sino lo que anuncia.














































