sábado, 22 de noviembre de 2025

Nuestros días serán infinitos

Claire Fuller
Nuestros días serán infinitos
Traducción de Eva Cosculluela
Impedimenta, 2025

"Volví a tumbarme en la cama y me tapé la cabeza con la almohada para que la casa se quedara en silencio, como si no hubiera nadie. Como si hubiera desaparecido cualquier forma de vida humana en un momento. Me imaginé que las zarzamoras extendían sus tentáculos de zarzas por el jardín hasta alcanzar la casa, reptando bocabajo, como en las maniobras militares, para colarse por debajo de la puerta. La hiedra que cubre el muro entraría con facilidad y se extendería por el techo como un sarpullido verde. Y el laurel del jardín delantero estiraría sus raíces largas y firmes como si fueran dedos, las metería en el salón y arrancaría el parqué. Deseé quedarme dormida para que la vegetación me acunara y no despertarme hasta dentro de cien años".


Es el verano de 1976. Un día, sin explicación alguna, James, obsesionado con estar preparado para un desastre nuclear, abandona Londres con su hija de ocho años, Peggy, y se ocultan en una cabaña perdida en un bosque inhóspito en Alemania. Allí le hace creer que no queda nadie más con vida, que el mundo ha desaparecido. A partir de ese momento, la existencia de Peggy se reduce a la supervivencia diaria: aprender a tender trampas, bañarse en el río helado, conservar cada mendrugo de comida. Los años transcurren sin que la niña ponga en duda el universo estrecho que su padre ha trazado para ambos. Hasta que un día, entre la maleza, vislumbra un par de botas que no deberían estar allí.

Ese telón de fondo convierte el bosque, magnífico y terrible, casi mítico, en escenario de una cárcel disfrazada de aventura. La naturaleza, descrita con un lirismo que recuerda a los "cuentos de hadas" más clásicos, es también un ominoso territorio sin testigos, sin otra ley que la impuesta por un adulto cuya fragilidad se transforma en dominio absoluto. 

"En el bosque, gateé por la tienda y saqué la cabeza. Envuelta en la lana azul, el mundo estaba en silencio. Mi padre se movía como el personaje de una película muda: a cuatro patas junto a la hoguera, soplaba las brasas tratando de avivar las llamas, sin emitir ningún sonido. Sigilosa como un animal del bosque, salí y vi cómo vertía agua en un cazo metálico; cuando surgieron unas pocas llamas, arrimó a ellas el recipiente. Rompí una ramita con la rodilla, pero él no se volvió. Yo era un ciervo, un ratón, un pájaro mudo que se acercaba despacio para vengarse del cazador. Me lancé sobre su espalda cogiendo impulso hacia arriba y me colgué de su cuello con las manos como garras. Mi padre no siquiera dio un respingo.
     -¿Qué quieres para desayunar, mocosa? -me preguntó-. ¿Estofado, estofado o estofado?
     -No me llamo mocosa -le dije, descolgándome de él. Mi voz sonaba como si estuviera debajo del agua.
     -¿Y cómo te llamas hoy, a ver? -Mi padre se sentó en un tronco que había puesto junto al fuego la noche anterior y retiró un plato de metal que cubría otro cazo. Pescó algo con los dedos, un insecto o un trocito de hoja, lo sacó del guiso y lo arrojó a la hierba. Removió la carne y puso el cazo al lado del agua hirviendo-. ¿Bella durmiente? ¿Caperucita azul?
     Me senté a su lado en el tronco y avivé el fuego con una ramita. Me quitó el pasamontañas titando de las orejas y lo lanzó por detrás de él, hacia la tienda.
     -¡Rapunzel! -exclamó-. ¡Rapunzel, Rapunzel, deja su pelo caer!".

Claire Fuller escribe con una delicadeza que no niega la verdad durísima de su historia. Su prosa es precisa, atmosférica, casi hipnótica, y consigue un equilibrio admirable entre la belleza del paisaje y la oscuridad moral que lo envuelve. Sin necesidad de alzar la voz, cuenta una historia que incomoda y perturba, que conmueve, y que recuerda que la verdad más dura puede estar envuelta en un cuento aparentemente luminoso. Fuller evita el morbo, pero tampoco dulcifica el relato; el horror es real, pero está filtrado por la percepción de una niña, por su capacidad de imaginar, por la mezcla de cariño y pánico que define muchas relaciones abusivas. Esa ambivalencia no absuelve al padre: al contrario, subraya el carácter profundamente destructivo de su conducta, mostrando cómo lo dañino puede presentarse bajo el manto de lo afectuoso o visionario, cómo la violencia machista puede adoptar formas insidiosas, íntimas, vestidas de amor paternal o de misión salvadora.

La estructura de la novela, que alterna pasado y presente, permite ver el proceso de reconstrucción de Peggy. También es un relato sobre la resistencia silenciosa, sobre la fuerza de una mente joven que, incluso en los entornos más opresivos, encuentra fisuras por las que se filtra la luz. La niña ha sido obligada a habitar un cuento que no era suyo, una ficción impuesta por el miedo, la dependencia y el poder masculino ejercido sin límites. Claire Fuller retrata con delicadeza cómo la protagonista intenta ordenar los fragmentos de una experiencia que no sabe todavía cómo nombrar.

Es, en última instancia, una novela sobre la colonización de la imaginación infantil, sobre los mecanismos de control que se esconden bajo ciertas formas de autoridad masculina, y sobre la larga sombra que deja la violencia cuando se ejerce desde quien debería proteger. La autora aporta una mirada literaria especialmente valiosa sobre la violencia machista: muestra cómo esa violencia puede empezar en lo íntimo, en lo doméstico, en lo que se disfraza de cuidado, y cómo sus consecuencias pueden acompañar a una persona durante toda la vida: "Yo era un cachorro y me estaba adiestrando para obedecer"

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