jueves, 30 de octubre de 2025

Raíces

Kathleen Dean Moore
Raíces: Un tratado filosófico sobre la naturaleza
Traducción de Elisa Lobato Revilla
Barlin Libros, 2025


"Quienes damos clase en la universidad deberíamos estudiar las conexiones, pero en vez de eso estudiamos las diferencias. En los blancos laboratorios, a los biólogos les resulta fácil olvidar que son filósofos de la naturaleza. Los filósofos, por su parte, sacan las ideas de contexto como lombrices fuera de su agujero y las sujetan colgando mientras se secan a plena luz. Cuando nos encerramos en casa por la noche y aseguramos las ventanas para protegernos de las tormentas, puede que olvidemos, a veces durante años y años, que los seres humanos formamos parte del mundo natural. Solo volvemos a recordarlo, si acaso llegamos a recordarlo alguna vez, cuando nos invade una tristeza que no podemos explicar y la añoranza de un sitio donde sentirnos en casa.
Sentada en una roca que las gaviotas han teñido de blanco, miro resbalar las olas y decido estudiar los anclajes. ¿A qué asidero vamos a aferrarnos en la confusión de las mareas? ¿Qué estructuras de conexión nos mantendrán sujetos? ¿Cómo encontraremos un agarre al mundo natural que nos haga sentir seguros y plenamente vivos, aquí, en los confines del agua?".


No es posible leer este libro sin recordar a Rachel Carson. Su prólogo, que nos conduce hasta el borde del océano en una tarde de invierno, cuando el viento barre las rocas, las olas se estrellan una y otra vez contra la costa, el aire huele a sal y el agua sisea al retirarse, es absolutamente rachelcarsoniano:

"En el verde mar de reflejos iridiscentes de la costa de Oregón, las algas gigantes miran a tierra en las mareas entrantes y viran hacia el mar en cuanto retrocede el agua, pero nunca se sueltan de su agarre al fondo oceánico. Lo que mantiene al kelp en su sitio es un mecanismo de anclaje, un rizoide con forma de puño ramificado que se adhiere a la roca con un pegamento que fabrica el alga a partir de la luz del sol y el agua salada, un vínculo invisible lo bastante fuerte como para mantener sujeto al kelp en toda circunstancia excepto en las peores tempestades invernales. Estos anclajes son estructuras que la biología aún no ha logrado comprender del todo. Quienes se dedican a la filosofía ni siquiera lo han intentado". 

De ese paisaje áspero y vivo surge la metáfora que guía todo el libro de Kathleen Dean Moore: el holdfast, ese órgano de las algas que las mantiene aferradas a la roca para resistir la marea y la tormenta. Sobrevivir, permanecer, pertenecer: esa es la esencia que late en el corazón de este conjunto de ensayos.

Filósofa y naturalista, la autora nos conduce por un viaje íntimo y a la vez vasto, donde lo personal se entrelaza con lo universal. El título original, Holdfast: At Home in the Natural World, sugiere una búsqueda de hogar que no es exactamente una casa física, sino  un modo de estar en el mundo natural. 

"«Casi todo el mundo está a la escucha de algo», dijo Sigurd Olson. «Puede que no sepamos exactamente qué es ese algo, pero buscamos de manera instintiva la oportunidad y el lugar para escuchar, como los animales enfermos buscan hierbas curativas». A veces pienso que tengo morriña y me pregunto si lo que sucede cuando el paisaje me apresa con tal melancolía es que ese momento me recuerda a un hogar que dejé generaciones atrás, un lugar amado que recuerdo en los más hondos recovecos de mi mente. Puede que sea un paisaje en el plano intelectual, un mundo platónico de ideas donde la verdad perfecta y la belleza perfecta se aúnen en una idea gloriosa indistinguible del amor. O tal vez sea un lugar cristalino y ventoso, un lugar real a la orilla del agua. Acaso algo ancestral en mi mente busca sentido en el territorio, al igual que los recién nacidos se entusiasman con el paisaje de una cara familiar. O puede que vaya a la naturaleza una y otra vez, con frenesí y desesperación, porque los parajes naturales me acercan a ese antiguo hogar".

Esa búsqueda se despliega en dos grandes movimientos: conexión y separación, arraigo y desprendimiento, pertenecer y dejar ir. El libro reúne veintiún ensayos organizados en torno a esos dos polos: “Conexión” y “Separación”. Kathleen Dean Moore escribe con una voz que conjuga la observación literaria -atmósferas, texturas, sensaciones- con el pensamiento filosófico. El tono del libro invita a la pausa. No busca imponer respuestas, sino abrir percepciones. Al leerla, sentimos que caminamos junto a ella por senderos rocosos, escuchamos el viento entre los árboles, nos detenemos frente al mar que roe la costa. En ensayos como “Raíces” y “El testimonio del humedal”, la autora medita sobre lo que implica estar en casa en el mundo natural. El holdfast (la raíz) no simboliza la inmovilidad, sino una sujeción flexible: el alga se aferra, pero permite el vaivén del mar. Del mismo modo, Moore nos recuerda que los seres humanos necesitamos ese tipo de vínculo que consiste no en dominar la naturaleza, sino asentarnos en ella, sentirnos parte de ella. “Ser parte” frente a “estar aparte”: esa es una de sus grandes preocupaciones. No olvidar nunca que los seres humanos somos parte del mundo natural, experimentar la naturaleza no como un escenario sino como una interlocutora viva.

La sección de “Separación” aborda, con igual hondura, las pérdidas inevitables: las hijas y los hijos que crecen, los lugares que cambian, las personas queridas que fallecen, las especies que desaparecen. Kathleen Dean Moore no esquiva el dolor ni la melancolía; reconoce que formar parte del mundo natural implica aceptar el cambio, la erosión y la ausencia.

El libro oscila entre lo grandioso y lo cotidiano: del silencio de los bosques del noroeste estadounidense a la sencillez de “Hacer pan con mi hija”. Esa alternancia entre lo épico el aullido del lobo, la aparición del oso´- y lo doméstico -amasar pan, caminar un sendero- le confiere equilibrio y humanidad. Moore logra que la naturaleza se revele tanto en la inmensidad como en el gesto más íntimo. Su prosa entrelaza la experiencia personal con la reflexión filosófica, y esa combinación hace que el libro sea a la vez accesible y profundo. No es una obra de divulgación ni una guía práctica: es contemplativa, meditativa, nos pide una lectura atenta que permita que las imágenes calen. Tampoco ofrece una narrativa lineal; su cohesión es temática más que argumenta, pero a falta de un hilo nítido encontramos una trama de resonancias.

Publicado originalmente en 1999, el libro anticipa muchas de las preocupaciones ecológicas actuales. Su sensibilidad está anclada en la conciencia de que “estar en casa en la naturaleza” conlleva responsabilidad. En entrevistas recientes, Moore reconoce que las y los nature-writers enfrentan hoy la urgencia de escribir cuando los paisajes cambian, cuando las criaturas desaparecen, cuando la pérdida se vuelve parte del relato.

"¿Cuál es el cometido de los escritores de la naturaleza en un mundo tan hondamente herido? Es una pregunta que me obsesiona. No puede ser que sea suficiente con celebrar el canto de la rana, mientras las ranas desaparecen una por una. Seguramente no basta con escribir sobre la música de los humedales, mientras se secan bajo el tórrido sol y apestan a juncos podridos y fango. No basta con explorar el significado del retorno del águila pescadora, un año tras otro durante diez mil años, a sabiendas de que muy pronto retornará a un lodazal en un prado. Y sé que no basta con amar a mis nietos y dejar que su mundo se vaya a la deriva -los millones de años que han hecho falta para que brote el canto en la garganta de la rana o la franja plateada del pececillo-. El trabajo de los escritores tal y como lo he descrito, observar y maravillarse, de pronto se me antoja imperdonable",

Leer Raíces hoy resulta más pertinente que nunca. Nos recuerda una manera de estar en el mundo que hemos ido olvidando y nos propone una ética de atención: al viento, al musgo, al agua que corre. Nos invita no solo a preguntarnos qué podemos hacer por la naturaleza, sino cómo podemos volver a sentirnos parte de ella, con todo lo que eso implica: asombro, humildad, gratitud.

La traducción al español, Raíces, introduce una variación significativa. En inglés, holdfast es un término marino que designa la estructura con que las algas se aferran a la roca. No son propiamente raíces -no absorben, no crecen bajo tierra-, pero ambos símbolos -el marino y el terrestre- apuntan a lo mismo: la necesidad de anclaje y continuidad en un mundo cambiante.

Raíces es un hermoso libro que invita a bajar el ritmo y quedarse un instante en la orilla, observando qué deja la marea. Quien lo lea descubrirá que “estar en casa en el mundo natural” no es una idea abstracta, sino una experiencia que nace en la humildad, pasa por el asombro y desemboca en una decisión: vivir con conciencia de formar parte de un todo mayor que una misma, que uno mismo. Kathleen Dean Moore no ofrece respuestas fáciles, pero abre puertas luminosas, y al cerrar el libro la he imaginado caminando al amanecer por una costa rocosa, recogiendo un alga que se aferra a la piedra y pensando, como seguro hacemos nosotras: ¿a qué nos aferramos cuando llegan las tormentas y el oleaje embravecido?, ¿en qué roca echamos nuestras raíces?

lunes, 27 de octubre de 2025

Montaña / La bandera en la cumbre

Oscar Gogorza
Montaña. Luz y oscuridad de camino a la cumbre
Debate, 2025

“A los jóvenes montañeros del presente, los apellidos Terray, Rébuffat o Lachenal no les dicen nada. Los más curiosos pueden rebuscar en algún vídeo, pero se desaniman cuando ven imágenes en blanco y negro. Si estos tres franceses continúan siendo importantes hoy en día a los ojos de la historia del alpinismo es, sencillamente, porque sentaron las bases de una ética. Curiosamente, los mejores alpinistas siguen hoy en día dicha ética… sin saber de dónde procede realmente. Los libros de Terray y Rébuffat contienen las respuestas a las preguntas filosóficas de los escaladores, defienden ideas precisas: la amistad en el seno de la cordada, el sacrificio por el bien común, la aventura como valor supremo del alpinismo, el respeto hacia el medio natural como punto de partida, el humanismo integrado en un universo salvaje”.


Leer este libro te impulsa a respirar más hondo, como si las palabras se escribieran en la altura y cada página requiriera un pequeño esfuerzo de aclimatación. No es una novela ni un manual de escalada sino un itinerario interior, un largo camino por las luces y sombras de quienes dedican su vida a subir montañas (y a descifrarlas). Desde las primeras páginas se escucha la voz de alguien que ha estado allí, que ha olido la nieve, que ha acariciado la roca, que ha sentido el vértigo y el miedo, pero también la calma inmensa del silencio blanco. Gogorza escribe con la serenidad de quien sabe perfectamente que el alpinismo no se mide en metros, sino en vida consciente. Periodista y guía de alta montaña, combina la precisión del cronista con la humildad del caminante; de ahí que su relato no busque deslumbrar con hazañas, sino interrogarse sobre el porqué de ellas: ¿qué empuja al ser humano a subir donde aparentemente no hay nada?

El libro avanza como una travesía dividida en pequeñas etapas, cuarenta y una historias que se entrelazan para construir una gran cordillera de relatos. Cada una es una cima, un collado, una noche en una tienda azotada por el viento o una reflexión al pie de un glaciar. En sus páginas desfilan nombres míticos –Mallory, Bonatti, Terray, Messner, Bonington- junto a figuras anónimas o íntimas. Sí, hay una “flagrante ausencia” de mujeres. Lo que une a todos no es la fama ni el récord, es la misma pulsión esencial, la que late en la sangre de quien se enfrenta a su propio límite.

Hay momentos en los que el autor se detiene a mirar atrás, hacia los pioneros (y alguna destacada pionera) que trepaban sin cuerdas ni mapas, buscando lo desconocido. En otras ocasiones su mirada se dirige al presente, a esa montaña saturada de selfies y expediciones comerciales que suben al Everest como si fuera un parque temático: “es el signo de los tiempos: las montañas icónicas se privatizan, desde el Cervino hasta el Mont Blanc, pasando por el Everest”. Gogorza no condena ni idealiza: observa y describe con melancolía y lucidez, consciente de que el alpinismo ha cambiado, pero que en su núcleo sigue ardiendo una llama antigua, casi sagrada.

“El gran asunto del alpinismo, su mayor misterio, no tiene que ver con montañas sino con personas. En las motivaciones de sus actores y actrices encontramos casi toda la base épica y literaria de una actividad tan fácil de explicar como complicada de entender”.

El subtítulo del libro, luz y oscuridad de camino a la cumbre, marca el tono: cada ascenso lleva en sí su doble rostro, la montaña es belleza y abismo, pureza y vanidad, vida y muerte. Hay descripciones luminosas, de amaneceres sobre las cimas nevadas, y páginas sombrías en las que se asoma la pérdida: amigos que no regresaron, accidentes que dejaron una huella imborrable. Gogorza escribe esos pasajes sin dramatismo, con la voz baja de quien sabe que el respeto es la única forma de homenaje.

Más que contar aventuras, el autor desvela una ética. Sabe que la montaña no se conquista, se comparte, se atraviesa, se sobrevive a ella, y que el éxito no está en la cima, sino en la manera de llegar hasta allí. Entre las líneas se percibe su admiración por quienes renunciaron a seguir subiendo cuando era más sabio detenerse, por los que entendieron que la grandeza también puede consistir en dar media vuelta.
En su última parte, el libro se abre a las sombras del presente: el dopaje, la mercantilización de las cumbres, la desigualdad de género que durante décadas marginó a las mujeres alpinistas. Pero incluso ahí, en su crítica, late un profundo amor por la montaña y por el montañismo.

Cuando llegamos al final nos queda la sensación de haber acompañado al autor en una larga expedición y la certeza de que la montaña -real y simbólica- nos exige mucho, pero nos regala mucho más.

*-*-*-*-*

Pablo Batalla Cueto
La bandera en la cumbre: Una historia política del montañismo 
Capitán Swing, 2025

“Son días para ser maquis noctiluentes de la causa de Gaia, justicieros del medio ambiente. Subimos a las montañas porque están ahí, decía Mallory, y ahí seguirán si el planeta deviene el infierno irrespirable que va camino de ser, pero todo lo demás desaparecerá si no le ponemos remedio: glaciares, hayedos, los ciervos y las ardillas, las verónicas y saxífragas de los bens escoceses y, por supuesto, nosotros, que tal vez fuimos creados, al fondo de los tiempos, por los dioses-montaña, deseosos de tener quien los pensara, amara y soñase, quien les pintara cuadros y les escribiese poemas. La montaña se muere si perecemos nosotros, aunque quede en pie la roca insensible, su carne pétrea que, sin alma ni amantes, será un cadáver anónimo, un cadáver sin reclamar en la morgue del cosmos”.


En estos tiempos de machacona e interesada (también políticamente) cantinela sobre la necesidad de separar deporte y política, desde la primera página de este libro Pablo Batalla nos invita a contemplar la montaña no como un espacio puro, desvinculado del mundo, sino como un escenario saturado de símbolos, de banderas, de poder. La montaña aparece en este libro también como escenario, como tribuna, como podio y como confesionario: allí arriba no se planta simplemente una cuerda o un piolet, sino una convicción, un signo, una reivindicación. La montaña no es un santuario ajeno a la historia, ni un simple desafío físico: es un campo de fuerzas, un espejo del mundo y de las ideologías que lo modelan. Y desde ese ángulo, el autor acomete su ensayo con pasión de escalador y rigor de historiador.

Con un estilo que combina la claridad del ensayo con el pulso de la narración, Pablo Batalla recorre más de dos siglos de historia del montañismo, desde las expediciones coloniales del siglo XIX hasta las más recientes del siglo XXI. Su mirada es política, pero también profundamente humana: se interesa tanto por la geopolítica del Everest como por el gesto íntimo de quien sube para desafiar su propio destino. Su investigación es minuciosa -plagada de datos, anécdotas y voces de época-, pero su escritura no se encalla en la erudición. Fluye como quien sube sin prisa, midiendo el paso, el pulso y el aire que entra y sale de sus pulmones.

El autor estructura el libro en dieciocho capítulos, cada uno de los cuales asocia un tipo de montaña o un momento histórico con una corriente ideológica. Esa elección permite una lectura rítmica, ascendente, donde cada pico representa una idea. 

En uno de los capítulos más intensos, el autor analiza la apropiación del alpinismo por los regímenes totalitarios, en particular el nazismo. Las montañas, allí, se convirtieron en metáforas de pureza racial y fortaleza nacional. Décadas después, otros picos fueron tomados por el socialismo real como escenarios de igualdad y sacrificio común. 

Frente a esta relación totalitaria con la montaña, el feminismo halló en la escalada -tradicionalmente masculina y abiertamente patriarcal, hasta machista- una forma de desafío político y libertad personal. En todos los casos, la montaña se revela como un espejo de luchas humanas fundamentales.

Pablo Batalla consigue que ese repaso histórico se lea con el pulso de una novela coral. Hay ascensos triunfales y tragedias, gestos heroicos y contradicciones morales. Pero más allá de los hechos, lo que sostiene el relato es la pregunta constante: ¿de qué sirve llegar arriba si no sabemos qué bandera estamos izando?

Al cerrar el libro, nos quedamos con una sensación curiosa: no hemos escalado una montaña, sino muchas; no hemos leído una historia del alpinismo, sino un tratado sobre la condición humana. Hemos subido picos simbólicos, plantado banderas de muchas tonalidades, y nos damos cuenta de que la “cumbre” no es un punto fijo, sino un umbral: la cima de la montaña y la cima de nuestras convicciones. Y quizá, lo más relevante, es que la montaña ha estado ahí, siempre, como espejo de nosotras mismas, de nuestras aspiraciones, de nuestras contradicciones. Porque, como sugiere Batalla, cada ascenso es también una metáfora de cómo nos relacionamos con el poder, con las otras y los otros, con nosotras mismas.

La bandera en la cumbre es un ensayo que enriquece y complejiza nuestra mirada hacia la montaña. En la última página, el eco de la pregunta inicial sigue resonando: ¿qué bandera plantaremos en nuestra cumbre? Ahí reside el acierto del libro, en recordarnos que la montaña -lejos de ser un refugio apolítico- es un espejo que nos devuelve la imagen más nítida de lo que somos como sociedad. No una montaña inmaculada, sino una montaña con historia y con huellas. 

Un libro para quienes aman la montaña, sí, pero también para quienes aman la historia, la política, las ideas que se elevan tanto como la roca. Y para quienes se preguntan: ¿qué bandera quiero izar en mi cima? Yo me quedo, cada vez más, con esta:

“[N]o es más limpio –más ecológico- quien más limpia, sino quien menos ensucia. Esta segunda vocación requiere un mayor grado de autorreflexión que la primera, y, si nos implicamos en ella, no nos bastará con no abandonar nuestros pertrechos en el Everest, sino que tendremos que ir más allá y preguntarnos cómo se fabricaron, de qué materiales están hechos –tal vez se extrajeron de una devastadora mina del Congo-, cuál es la huella de carbono de su transporte hasta la tienda en la que los compramos, cuán imprescindibles son. E incluso decidiremos, si la llevamos al extremo, no ir al Himalaya en absoluto si no somos habitantes de sus laderas. También es una forma de ecologismo, aunque no necesite etiqueta alguna, renunciar a conocer las cordilleras de las antípodas, llenando la atmósfera del dióxido de carbono del avión en el que volamos para llegar a ellas, y conformarnos con las que quedan cerca de casa. Nos convertimos así en alpinistas de kilómetro cero como Nan Shepherd, que en los Cairngorms no encontraba gargantas vertiginosas ni escarpaduras estratosféricas en las cuáles sufrir el mal de altura, pero tampoco lo necesitaba. Siguen existiendo montañeros monógamos cuyo mundo cabe en dos o tres hojas del Mapa Topográfico Nacional”.

Ganeroitz

Niebla, lluvia, a ratitos sol... ¡Un tiempo espléndido!







 










domingo, 19 de octubre de 2025

Peña Candina

 Paseíto mañanero por ese espacio mágico que es el macizo kárstico de Peña Candina.
 













 

domingo, 12 de octubre de 2025

Tramasquera, Peña Lusa, Bustarejo y Becerril

Una de las jornadas de montaña más bonitas que he disfrutado desde hace mucho. Las vistas espectaculares. Y los rebecos... El año pasado tuve que quedarme en Peña Lusa, hoy he podido completar el recorrido. No es particularmente dura aunque el terreno y las diversas sube-y-bajas hacen que sea un puntito exigente, de las de pisar con atención.
 
A las 7:45 he salido desde el aparcamiento del km 5 de la carretera que sube hasta Lunada. La base militar del masacrado Picón Blanco brillaba en la oscuridad. Pero el camino de inicio no tiene pérdida, así que he empezado a caminar cuando todavía estaba oscuro.
 




 






A las 8:20 he llegado al collado de la Tramasquera, justo cuando el sol asomaba por Cantabria.




Peña Lusa desde Tramasquera (1.456 m), a las 8:43 h.






El radar del Picón asoma en el camino a Peña Lusa.
¡Rebecos! 😍





Castro Valnera desde Peña Lusa (1.475 m), 9:35 h.

Panorámica desde Peña Lusa.
 

 




Bordeando Peña Lusa, hacia los Bustarejos.

Mirada a Peña Lusa.


Peña Lusa desde Bustarejo (1516 m), 10:45 h.




Dejando Bustarejo atrás.
¡Más rebecos! 😍




De izquierda a derecha: Cubada Grande, Peña Negra, Los Dojos y Castro Valnera.

Becerril (1454 m), 11:20 h., con el radar del Picón al fondo.







Los dos Bustarejos.



A las 12:10 he regresado al punto de inicio. Una maravilla de mañana.