miércoles, 31 de diciembre de 2025

Lo que nos debemos unos a otros

Minouche Shafik
Lo que nos debemos unos a otros. Un nuevo contrato social
Traducción de Albino Santos Mosquera
Paidós, 2022

"Hace poco que McDonald´s ofreció a sus 115.000 empleados en el Reino Unido la oportunidad de cambiar sus contratos de cero horas por contratos fijos con un número mínimo garantizado de horas trabajadas por semana. Muchos de esos trabajadores con contratos de cero horas no pueden pedir hipotecas no contratar líneas con las compañías de telefonía móvil porque no pueden demostrar unos ingresos regulares. Pues bien, pese a ello [...] un 80% de los trabajadores de la empresa prefirieron conservar sus contratos flexibles. Esto podría ser más indicativo de las características particulares de la plantilla de McDonald's que de las preferencias de los trabajadores en general, pero quizá el dato más relevante sea que, tras haber dado a sus empleados la oportunidad de elegir entre sus contratos flexibles y otros más estables, McDonald's detectó una mejora de los niveles de satisfacción tanto de sus trabajadores como de sus clientes".


Vuelvo a romper mi norma de reseñar solo libros que me han interesado o gustado y cuya lectura recomiendo. Lo hago por segunda vez en todos los años en los que vengo reseñando lecturas en este blog. En este caso, lo hago porque me consta que el libro de Minouche Shafik, directora de la prestigiosa London School of Economics and Political Science, ha sido y está siendo leído con gran aprecio por muchas personas influyentes en los ámbitos de la decisión política y de la intervención social, que han recibido el ensayo Lo que nos debemos unos a otros como una reflexión ambiciosa e informada sobre el contrato social en el siglo XXI: qué nos debemos mutuamente como ciudadanas y ciudadanos, qué responsabilidades corresponden al Estado, al mercado y a los individuos, y cómo adaptar nuestras instituciones a un mundo más longevo, más diverso y más incierto. El planteamiento es seductor, el tono es razonable, conciliador, posibilista (¡hay, cuánto daño hace el pensamiento chill out!). Y, sin embargo, desde las primeras páginas se hace evidente que el mayor problema del libro no es lo que propone, sino desde dónde lo hace.

Ya en el prefacio Shafik afirma, con una seguridad que sorprende por su falta de matices, que a lo largo de sus "veinticinco años trabajando en el campo del desarrollo internacional" (no especifica en que parte de ese campo) pudo comprobar los éxitos de la campaña para "hacer que la pobreza pasara a la historia", concluyendo que “a los humanos nunca nos había ido tan bien” en términos de reducción de la pobreza. La frase, que condensa décadas de optimismo desarrollista, abre una grieta inmediata: ¿a qué humanos se refiere exactamente? ¿Quiénes entran en ese balance triunfal y quiénes quedan fuera? La autora no parece inquietarse demasiado por estas preguntas, y quizá por eso le resulta desconcertante que, a continuación, constate que “en muchas partes del mundo, la ciudadanía está decepcionada”. Como si esa decepción fuera un fallo perceptivo, una anomalía psicológica o comunicativa, y no una reacción perfectamente coherente a décadas de precarización, desigualdad creciente y desposesión material.

Esta distancia entre el diagnóstico tecnocrático y la experiencia vivida recorre todo el libro. Ni su experiencia en el ámbito del desarrollo internacional ni su privilegiada posición como analista se traducen en una lectura crítica de los límites y los fracasos de ese paradigma desarrollista, sino más bien en su reiteración. El progreso aparece como un proceso casi natural, imperfecto pero fundamentalmente bien orientado, y los problemas actuales del mundo como desajustes que pueden corregirse con mejores incentivos, políticas más eficientes y un reparto algo más equilibrado de riesgos y recompensas.

Uno de los momentos más reveladores del libro es cuando, todavía en el prefacio, Shafik describe la pandemia de COVID-19 como una “revelación” tanto de los riesgos a los que están expuestas las personas pobres, quienes viven en condiciones precarias o carecen de acceso a la sanidad, como de las interdependencias que nos vinculan unos a otros. La afirmación, que puede no ser falsa en sí misma, sí es enormemente elocuente: para millones de personas en todo el mundo, la pandemia no reveló nada nuevo, sino que confirmó una vulnerabilidad estructural largamente conocida. Que esa evidencia funcione para la autora como una suerte de epifanía intelectual dice menos sobre la realidad social que sobre la posición desde la cual se la observa. La precariedad como descubrimiento tardío no es un punto de partida sólido para repensar lo que “nos debemos”.

Esa misma falta de perspectiva estructural aparece con claridad (y todavía estamos en el prefacio) cuando, en un simpático guiño  autobiográfico, la autora narra el origen de su interés por la economía. Shafik recuerda sus visitas de infancia al pueblo de su familia materna en Egipto, donde veía a niñas de su misma edad que no podían ir a la escuela, trabajaban duramente en el campo y apenas tenían libertad para decidir sobre su matrimonio o su maternidad. La injusticia de esa diferencia de oportunidades le parecía, escribe, “totalmente aleatoria”: ella podría haber estado en su lugar, como cualquiera de ellas podría haber estado en el suyo. El relato pretende fundar una sensibilidad ética, pero acaba revelando una confusión fundamental: no había nada de aleatorio en esa desigualdad, ninguna de aquellas niñas podía ocupar el lugar de una niña como ella, nacida en una familia que contaba con con tierras y propiedades, capaz de enviar a su hijo (el padre de la autora) a doctorarse en Química en Estados Unidos y de reconstruir su vida tras una expropiación estatal gracias al capital educativo acumulado. La brecha que separaba a unas de otra no era fruto del azar, sino de estructuras muy concretas, con nombres demasiado incómodos para el tono y objetivos del libro: patriarcado, colonialismo, capitalismo, herencia de clase.

La plantilla extraterrestre de McDonald's

Y ahora, volvamos al párrafo con el que he iniciado esta reseña. Qué gente más extraña esta que trabaja en McDonald's en el Reino Unido, ¿no? ¿Cómo puede ser que elijan muy mayoritariamente mantener unos contratos ultraprecarios (cero horas), hasta el punto de que les impiden contratar una línea telefónica o solicitar una hipoteca? ¿Puede ser cosa de unas misteriosas "características particulares de la plantilla de McDonald's", como apunta? Si así fuera, bien merecería la pena indagar sobre esta sorprendente cuestión, para confirmarla o descartarla. Pero no, la autora considera que no hay tema y que lo más relevante es "que, tras haber dado a sus empleados la oportunidad de elegir entre sus contratos flexibles y otros más estables, McDonald's detectó una mejora de los niveles de satisfacción tanto de sus trabajadores como de sus clientes". Todo esto citando una única fuente, el informe The Taylor Review of Modern Working Practices, elaborado en 2017 por M. Taylor, G. Marsh, D. Nicol y P, Broadbent para el Departamento de Empresa, Energía y Estrategia Industrial del Reino Unido.

Como a mí sí me sorprende el caso descrito he consultado el informe y en su página 49 (no en la 72, como se indica en las notas; también aparece fechado en julio de 2017, no en 2018) se recoge, a modo de estudio de caso, el misterioso asunto de la plantilla de McDonald's.


Como me seguía intrigando el tema y una sola fuente, además tan inconsistente al no ser ni siquiera primaria, me he tomado la molestia de intentar saber un poco más, y con lo que me he encontrado es con una evidente dejadez por parte de la autora.

El ejemplo de McDonald’s que cita Minouche Shafik ilustra con especial claridad los límites de su enfoque. La autora afirma que, cuando la empresa ofreció a sus 115.000 empleados en el Reino Unido la posibilidad de cambiar contratos de cero horas por contratos con un mínimo garantizado, un 80% prefirió conservar la flexibilidad. Lo que no explica es que ese porcentaje procede -según The Guardian“McDonald’s UK staff to get choice of guaranteed hours contracts” (abril de 2017)- de un programa piloto limitado realizado en 2016 con apenas unos cientos de trabajadores y comunicado exclusivamente por la propia McDonald's, ni que no existen datos independientes que confirmen que esa “preferencia” se reprodujera en el conjunto de la plantilla cuando la medida se extendió en 2017. Tampoco menciona que sindicatos y organizaciones laborales han cuestionado reiteradamente el carácter libre de esa elección, señalando el peso del miedo a perder turnos, la dependencia del gerente y la precariedad estructural inherente a los contratos de cero horas. Presentado así, el dato funciona menos como evidencia empírica que como coartada ideológica: convierte una decisión tomada en condiciones de inseguridad y asimetría de poder en una simple preferencia individual, y refuerza la tendencia general del libro a interpretar la precariedad no como un problema estructural, sino como el resultado agregado de elecciones personales “flexibles”.

De hecho, a partir de una investigación de la BBC en enero de 2025 sobre denuncias de acoso por parte de trabajadoras y trabajadores contra McDonald`s -"McDonald's workers make fresh harassment claims"-, el Trades Union Congress (TUC), la principal confederación sindical del Reino Unido, que agrupa a la mayoría de los sindicatos del país, hizo pública una declaración -"McDonalds CEO has “serious questions to answer” over “predatory” use of zero-hours contracts" (El director ejecutivo de McDonald's tiene “serias preguntas que responder” sobre el uso “depredador” de los contratos de cero horas)- en la que se dice lo siguiente:

"Según una investigación de la BBC, el 89% de los trabajadores de McDonald's en el Reino Unido tienen contratos de cero horas. La BBC entrevistó a 50 trabajadores de todo el país que afirman que no se les dio la opción de cambiar a un contrato de horas mínimas garantizadas, a pesar de que McDonald's afirma que los trabajadores son libres de hacerlo. Una encuesta reciente de la TUC a trabajadores con contratos de cero horas reveló que más de 8 de cada 10 (84%) querían horarios de trabajo regulares".

Ese es el rigor con el que se abordan temas tan sensibles. Podría multiplicar los ejemplos, pero bastará con una referencia más a otra desafortunada aproximación  de la autora a la realidad del empleo. "¿Qué ocurrirá con el trabajo en el futuro?", se pregunta. Y tras empezar su reflexión -¡cómo no!- con una falaz crítica al ludismo como simple rechazo de la tecnología por miedo a perder el empleo (cuando la lucha era por no perder el control sobre la totalidad de su vida) presenta una tabla en la que recoge ejemplos de "funciones que probablemente se mantendrán igual, de otras que podrían dejar de ser necesarias y de algunas más que crearán oportunidades de empleo en el futuro" como consecuencia de la creciente autiomatización. Esta es la tabla.


Y ahora, un juego de agudeza visual: ¿echamos en falta alguna "función", en cualquiera de las tres categorías? No hay ninguna referencia a los empleos ligados con el cuidado, y en particular el cuidado directo de las personas. Esta ausencia es profundamente política y revela un sesgo estructural en la forma en que se piensa el futuro del trabajo.

El cuidado -de criaturas, personas mayores, enfermas o dependientes- no aparece ni como función estable, ni como nueva función, ni como función prescindible. Simplemente no existe en el marco analítico de Shafik. Esto sugiere que el cuidado no es concebido como “trabajo” en sentido pleno, sino como un trasfondo naturalizado que sostiene la vida social sin necesidad de ser nombrado. Justamente este es el núcleo de la crítica formulada por Joan Tronto cuando habla de "irresponsabilidad privilegiada" para referirse a la posibilidad que tienen ciertos grupos de no pensar en el cuidado porque otras -generalmente mujeres, personas migrantes o clases subalternas- se encargan de ello en silencio.

La automatización se analiza aquí desde una mirada tecnocrática que prioriza aquello que puede ser medido en términos de eficiencia, productividad o sustitución por máquinas. El cuidado directo, al ser relacional, situado y moralmente cargado, no encaja en estas categorías. No se automatiza de manera significativa, pero tampoco se reconoce como una función “estable” digna de mención. Esta doble exclusión revela una grave ceguera epistemológica: aquello que no se puede traducir al lenguaje de la tecnología y la gestión queda fuera del futuro imaginado. Paradójicamente, lo esperable es que los trabajos de cuidado no solo no desaparezcan, sino que crezcan: el envejecimiento de la población, la crisis de los sistemas públicos de bienestar y la reorganización de las familias aumentan la demanda de cuidado humano. Sin embargo, este crecimiento convive con la precarización, la baja remuneración y el escaso reconocimiento social. La tabla de Shafik refleja esta contradicción al invisibilizar el cuidado justo cuando más central se vuelve para la sostenibilidad de la vida.
 
En última instancia, esta omisión no es solo un fallo descriptivo, sino una forma de reproducir una jerarquía moral del empleo y de la totalidad de la vida: lo tecnológico aparece como futuro, lo organizativo, como estratégico, lo relacional, como irrelevante. Pensar la automatización sin incorporar los empleos de cuidado implica imaginar un futuro que descansa, una vez más, en un trabajo imprescindible que gente cono Shafik no quiere ver.

Ficción meritocrática y ausencia total de perspectiva estructural

El problema de este libro no es, por tanto, una falta de "buenas intenciones", ni siquiera una carencia de propuestas concretas, sino la persistente tendencia a traducir desigualdades históricas y relaciones de poder en términos de oportunidades mal distribuidas, riesgos insuficientemente compartidos o contratos sociales desactualizados. Al hacerlo, el ensayo evita interrogar las condiciones materiales que producen sistemáticamente ganadores y perdedores, y desplaza el debate hacia un terreno moralizante y técnico en el que el conflicto queda directamente neutralizado.

Para Shafik es "una gran ironía que muchos de estos trabajadores esenciales están entre los peor pagados de la fuerza laboral y entre los que más probabilidades tienen de estar atrapados en contratos precarios con empleo muy poco seguros". ¿Ironía? Para la autora "nuestro contrato social ha cedido bajo el peso de los cambios tecnológicos y demográficos". No hay lucha de clases, no hay decisiones políticas y económicas, no hay intereses en pugna ni antagonismos.

Tampoco hay perspectiva feminista ninguna, como cuando considera que "un mercado de trabajo verdaderamente neutral en cuanto al género" es aquel que permitiría "que las mujeres con aptitudes desarrollasen su pleno potencial". ¡Mujeres con aptitudes! Del mismo modo que en su análisis no existe el sistema capitalista, tampoco existe ni actúa el sistema patriarcal.

Cierro ya. El título del libro promete una reflexión sobre lo que nos debemos unos a otros, pero el “nosotros” que articula esa deuda es estrecho y cuidadosamente delimitado. Habla de obligaciones, pero no de responsabilidades históricas; de cooperación, pero no de dominación; de equidad, pero no de explotación. Es un libro escrito desde la altura: desde un mundo que se piensa a sí mismo como razonable, corregible y, en última instancia, justo. Un mundo habitado por una élite global ilustrada, cosmopolita y (tal vez) bienintencionada, convencida de que los desajustes del sistema son fallos reparables y no la condición misma de su funcionamiento. Para quienes nunca han tenido el privilegio de descubrir la precariedad como una revelación tardía -porque ha sido siempre el suelo bajo sus pies y el cielo sobre sus cabezas-, la pregunta por lo que “nos debemos” suena distinta. No como una promesa de reforma real, sino como el eco persistente de una deuda antigua, estructural, siempre impagada.

martes, 30 de diciembre de 2025

Backlash: La reacción ultra contra el avance del feminismo

Susan Faludi 
Backlash
Traducción de Francesc Roca
Península, 2025

"¿Cómo puede ser que las mujeres norteamericanas tengan tantos problemas en un momento en que se supone que son tan felices? Si la condición de la mujer nunca ha sido mejor, ¿por qué es tan bajo su estado de ánimo? Si las mujeres tienen lo que pedían, ¿a qué se deben los problemas actuales?
La opinión predominante durante la década de los ochenta ha dado una respuesta monocorde a esta pregunta: la causa de todo ese pesar debe ser precisamente haber conseguido tanta igualdad. Las mujeres son infelices precisamente porque son libres. Las mujeres se han esclavizado con su propia liberación. Al aferrarse a la sortija dorada de la independencia, perdieron la única sortija que realmente importa. Obtuvieron el control de su fertilidad, solo para destruirla. Persiguieron sus propios sueños profesionales para perderse la mayor aventura femenina. El feminismo, se nos dice una y otra vez, ha demostrado ser el peor enemigo de la mujer.
[...] [F]ue la prensa la que expuso y resolvió primero, ante un público muy amplio, la paradoja vital de las mujeres, la paradoja que se convertiría en una cuestión fundamental para el backlash: a pesar de todo lo que habían conseguido, las mujeres se sentían insatisfechas; tenían que ser las conquistas del feminismo, no la resistencia de la sociedad a esas conquistas parciales, las responsables de la insatisfacción de las mujeres".


Backlash, de Susan Faludi, es uno de los ensayos feministas más influyentes del último medio siglo y, uno de los más actuales. Publicado originalmente en 1991, el libro analiza con una lucidez demoledora la reacción social, cultural y política que se activa cada vez que las mujeres avanzan en derechos y autonomía. Ese movimiento de reacción -el backlash- no se presenta de forma abierta o explícita, sino como una narrativa envolvente que promete bienestar mientras socava silenciosamente las conquistas feministas.

El libro ya fue publicado en español en 1993 por Anagrama, con traducción también de Francesc Roca, con el título de Reacción y un subtítulo -La guerra no declarada contra la mujer moderna- más fiel al original (The Undeclared War Against American Women).

Susan Faludi parte de una aparente contradicción: ¿por qué, cuando las mujeres parecen tener más oportunidades y más libertad que nunca, se extiende el relato de que están más infelices, solas y frustradas? La respuesta que construye a lo largo del libro es contundente: esa supuesta “crisis de la mujer” no es un hecho objetivo, sino una fabricación cultural, sostenida por medios de comunicación, discursos pseudocientíficos, políticas públicas y productos culturales que culpabilizan a las propias mujeres de las consecuencias de su emancipación.

Mediante un abrumador despliegue de datos, de evidencias, Faludi desmonta estadísticas manipuladas, estudios mal interpretados y titulares alarmistas que afirmaban, por ejemplo, que las mujeres solteras eran más propensas a la depresión, que las profesionales exitosas tenían menos posibilidades de encontrar pareja o que el feminismo era la causa directa de la insatisfacción femenina. Frente a esas afirmaciones (falsas), la autora ofrece datos contrastados, análisis detallados y una lectura crítica del modo en que se construye la “verdad” mediática.

El libro se estructura como un mapa del contraataque antifeminista en distintos ámbitos. En el terreno laboral, Susan Faludi muestra cómo se promueve la idea de que la igualdad ya se ha alcanzado, invisibilizando las desigualdades estructurales que persisten. En el ámbito de la familia, analiza el retorno idealizado al hogar y la maternidad como destino natural, presentado no como imposición sino como elección “libre” y deseable. En la cultura popular -el cine, la televisión, la publicidad- identifica patrones narrativos que castigan a las mujeres independientes y recompensan la renuncia a la libertad. Pero Susan Faludi no describe un complot organizado, sino una atmósfera, una pedagogía emocional que enseña, una y otra vez, que la emancipación femenina tiene un precio demasiado alto:

"Estos fenómenos están relacionados, pero ello no significa que estén coordinados. El backlash no es una conspiración, con un conciliábulo que despacha agentes desde alguna sala de control central, ni la gente que sirve a sus fines es siempre consciente de su papel: hay quienes incluso se consideran feministas. En su mayor parte las manifestaciones de el backlash están codificadas y perfectamente estructuradas, son extensas y camaleónicas. [...]
Si bien el backlash no es un movimiento organizado, eso no lo hace menos destructivo. De hecho, la falta de orquestación, la ausencia de un único responsable, hace que sea más difícil de ver, y quizá más efectiva. Una reacción contra los derechos de la mujer tiene éxito en la medida en que parece no ser política, cuando no tiene la menor semejanza con una cruzada. Es más poderosa cuando se vuelve individual, cuando se aloja en la mente de una mujer y consigue que esta mire solo hacia dentro, hasta que se imagina que la reacción no son más que figuraciones suyas, hasta que comienza a poner en práctica la reacción... contra sí misma".

Pura hegemonía. Y desde esta perspectiva resulta particularmente incisivo su análisis de la industria cultural de la época, desvelando cómo las ficciones de los años ochenta y principios de los noventa construyen personajes femeninos que pagan un precio alto por su autonomía: mujeres exitosas que acaban solas, infelices o castigadas narrativamente. No se trata de propaganda explícita, sino de una pedagogía emocional constante, que enseña qué se puede desear y qué no sin necesidad de prohibiciones.

En su análisis del cine y la televisión de los años ochenta y noventa, Susan Faludi muestra cómo la cultura popular funcionó como un sistema de advertencias. No se trataba de refutar expresamente argumentos feministas, sino de narrar historias en las que las mujeres que encarnaban la autonomía sexual, profesional o vital eran castigadas simbólicamente. En películas como Atracción fatal la mujer independiente se convierte en amenaza patológica; en otras, aparentemente más amables, como Armas de mujer, el éxito profesional solo se legitima si queda neutralizado por un desenlace romántico que restituye el orden heterosexual. Incluso cuando el cine aborda de forma explícita la violencia sexual, como en Acusados, la autora detecta una lógica moral subyacente que hace que la empatía hacia la víctima aparezca condicionada a su comportamiento previo, como si la agresión operara como una corrección de excesos.

La televisión, por su parte, normaliza estas ideas de forma más sutil y persistente. Series como Treintaytantos construyen un imaginario en el que los hombres, que aparecen representados como sensibles, progresistas, bienintencionados, se muestran desorientados por los cambios que introduce el feminismo, mientras que las mujeres encarnan la exigencia emocional, el conflicto y la pérdida de armonía. El problema, en cualquier caso, deja de ser estructural o político y se transforma en un malestar íntimo, meramente psicológico, lo que permite desactivar cualquier lectura en términos de poder o desigualdad.

Aquella fue también la época en la que "la mujer apaleada, atada o metida dentro de alguna clase de recipiente se convirtió en un tema habitual de los anuncios de moda y los trabajos de fotografía artística". Modelos (mujeres) atadas, arrastradas, con camisas de fuerza, con los ojos vendados, dentro de bolsas de basura, con collares de perro... poblaban las revistas y los anuncios de moda.

Pero, siendo todo esto terrible, uno de los capítulos más incisivos del libro de Susan Faludi es el 10, titulado "La base intelectual del backlash: de los neoconservadores a las neofeministas", en el que analiza como la reacción no procede únicamente de sectores conservadores, sino también de autores del campo progresista. Su lectura de Christopher Lasch resulta especialmente reveladora: aunque su crítica al narcisismo y al capitalismo tardío se presenta como radical, termina idealizando la familia tradicional y sugiriendo que el feminismo es responsable de una desintegración moral que en realidad tiene causas económicas y sociales más profundas. De este modo, una crítica cultural sofisticada acaba reforzando imaginarios patriarcales bajo una apariencia de profundidad intelectual.

Aún más incómodo es el análisis que Susan Faludi hace de ciertas figuras centrales del propio feminismo. En el caso de Betty Friedan, observa cómo en los años ochenta adopta una postura defensiva, preocupada por distanciar al movimiento de sus corrientes más radicales o incómodas para el mainstream. Esa estrategia de respetabilidad, pensada para "proteger" al feminismo de ataques externos, termina reforzando la idea de que la liberación femenina debe moderarse para no provocar rechazo. Con Susan Brownmiller, la crítica es distinta pero igualmente aguda: aunque su trabajo sobre la violencia sexual fue fundamental, Faludi advierte que un énfasis excesivo en la vulnerabilidad permanente de las mujeres puede ser reapropiado por discursos paternalistas que justifican el control y la protección como formas encubiertas de dominación.

De este modo, Susan Faludi muestra cómo incluso los discursos emancipadores pueden ser reabsorbidos por una cultura que teme la autonomía femenina y busca, una y otra vez, reinscribirla en marcos de dependencia, culpa o miedo. Por eso el libro sigue resultando hoy tan perturbador: porque señala que el adversario del feminismo no siempre se presenta como enemigo declarado, y que muchas veces habla el lenguaje de la preocupación, de la nostalgia o incluso del progresismo bienintencionado. 

Leído hoy, el ensayo de Susan Faludi resulta inquietantemente actual. Muchas de las dinámicas que describe -la culpabilización individual, la despolitización del malestar, la idea de que el feminismo ya no es necesario o ha ido demasiado lejos- han reaparecido con nuevos lenguajes y plataformas. El libro nos permite comprender que estas reacciones no son anomalías ni retrocesos accidentales, sino mecanismos de fondo que acompañan cualquier proceso de emancipación. Porque cada avance feminista cuestiona jerarquías profundamente arraigadas, que se resisten a desaparecer: 

"La propuesta del feminismo es muy simple: pide que no se obligue a las mujeres a «elegir» entre la justicia pública y la felicidad privada. Pide que las mujeres tengan libertad para definir por sí mismas su identidad, en lugar de que esta sea definida una y otra vez por la cultura de la que forman parte y por los hombres con los que conviven.
El hecho de que estas ideas sigan siendo incendiarias debería hacernos comprender que las mujeres estadounidenses aún tienen un largo camino que recorrer antes de llegar a la tierra prometida de la igualdad".

De este modo, más allá de su enorme valor analítico, Backlash tiene una dimensión política fundamental, al devolver a las mujeres el marco colectivo de interpretación de sus experiencias. Frente al relato que individualiza el malestar -“si no eres feliz es culpa tuya”- Faludi muestra que las frustraciones tienen raíces estructurales. Su lectura invita a la vigilancia crítica, a reconocer las formas sofisticadas que adopta la reacción antifeminista, también hoy. Leerlo tres décadas después de su publicación no es un ejercicio de arqueología intelectual, sino una forma de comprender por qué cada avance sigue necesitando ser defendido.

No sé si la edición de 1993 de Anagrama fue muy leída o no. Espero que esta sí lo sea.

lunes, 29 de diciembre de 2025

Un hombre mejor

Louise Penny
Un hombre mejor
Traducción de Patricia Antón de Vez
Salamandra, 2025 

"La crítica de arte había dejado a Clara en su estudio para que leyera en privado la reseña que acababa de  hacerse pública. Luego había cruzado la plaza ajardinada del pueblo y, tras quitar la nieve medio derretida del banco, se había sentado a observar los tres pinos que claramente daban su nombre a aquel lugar. Aquello le pareció poco sutil. Demasiado obvio. Tres pinos en Three Pines...
Habría preferido que hubiera sólo dos pinos. Lo volvería todo más interesante, le proporcionaría una historia al lugar. ¿Qué fue del tercer árbol? De acuerdo, no sería una gran historia, pero era mejor que nada.
De hecho, aquel pueblecito escondido le parecía bonito pero banal. Casi podía ver cómo las casas de piedra, ladrillo y tablillas de madera, la iglesia en la colina y el bosque más allá se convertían en una acuarela ante sus ojos. Había algo que no era del todo real, no del todo de este mundo. Y mucho menos del mundo ruidoso y agresivo que acababa de dejar atrás.
Era como un bonito cuadro pintado por algún artista anciano con poco talento.
Bonito. Dulce. Predecible. Seguro".


Publicada originalmente en 2019, esta es la decimoquinta novela de la serie del inspector Armand Gamache, tan querida por aquí, y una de las entregas más “humanas” de Louise Penny: menos centrada en la investigación pura y más en qué significa hacer lo correcto cuando todo alrededor empuja a mirar hacia otro lado. Eso no quiere decir que no haya investigación, pistas, urgencias y conflictos, que los hay, pero la autora se apoya en todo eso, quizá más que en ninguna otra novela de la serie, para proponer una reflexión sobre la responsabilidad moral, como un cauce para preguntarse qué ocurre cuando hacer lo correcto resulta incómodo, impopular o incluso peligroso, y aun así no hacerlo tiene un costo intolerable.

La historia combina dos tramas principales. La primera es la que gira en torno a un fenómeno natural: una crecida inesperada provocada por las fuertes lluvias y el deshielo repentino amenaza pueblos y carreteras en todo Québec; hay evacuaciones, miedo y sensación de desastre inminente. Penny usa esta situación como un reloj en marcha: todo ocurre con prisa y con recursos limitados. La segunda, propiamente criminal, se desencadena con la desaparición de una mujer. Al principio parece uno más de esos casos donde “algo no cuadra”, pero Gamache y su equipo detectan un patrón que apunta a un problema mayor: violencia de género, manipulación y la manera en que ciertos abusos pueden quedar invisibles porque el entorno prefiere no verlos.

Lo que hace interesante la investigación es que la autora no la plantea solo como “¿quién lo hizo?”, sino como “¿qué está pasando realmente aquí y por qué nadie actuó antes?”. La novela nos confronta con ese tipo de misterio moral: no es únicamente descubrir al culpable, sino entender las capas de complicidad, miedo y autoengaño.

Desde las primeras páginas, la novela se instala en un clima de fragilidad. Armand Gamache ha regresado a la Sûreté du Québec en un momento particularmente delicado: la institución sigue marcada por viejas heridas, y una amenaza externa -las inundaciones que avanzan sin tregua- convierte el tiempo en un bien escaso. El agua que sube no es solo un elemento ambiental, funciona como una presión constante que obliga a decidir rápido, a priorizar, a aceptar pérdidas. Louise Penny, siempre sutil, convierte ese contexto en una metáfora transparente del dilema moral que atraviesa toda la historia.
Gamache no es ya solo el policía íntegro que conocemos desde Naturaleza muerta; es un hombre que ha sido puesto a prueba, que ha fallado, que ha pagado precios personales y profesionales, y que ahora parece actuar desde una convicción más silenciosa pero más firme. Su liderazgo se expresa menos en discursos que en gestos: escuchar, sostener, confiar, asumir culpas ajenas cuando es necesario. El título, Un hombre mejor, suena a exigencia personal permanente, radicalmente incómoda. El equipo que lo rodea -Beauvoir, Lacoste y los demás- aporta matices esenciales a esa reflexión moral. Las relaciones están marcadas por la lealtad, pero también por cicatrices que no desaparecen del todo. 

Tres frases, repetidas a lo largo del libro, funcionan como auténticos pilares morales del relato. La primera procede, según se dice, de Moby Dick: “Toda verdad contaminada de malicia”. Penny la inserta en distintos momentos como advertencia: no toda verdad libera, no toda revelación es justa. La verdad puede convertirse en un arma cuando se pronuncia desde el resentimiento, el deseo de control o la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. La segunda frase introduce un tono más abiertamente espiritual y dramático. Atribuida a Francisco de Asís, se repite como un susurro de consuelo en medio del horror: “Clara, Clara, no desesperes. Entre el puente y el agua, yo estaba allí”. En el contexto del libro, esta línea resuena como una promesa de presencia en el instante límite, en ese espacio mínimo -entre la caída y el impacto- donde parece que todo se pierde. Louise Penny la utiliza, creo, como una imagen de acompañamiento radical: incluso cuando nadie más actúa, cuando la comunidad falla o calla, alguien -o algo- estuvo allí. Es una frase que dialoga directamente con la pregunta más incómoda del libro: ¿quién estuvo, realmente, cuando más se necesitaba? La tercera cita, pronunciada por Gamache, ancla toda esa reflexión en lo personal y lo concreto. Cuando Isabelle Lacoste le pregunta por qué sigue en la Sûreté después de todo lo que ha sufrido, él responde: “Es el lugar al que pertenezco. A todos nos dan un cáliz. Éste es el mío”. Aquí Penny condensa la ética de su protagonista y, en buena medida, la de toda la serie. No se trata de heroísmo ni de sacrificio grandilocuente, sino de aceptar la carga que a uno le ha tocado, con plena conciencia de su peso. Gamache no idealiza la institución ni olvida sus traiciones; permanece porque ese es el espacio desde el que puede intentar, imperfectamente, hacer el bien.

En ese marco se despliega la novela: las inundaciones que avanzan funcionan como metáfora de un mundo donde todo puede desbordarse -las emociones, las mentiras, la violencia, las instituciones- y donde decidir implica siempre dejar algo atrás. La investigación criminal importa, pero importa sobre todo como escenario en el que se ponen a prueba estas ideas. Louise Penny nos insta a acompañar a los personajes en decisiones incómodas, en silencios culpables, en intentos de reparación que nunca son completos.

Aunque pueda parecer una línea narrativa secundaria frente a las dos grandes tramas de la novela -las inundaciones y la desaparición de Vivianne, con su trasfondo de violencia de género-, considero especialmente relevante la historia de Clara y su crisis artística. Las críticas a su obra más reciente a través de las redes sociales no solo afectan a su proceso creativo, sino que funcionan como una reflexión más amplia sobre el uso de estos espacios digitales para juzgar, desacreditar o incluso difamar desde el anonimato y la distancia emocional. Esta dimensión introduce una crítica contemporánea sobre la exposición pública, la fragilidad del reconocimiento artístico y la violencia simbólica que puede ejercerse en el entorno virtual.

Aunque Penny suele escribir de forma que las lectoras o los lectores nuevos no se pierdan, este libro funciona mejor si sabes quién es Gamache y vienes, al menos, con algo de contexto de sus conflictos previos dentro de la Sûreté du Québec. Aun así, Un hombre mejor está construida para que puedas entrar directamente en el “universo Gamache”: se recapitulan lo esencial de relaciones y tensiones internas.

Three Pines, por su parte, sigue siendo ese espacio ambiguo que tan bien sabe construir Penny: refugio emocional, lugar de belleza y calidez, pero también escenario donde el silencio puede volverse cómplice. Las escenas cotidianas -las comidas, las conversaciones aparentemente triviales, la presencia constante y contrastante de Ruth y Reine-Marie- no funcionan como simples pausas narrativas, sino como contrapuntos morales: recordatorios de lo que está en juego cuando la verdad irrumpe y desordena la armonía.

En términos de estilo, la novela mantiene esa prosa clara, contenida y profundamente atmosférica que distingue a Louise Penny. El ritmo no busca la aceleración constante; prefiere alternar momentos de tensión con espacios de reflexión, permitiendo que resuenen las preguntas éticas que sostienen la trama. Esto puede percibirse como lentitud, pero para quienes valoramos la dimensión moral de la serie es precisamente ahí donde reside su fuerza. Al cerrar el libro, queda la impresión de que Penny no nos pregunta quién es el culpable -eso acaba aclarándose-, sino algo más inquietante: qué hacemos con la verdad, dónde estamos cuando otros caen, y si somos capaces de aceptar el cáliz que nos corresponde sin derramarlo sobre las demás. 

Adiós a un río

John Graves 
Adiós a un río
Traducción de Rubén Martín Giráldez
Capitán Swing, 2025 

"El Brazos entero me pertenecía aquella tarde. De verdad. El cielo azul otoñal (los cielos despejados de otras épocas en Texas tienden a ser blancos, decolorados), el aire amarillento claro; el verde, dorado y rojo de enebros y robles, los peñascos del tamaño de edificios, el sol a la espalda; la boga regular y gustosa del remo; las cabras de angora hucheándome desde la orilla al captar mi olor... Me pertenecía a mí y a los pájaros que gorjeaban y a los animales invisibles (las pisadas de ciervos y mapaches se superponían en las márgenes) y a los grandes matalotes que saltaban y caían con un planchazo... De vez en cuando era consciente de ruidos de personas y de su presencia -un hachazo en el bosque de enebros, un mugido, un tractor traqueteando en la planicie de un recodo, el jirón de un avión a reacción en el cielo azul, el fogonazo y la liberación repentina de su propio estruendo-, pero era otoño y no estaban en el río. El río era mío".


Publicado originalmente en 1960, este es el relato de un viaje en canoa por el río Brazos, en Texas, antes de que una serie de presas transforme de manera irreversible su curso. Sin embargo, desde sus primeras páginas queda claro que John Graves no está escribiendo solo un libro de viajes, sino una meditación profunda sobre el tiempo, la memoria y la relación entre el ser humano y el paisaje. El río es el hilo conductor, pero lo que verdaderamente fluye en estas páginas es una conciencia que se despide.


Por ello el libro se estructura como una travesía física -Graves desciende en canoa el río durante varias semanas- y, al mismo tiempo, como una travesía interior. A cada recodo del Brazos le corresponde una digresión: recuerdos de infancia, historias de colonos y pueblos indígenas, episodios de la historia texana, reflexiones sobre la guerra, la vejez y la fragilidad del mundo natural. El movimiento del agua marca el ritmo de una narración que se permite detenerse, observar, escuchar:

"El resultado es que un breve segmento de la frontera americana, reconocible a su manera aunque no tan reconocible como alguien de la zona podría verse tentado a pensar, se detuvo en el Brazos, crepitó y humeó durante unos cuantos años como una fogata en la maleza mientras se expulsaba a los indios de la existencia y se empujaba al ganado hacia el norte, y luego siguió avanzando y llevándose la mayor parte de sus enérgicos hombres con ella.
Nada de lo sucedido en este segmento, entonces ni más tarde, marcó significativamente la historia humana. Desde un punto de vista más que posible, las historias hablan de una disputa en parte innecesaria y dilatada entre salvajes y patanes iletrados que constituían los márgenes de una cultura que dos siglos y medio antes había engendrado a Shakespeare y que incluso entonces estaba leyendo a Dickens, a Trollope y a Thoreau y reflexionando sobre las ideas de Charles Darwin. También hablan -dicha historias- de las disputas subsiguientes entre los propios patanes: de robo de ganado, de whisky de maíz, de Reconstrucción, de contiendas sangrientas, de linchamientos, de sectarismo disidente y de más analfabetismo.
¿Acaso pueden influir de alguna manera en la aventura de la humanidad?
Puede que un poco. No todas las historias hablan de patanes".

Uno de los grandes logros del libro es su capacidad para fundir géneros sin fricción. Adiós a un río es a la vez crónica histórica, ensayo ecológico, autobiografía y relato de aventuras mínimas. La prosa de Graves es precisa, rica en observación, con un humor seco que evita la solemnidad. Incluso cuando aborda la destrucción ambiental, lo hace desde la experiencia concreta. Su mirada es la de alguien que sabe que el cambio es inevitable, pero que se resiste a aceptar la pérdida sin dejar testimonio de lo que había. El viaje se convierte así en un acto de despedida consciente: nombrar lo que existe antes de que desaparezca.

"Todo va a desaparecer, como sus gentes, como las criaturas salvajes que pueblan sus orillas, como el otoño... Es lo que es. Fue lo que fue. Con suerte, lo que fue puede ser parte de lo que es. Aunque hoy no es algo que suceda con frecuencia".

Graves recuerda que todo paisaje está habitado por historias humanas, y que modificar un río implica también alterar la memoria colectiva ligada a él. La construcción de presas no es solo un proyecto técnico, sino una decisión cultural sobre qué vale la pena conservar. En ese sentido, el libro anticipa muchas de las preocupaciones contemporáneas sobre ecología y sostenibilidad, pero sin el lenguaje de la urgencia actual. Su fuerza reside precisamente en su paciencia: en la atención minuciosa a los detalles, en la aceptación de los silencios, en la convicción de que comprender un lugar exige tiempo y presencia.

El “adiós” del título no es solo al río tal como fue, sino a una forma de estar en el mundo: más lenta, más atenta, menos dominadora. Cuando el viaje termina queda la sensación de haber acompañado a alguien en un gesto íntimo y necesario: decir adiós con palabras justas, antes de que el río y su entorno, también el humano, cambien para siempre.

domingo, 28 de diciembre de 2025

El Moruco y Picón Blanco

A las 8:05 salía del Portillo de la Sía: 0º C (ni frío ni calor) y un viento huracanado. El plan era seguir el cordal hasta el Alto del Caballo, pero hoy no era el día.




 
El Moruco o Alto de Tiñones (1.445 m).









Picón Blanco (1.512 m).
Desde el Picón he seguido hacia el Alto del Caballo, pero, lo dicho, hoy no era el día: mucho frío y demasiada niebla.

Huellas de liebre.













viernes, 26 de diciembre de 2025

Volver a casa

Chris Offutt
Volver a casa
Traducción de Javier Lucini
Sajalín, 2025

"El aire primaveral retenía tanto el calor del día como el frío en retirada del invierno. Me encantaba el cielo de las primeras horas de la noche, la dispersión de estrellas hacia el este, una sección oscura de nubosidad al oeste, la luma llena casi pegada a la línea del horizonte. un coche aceleró con el cartel de una pizzería a domicilio atornillado al techo. Oí ladrar a un perro, al momento le respondió un aullido. El vecindario era sobre todo familiar, gente joven recién salida del hogar paterno. Nuestra casa tenía ciento sesenta años, era de ladrillo rojo, con ventanas de vanos profundos y la instalación de radiadores original, una casa de valor histórico. La gente envidiaba nuestra vida, admiraba las flores de mi mujer y mis piedras, lo bien que nos llevábamos. Éramos invitados habituales en las barbacoas de los vecinos. Carol decía que nos consideraban una pareja ideal.
De pronto deseé poner tierra de por medio, marcharme lo más lejos posible de Covington, de mi trabajo y de mi mujer".


Offutt no defrauda. En esta ocasión nos regala once relatos ambientados en su mayoría en el ámbito rural de Kentucky y los Apalaches, que es el territorio offuttiano por excelencia, en los que explora un universo marcado por la herencia familiar, la pobreza estructural, la violencia latente y la dificultad, cuando no la imposibilidad, de escapar del lugar de origen. El título del volumen, así como el del relato que le da nombre, resume con precisión el núcleo del libro: regresar no implica reconciliación, sino enfrentamiento con un pasado que persiste.

Offutt se inscribe en la tradición del realismo norteamericano, pero evita tanto la idealización nostálgica del mundo rural como la denuncia explícita. Su mirada es seca, contenida y profundamente empática. Los personajes son individuos concretos, definidos por gestos mínimos y decisiones aparentemente insignificantes que, sin embargo, determinan su destino. Su estilo preciso, económico, sin ornamentos, refuerza una ética narrativa basada en la observación y el silencio: lo que no se dice resulta tan significativo como lo que se enuncia.

Volver a casa es un libro de relatos sólido y consistente, que confirma a Chris Offutt como una de las voces más rigurosas de la ficción contemporánea estadounidense. Sin recurrir al sentimentalismo ni a la denuncia explícita, el autor construye un universo narrativo donde la pertenencia es problemática, la familia es herencia y carga, y el hogar rara vez ofrece consuelo. Leído como conjunto, el libro propone una visión del hogar no como refugio, sino como carga heredada; de la familia como vínculo ineludible; y de la identidad como algo que se arrastra, más que algo que se elige. 

"Puso rumbo al oeste, rodando sobre el filo perpetuo de su propia sombra, proyectada por el sol naciente. Había quemado la mitad de su vida y pretendía que lo que le restaba fuese distinto. De primeras, en el momento de tomarlas, todas sus decisiones le parecían acertadísimas, pero al final le resultaban siempre catastróficas. Se preguntó si acabaría arrepintiéndose de dejar a su marido. Quizá su capacidad para aceptarla de manera incondicional le resultaba tan marciana que se había rebelado contra ella, marchándose. Esperaba que no fuese una cosa tan simple. Porque parecía una chiquillada. A lo mejor todo el mundo tenía razón y lo que tenía que hacer, para madurar y ser una mujer responsable, era quedarse preñada. Pero ella no quería un bebé. Ni siquiera quería una mascota. Lo único que de verdad quería era un poco de agua y una aspirina. Ya tenía todo lo que necesitaba".

Las damiselas y el escritor

María Bengoa
Las damiselas y el escritor
Tusquets, 2025

"Es curioso, cuando alguien importante desaparece de nuestras vidas, deseamos saberlo todo de su vida anterior. Me gustaría hacer su investigación, tener licencia para preguntar. Siempre quise saber de sus amores: ¿a quién había amado? ¿por qué vivió solo durante décadas? En la vida de aquel solitario muchas mujeres había ocupado un lugar antes de que yo apareciera. Me pregunto qué relación había mantenido con ellas, qué grado de intimidad escondía su afecto. ¿Las había abrazado?, ¿alguna damisela había posado la cabeza en su hombro llorando, como hice yo?".


Este es un libro que se adentra, con una serenidad poco común, en uno de los territorios más delicados de la experiencia amorosa: la convivencia con las otras presencias que han habitado la vida de la persona amada. María Bengoa no rehúye ese espacio incómodo; al contrario, lo convierte en el corazón mismo del relato, abordándolo con una honestidad luminosa y una escritura profundamente humana.

El libro gira, sí, en torno a Ramiro Pinilla, pero no desde la mitificación del escritor ni desde la biografía celebratoria. María Bengoa se interesa por el hombre y, especialmente, por las relaciones que sostuvo a lo largo de su vida con distintas mujeres -las “damiselas”- con las que compartió escucha, apoyo, complicidad y confidencias. Relaciones que no se presentan como amenaza ni como traición, sino como parte de una manera compleja y profundamente humana de estar en el mundo, de vincularse, de vivir la afectividad.

Lo verdaderamente notable es cómo se cuenta esto. La autora elige un delicado juego de autoficción: la viuda del escritor -trasunto explícito de ella misma- encarga a un joven periodista entrevistar a esas mujeres que conocieron a su compañero de vida. A través de esas voces, la autora se mira, se interroga y se desplaza. No para juzgar, sino para comprender. No para ajustar cuentas, sino para escuchar, para ampliar el mapa afectivo desde el que también ella se construyó:

"Me gusta cómo ha retratado a algunas damiselas, a otras, no tanto... En ellas hay algo de mí y en mí mucho de ellas. Todas perseguíamos un sueño, el arte trata de eso. Y su fascinante coraje, la vocación entregada del escritor, como si la literatura fuera más importante que la vida, despertaba en nosotras el deseo de emularlo. Las damiselas hilvanan hebras que se unen por un cordón invisible".

En este movimiento hay una enorme valentía emocional. María Bengoa aborda una cuestión que podría estar atravesada por el reproche o el agravio desde un lugar muy distinto: el de la aceptación lenta, trabajada, consciente. Su escritura no oculta los celos, la envidia, el desasosiego; los nombra sin dramatizarlos, los reconoce como parte de su propia biografía afectiva. Y en ese gesto de reconocimiento, los transforma. Al final del libro, la autora lo formula con una claridad desarmante: 

“Este libro habla de mí, exorciza fantasmas de mi propia vida y expurga diarios inconexos. Pasé de no querer superar el dolor por la muerte del escritor a recrearme en la tristeza y, finalmente, tras explorar mis cuadernos y aceptar los celos y la envidia que había sentido, a escribir e imaginar sus relaciones con otras mujeres antes de conocernos”. 

Ese tránsito del duelo a la elaboración, del silencio a la palabra, atraviesa todo el texto. Y lo hace sin estridencias, con una prosa limpia, contenida, que confía en la inteligencia emocional de quien lee, mostrando cómo se puede habitar la memoria sin quedar atrapada en ella.

La relación con Ramiro Pinilla aparece así despojada de idealizaciones románticas, pero atravesada por una lealtad profunda. El amor que emerge de estas páginas no es posesivo ni complaciente; es un amor que acepta la complejidad del otro y que, al hacerlo, se permite también crecer, revisarse y narrarse.
Por todo ello, la lectura de este libro exige una actitud determinada: Las damiselas y el escritor no admite una mirada curiosa ni mucho menos morbosa, sino que demanda de quien lee respeto, escucha y una disposición ética similar a la que sostiene la escritura. Es un libro que solo puede recibirse desde la gratitud, agradeciendo la generosidad de una autora que se expone sin exhibirse, que abre su intimidad no para ser observada, sino para ser comprendida.

Un libro delicado y valiente. Un ejercicio de memoria amorosa que no esquiva las zonas de sombra y que, precisamente por eso, irradia luz. Una reflexión íntima sobre los afectos, las pérdidas y la escritura como forma de reconciliación con la propia historia. Al cerrar el libro, queda la sensación de haber asistido a un gesto raro y generoso: el de alguien que se atreve a mirar de frente aquello que más duele y convertirlo en la mejor literatura.