Una vida de tres perros
Traducción de Regina López Muñoz
Errata Naturae, 2023
"Necesitarás tres perros, uno de los cuales habrá captado un aroma interesante que entra flotando por la ventana del segundo piso. Es una sabuesa. Todos lo son, y los cuatro dormís juntos en una cama de matrimonio. Cuando abras los ojos (su aliento caliente y perruno en tu cara), te estará mirando con tal intensidad que te dará la risa. Te pondrás la ropa de ayer (oportunamente tirada en el suelo) y bajarás sin tropezar con Rosie ni con Harry ni con Carolina, todos ellos rozándote los pies. Cuando abras la puerta de la cocina, saldrán disparados al jardín y se pondrán a cazar al instante, con la nariz pegada al suelo, a un animalillo cuya cola zigzagueante parece un electrocardiograma. Saldrás tras ellos al césped verde y mojado. Estarás al aire libre y serán las cinco de la mañana".
Así empieza el capítulo titulado "Cómo ahuyentar la melancolía" y es una excelente muestra del tono y contenido del libro. Un libro de memorias en el que la autora comparte una historia, la suya, realmente trágica, pero que Abigail Thomas afronta con una actitud admirable en la que el amor y el humor se convierten en recursos esenciales para dar sentido a esa tragedia.
La historia comienza cuando su marido, Rich, fue atropellado por un coche una noche en la que paseaba a su perro, Harry, en las inmediaciones de su domicilio en Manhattan. El resultado fue un gravísimo traumatismo cranoencefálico que acabó provocándole una demencia prematura. Precisando atención especializada en todo momento, Rich acaba ingresado en una residencia y Abigail Thomas se traslada desde Manhattan a un pequeño pueblo cercano, para estar cerca.
La autora no oculta ni edulcora una experiencia que es terrible: "Algo se detuvo el 24 de abril de 2000. Nuestros años en común se terminaron, nuestro futuro en común cambió". La dureza de cuidar de su marido, la difícil decisión de ingresarlo en una residencia ("¿Qué clase de mujer era? ¿Qué pasaba con mis votos matrimoniales?"); las visitas de los miércoles y la rutina, emocionalmente agotadora, de sacar a Rich de la residencia cada fin de semana y la dolorosa operación de llevarlo de vuelta ("Que cómo meto a mi marido en el coche? Con embustes"); la aceptación de que ella seguía siendo una persona autónoma, con sus propias necesidades, con su propia vida, a la que no podía ni debía renunciar: “¿Qué nivel de exigencia nos imponemos las mujeres? Después de todos estos años, por fin logro pronunciar las palabras «quiero vivir mi vida» sin sentirme ni un monstruo ni una egoísta, ni una cobarde”.
Sin embargo, el relato transmite belleza, esperanza y alegría. No habría sido lo mismo, seguro, si en su vida no hubieran estado presentes, muy presentes, Carlina, Rosie y Harry:
"De un tiempo a esta parte sólo hablo de perros. [...] A veces detecto una pausa brevísima antes de que mi interlocutor cambie de tema con un murmullo y acto seguido recuerde que tenía un recado pendiente. Pero mis perros me hacen reír, me dan consuelo y nunca me aburro de ellos. Cuando la cabeza de Rosie descansa en mi hombro, Harry se hace hueco en mi costado izquierdo y Carolina se acurruca como una prenda doblada en una lavandería china, tan pequeña y pulcra, soy plenamente feliz".
Una historia luminosa.
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