El viento en los sauces
Traducción de Lourdes Huanqui
Alianza Editorial, 2003
"El Topo, cansado, estaba deseando meterse en la cama y pronto puso la cabeza en la almohada, feliz y contento. Pero antes de cerrar los ojos los dejó vagar alrededor de su cuarto, que la luz del fuego doraba al resbalar o detenerse sobre las cosas familiares y amigas, que durante tanto tiempo e inconscientemente habían formado parte de él y ahora lo recibían sonriendo, sin rencor.Tenía entonces justo el estado de ánimo al que la Rata con tanto tacto de había empeñado en llevarlo poco a poco. Vio claramente lo simple y lo sencillo, y hasta lo estrecho que era todo, pero también vio claramente cuánto significaba para él y lo mucho que valía que todo el mundo tuviera un puerto así en la vida. Por supuesto que no quería abandonar la nueva vida y sus espléndidos espacios, o volver la espalda al sol y al aire y todo lo que le ofrecían y meterse en casa y quedarse allí: el mundo de arriba era demasiado fuerte y lo llamaba aun estando aquí abajo, y sabía que tenía que volver a los espacios más grandes. Pero era bueno saber que tenía este lugar al que volver, este lugar que era todo suyo, estas cosas que se ponían contentas de verlo de nuevo y que sabía que siempre le darían la misma bienvenida".
En un rincón apacible de la campiña inglesa, donde el murmullo del río suena como un himno antiguo y los sauces inclinan su sabiduría sobre las aguas, el Topo escucha una llamada invisible y un buen día, empujado por un impulso que es más intuición que pensamiento, abandona la penumbra de su túnel y emerge a la luz del día. Allí lo espera la Rata, guardiana de las corrientes y poeta del agua, que le brinda una amistad capaz de llevarlo a navegar no solo por el río, sino por los meandros de su propia alma.
La historia se extiende como un álbum de estampas encantadas: paseos en barca que son lecciones de paciencia, tertulias en la ribera donde las palabras se vuelven compañía, las aventuras desmesuradas de el Sapo, cuyas máquinas ruidosas interrumpen la música callada del campo, la fortaleza prudente del Tejón, que ampara a todas y a todos.
La historia se extiende como un álbum de estampas encantadas: paseos en barca que son lecciones de paciencia, tertulias en la ribera donde las palabras se vuelven compañía, las aventuras desmesuradas de el Sapo, cuyas máquinas ruidosas interrumpen la música callada del campo, la fortaleza prudente del Tejón, que ampara a todas y a todos.
La prosa de Grahame, lírica y pastoral, convierte a la naturaleza en una presencia viva: el viento acaricia, el río responde con música al latido de los personajes, la campiña entera parece respirar con ellas y ellos. Es un mundo donde el paisaje habla, bendice y a veces advierte, recordando que la armonía es frágil y debe cuidarse. Pero incluso en este edén hay grietas. El Sapo, seducido por la velocidad y el estruendo de lo moderno, irrumpe como una fuerza que amenaza con romper el pacto tácito entre el animal y su entorno. Cuando sus excesos lo llevan a la ruina, es la lealtad de sus amigas y amigos la que lo rescata y lo devuelve a su hogar, restableciendo el equilibrio.
Leí este libro en inglés (o sea, lo mal leí) hace más de cincuenta años, mientras me preparaba para saltar sin paracaídas de una escuela nacional unitaria de pueblo a un colegio de ciudad, donde el inglés era una materia a la que nunca me había enfrentado. Desde entonces no ha dejado de rondarme, muchas veces referenciado en otras lecturas. Y es que es un clásico, en la órbita de otra grande, Beatrix Potter, o de El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett. Así que cuando hace un par de semanas di con un ejemplar en la librería Re-Read del Arenal no lo dudé. Y lo he disfrutado.
El viento en los sauces toca fibras universales (o, al menos, "universal-occidentales") que no dependen del tiempo ni del público “infantil”. En un mundo donde todo parece moverse a la velocidad de uno de esos coches que fascinan a el Sapo, la calma del río y la cadencia pastoral de Grahame son un acto de resistencia y un refugio frente a la prisa y el ruido. Leerlo hoy es detenerse, dejar que la prosa respire y que el paisaje nos devuelva algo que la vida urbana o digital a menudo nos roba: la sensación de estar plenamente presentes.
En cuanto a sus personajes protagonistas, el Topo, la Rata, el Tejón y el Sapo, no son simples animales con sombreros y chalecos, son arquetipos, representan una pequeña comedia humana disfrazada de fábula. Y en sus historias la naturaleza que retrata es mucho más que un telón de fondo; el río y la campiña son personajes con voz, humor y estados de ánimo. Esta visión, casi animista, nos recuerda que la naturaleza no es un recurso ni un paisaje decorativo, sino un tejido vivo en el que estamos insertas. Hoy, en plena crisis ambiental, este mensaje adquiere una fuerza que quizá Grahame no anticipó, pero que su obra transmite con belleza y sin dogmas.
En resumen, este libro es bastante más que un cuento infantil porque, bajo su apariencia de historia amable sobre animales parlantes, late una profunda meditación sobre cómo llevar una buena vida. Nos habla de pertenencia, de la tentación y el peligro del cambio irreflexivo, de la necesidad de cuidar nuestros vínculos y nuestro entorno. Es un canto a la amistad como refugio verdadero y a la naturaleza como maestra paciente, que nos recuerda que lo esencial no está en la lejanía, sino en el lugar donde alguien nos espera.
En resumen, este libro es bastante más que un cuento infantil porque, bajo su apariencia de historia amable sobre animales parlantes, late una profunda meditación sobre cómo llevar una buena vida. Nos habla de pertenencia, de la tentación y el peligro del cambio irreflexivo, de la necesidad de cuidar nuestros vínculos y nuestro entorno. Es un canto a la amistad como refugio verdadero y a la naturaleza como maestra paciente, que nos recuerda que lo esencial no está en la lejanía, sino en el lugar donde alguien nos espera.
"Una vez pasada la aldea, cuando se acabaron las casas, pudieron oler de nuevo, a través de la oscuridad, los campos amigos. Se dispusieron a emprender el último y largo trecho, el tramo que lleva a casa, el que sabemos tiene que acabar necesariamente en el sonido del picaporte de la puerta, en el repentino fuego de la chimenea y la vista de las cosas familiares, que nos saludan como a viajeros largamente ausentes que vinieran de allende los mares".
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