El criterio de utilidad pública, uno de los tres que la legislación contempla como fundamento para conceder un indulto, es el que esgrime el Gobierno de Sánchez para justificar su decisión de aplicar esa medida de gracia a las y los condenados por el procés. El objetivo sería recomponer la convivencia en Catalunya y la confianza entre la Generalitat y el Gobierno de España, reconduciéndose el conflicto soberanista a un escenario de diálogo bilateral y acuerdo con encaje constitucional.
No puedo estar más de acuerdo con esos objetivos. Pero confiar en la capacidad performativa del indulto, en su potencial apaciguador, es una apuesta política loable en el fondo y cuestionable en la forma. La lógica del indulto es reparadora o restitutiva, mira hacia el pasado; pero con su decisión de indultar a las nueve personas condenadas en 2019 el Gobierno parece proyectar sus efectos hacia el futuro: evitar otro 1-O, lo que no sé si encaja en la figura legal y el espíritu de esta medida de gracia.
El Gobierno ha asumido un evidente riesgo político que, seguro, espera compensar electoralmente. No veo cómo puede salirle bien, pero spin doctors tiene La Moncloa. También es verdad que el mero anuncio de los indultos ha desgarrado al independentismo, que ve botiflers por doquier, enzarzado en la discusión sobre el unilateralismo y la tutela de Junqueras sobre el Govern. En un escenario político de vuelo tan bajo como el español, no descarto que esta sea la “utilidad pública” a la que se aspire: dividir al procesismo y debilitar así su causa.
Con la utilidad pública ocurre como con la apelación al interés general, que debería funcionar como criterio orientador de las políticas públicas y límite de las decisiones de las y los responsables políticos: en un régimen partitocrático, lo general y lo público se ven colonizados por el cálculo y las urgencias electorales del Gobierno de turno (y de su oposición). En esas estamos.
Artículo publicado en El Correo, 13/06/2021
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