Conocí un fénix: Retazos para una autobiografía
Traducción de Blanca gago
Gallo Nero, 2025
"El de 1926, 1927 y 1928 era un mundo radiante de esperanza. Colgábamos fotos de Woodrow Wilson en nuestros escritorios y «el experimento ruso», como entonces lo llamábamos, nos parecía una Shady Hill gigantesca donde todos tendrían la oportunidad de ser ellos mismos a través del servicio a la comunidad en un proceso creativo. Unos años después me compré una gramática ruda de Charles Hugo, imaginando que algún día viajaría hasta allí con una «tropa de asalto» formada por amigos para ayudar a descargar las mercancías amontonadas a las afueras de Moscú durante alguna crisis de los planes quinquenales. Vivíamos en un mundo abierto, y aunque no sabíamos que nos depararía el futuro, confiábamos en que nos iría bien. La política era una forma de poesía, y la poesía, una causa revolucionaria".
Quien se deje acompañar por este blog ya sabrás que May Sarton es una de las habituales por aquí. Aunque tengo que reconocer que con este libro no me he sentido tan identificado como con sus diarios -Anhelo de raíces, Diario de una soledad, La casa junto al mar y Diario a los setenta-, comparte con ellos la esencia: memoria, observación, ternura y un sentido poético que atraviesa todo el relato.
En este caso May Sarton retorna a sus raíces en Bélgica, hija del historiador de la ciencia George Sarton y de la artista inglesa Mabel Elwes, en un hogar con mucho más capital cultural y social que económico, donde la curiosidad intelectual y la sensibilidad estética eran tan naturales como respirar. La invasión alemana durante la Primera Guerra Mundial empujó a la familia al exilio, primero a Inglaterra y luego a Boston, donde su padre impartiría clases en Harvard.
En Cambridge, la joven May Sarton encontró un espacio que marcaría su relación con las palabras: la Shady Hill School, una escuela progresista dirigida por mujeres extraordinarias donde la poesía no era un adorno sino una práctica viva, hasta el punto de que la música del lenguaje poético empezó a formar parte de su respiración diaria:
En este caso May Sarton retorna a sus raíces en Bélgica, hija del historiador de la ciencia George Sarton y de la artista inglesa Mabel Elwes, en un hogar con mucho más capital cultural y social que económico, donde la curiosidad intelectual y la sensibilidad estética eran tan naturales como respirar. La invasión alemana durante la Primera Guerra Mundial empujó a la familia al exilio, primero a Inglaterra y luego a Boston, donde su padre impartiría clases en Harvard.
En Cambridge, la joven May Sarton encontró un espacio que marcaría su relación con las palabras: la Shady Hill School, una escuela progresista dirigida por mujeres extraordinarias donde la poesía no era un adorno sino una práctica viva, hasta el punto de que la música del lenguaje poético empezó a formar parte de su respiración diaria:
"No nos daban poemas para leer o estudiar, sino que los aprendíamos de memoria escuchando a la señora Hocking repetirlos. ¿De memoria? Nos convertíamos en la esencia del poema antes de intuir que estábamos aprendiéndolo. Aprendíamos poemas por ósmosis, lo cual, estoy convencida,, es la única manera de aprenderlos bien. Nuestro recuerdo de las palabras era un acto reflejo que acompañaba ciertos gestos; por ejemplo, unas largas orejas de liebre cuando recitábamos «¡Shhh! Bruja liebre» del poema La liebre, de Walter de la Mare. Aún hoy me da vergüenza recitarlo porque no puedo quedarme con las manos quietas: están deseando convertirse en orejas. El filósofo Alain escribió en algún sitio sobre la poesía como una especie de música fisiológicamente adecuada. Ahí reside la exaltación que nos produce. No era algo que nos contaban, sino algo que nos sucedía todo el tiempo".
En la adolescencia, la pasión de May Sarton adoptó forma teatral. Tras finalizar su educación secundaria, con 17 años convenció a sus progenitores para renunciar a seguir cursando estudios universitarios -"renunciar a la universidad en un país donde un título de grado es obligatorio para casi cualquier trabajo"- y viajar sola a Nueva Yorko, donde se unió al Civic Repertory Theatre de Eva Le Gallienne. Tras tres temporadas, continuó su formación teatral en París, viviendo al día, hasta que fue siendo consciente de que su futuro no estaba en la representación, sino en la escritura.
Londres, en 1936, fue su siguiente etapa. Con cartas de presentación en mano, entró en contacto con figuras como Juliette y Julian Huxley. En ese ambiente, la escritura empezó a reclamar el lugar que el teatro había dejado vacío. El momento culminante -y luego desgarrador- en esta transición llegó con su encuentro con Virginia Woolf, cuyo suicidio, narrado al final del libro, imprime un eco profundamente melancólico a estas memorias:
"[D]urante el camino de vuelta
tuvimos un placer redentor: vimos una cría de jirafa de solo unas
semanas corriendo alegre por su prado, con la pequeña cola al viento y
un aire tan gracioso y juguetón, pese a su largo cuello de caballito de
juguete, que los tres nos echamos a reís, olvidando por un momento las
negras nubes y el aire helado. ¿Fue entonces o después cuando reparé en
que Virginia Woolf se parecía mucho a una jirafa -los ojos inmensos y
oscuros el cuello largo y aristocrático, y el gesto susceptible y un
poco desdeñoso al levantar el mentón-?".
Lejos de ser una biografía lineal, este libro se compone de fragmentos limados con cuidado, piezas que encajan como un mosaico emocional. La autora no se propone dar una cronología exhaustiva, sino transmitir la textura de sus primeros años: lugares, personas, voces, intuiciones, reflexiones; también algunas referencias al contexto histórico. El resultado es un retrato en claroscuro, íntimo y lírico, donde cada recuerdo parece seleccionado por su resonancia más que por su importancia histórica.
Para muy "maysartoneras" (y "maysartoneros").
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