sábado, 14 de diciembre de 2019

Quién mató a mi padre

Édouard Louis
Quién mató a mi padre
Traducción de Pablo Martín Sánchez
Salamandra, 2019

"Si entendemos la política como el gobierno de unos seres sobre otros y tenemos en cuenta que los individuos existen en el seno de una comunidad que no han elegido, entonces la política es la distinción entre colectivos cuya vida se asegura, se alienta y se protege y otros expuestos a la muerte, la persecución, el asesinato".


Édouard Louis se crió en Hallencourt, un pequeño pueblo del norte de Francia, en el departamento del Somme. Una zona característicamente obrera que en los años ochenta y noventa sufrió una severa desindustrialización que fracturó las comunidades y las familias trabajadoras. En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2017, el 54,69% de los votos fueron para el Frente Nacional de Marine Le Pen.

Por esas fechas,el autor de este libro escribió en The New York Times un artículo titulado "Por qué mi padre vota a Le Pen", en el que sostenía lo siguiente:

"Mi padre se había sentido abandonado por la izquierda política desde la década de 1980, cuando esta comenzó a adoptar el lenguaje y el pensamiento del libre mercado. En toda Europa, los partidos de izquierda ya no hablaban de clases sociales, injusticia y pobreza, de sufrimiento, dolor y agotamiento. Hablaron sobre modernización, crecimiento y armonía en la diversidad, sobre comunicación, diálogo social y reducción de las tensiones.
Mi padre entendió que este vocabulario tecnocrático estaba destinado a callar a los trabajadores y difundir el neoliberalismo. La izquierda no luchaba por la clase trabajadora, contra las leyes del mercado; estaba tratando de administrar las vidas de la clase trabajadora desde esas leyes. Los sindicatos habían sufrido la misma transformación: mi abuelo fue un sindicalista. Mi padre no. [...]
Por el contrario, el Frente Nacional criticó las malas condiciones de trabajo y el desempleo, atribuyendo toda la culpa a la inmigración o la Unión Europea. En ausencia de cualquier intento por parte de la izquierda para discutir su sufrimiento, mi padre se aferró a las falsas explicaciones ofrecidas por la extrema derecha. A diferencia de la clase dominante, no tuvo el privilegio de votar por un programa político. Votar, para él, era un intento desesperado de existir a los ojos de los demás. [...]
En la actualidad, escritores, periodistas y liberales cargan con la responsabilidad del futuro. Para convencer a mi familia de que no vote por Marine Le Pen no es suficiente demostrar que es racista y peligrosa: todo el mundo lo sabe. No es suficiente luchar contra el odio o contra ella. Tenemos que luchar por los impotentes, por un lenguaje que ofrezca un lugar a las personas más invisibles, personas como mi padre".


En este artículo encontramos el germen del libro publicado un año después. Un libro brevísimo, apenas 75 páginas, que se lee como un grito contra unas élites políticas y culturales que han decidido que la clase trabajadora y las comunidades de clase obrera son un lastre y/o están condenadas a la extinción. Lo escribe un hijo una de esas comunidades que, sin embargo, nunca fue parte de ellas: un joven sensible, culto, homosexual, incompatible con una masculinidad tóxica según la cual para ser un verdadero hombre había que beber, hacer el gamberro y abandonar los estudios lo antes posible.

Desde esta perspectiva, el libro contiene páginas en las que el autor desnuda la intimidad de una relación paternofilial afectada por la homofobia de su progenitor y el desengaño de su madre por tener un hijo tan "raro"; pero en las que también aparecen conmovedores destellos de amor, como la ocasión en la que, tras manifestar un rechazo enfadado y rotundo a la petición del autor de la película Titanic como regalo de su séptimo aniversario -"Me dijiste que era una película para niñas y que no me convenía"-, el día del cumpleaños encontró junto a su cama no solo el vídeo, sino también un albúm de fotos de la película:

"Era un estuche de coleccionista, sin duda demasiado caro para ti, para nosotros, pero lo habías comprado y lo habías puesto junto a mi cama envuelto en un papel. Te besé en la mejilla y no dijiste nada, me dejaste ver la película unas diez veces por semana durante más de un año".

En este sentido, recuerda en muchos aspectos al libro de Didier Eribon Regreso a Reims (Traducción de Georgina Fraser, Libros del Zorzal, Buenos Aires 2017), a quien por cierto cita Louis en este libro.

Un libro escrito como un grito desatado contra las élites políticas francesas con nombre y apellidos (Chirac, Sarkozy, Valls, Hollande, Macron), las mismas que han tomado la decisión de abandonar y desproteger a personas como su padre recortando los servicios y las ayudas sociales, culpabilizando y estigmatizando a quienes dependen de la asistencia social, y a quienes califica literalmente de asesinos.


Pero también es un grito airado contra una literatura que, en opinión del autor, ha dado la espalda a las vidas y los sufrimientos de las personas y las comunidades más pobres y excluidas. Lo expresaba así en una entrevista:

"Me hice escritor porque estoy enfadado. La cólera me ha hecho escribir. Crecí en un ambiente social en el que, como he dicho, la gente sufría violencia, exclusión, pobreza. Cuando me mudé a París y comencé a estudiar, y fui el primero de mi familia en hacerlo, me di cuenta de que sobre esas personas había muy poco discurso en la literatura, en el periodismo, en el arte. Así que escribí por un doble enfado. Me di cuenta de que lo que había vivido como niño no era normal, y también había un enfado contra la literatura. Quería casi agredir a la literatura por no haber hablado de mi padre, de mi madre, de las clases más pobres y excluidas. Eso no quiere decir que no haya libros o películas sobre los pobres, pero a menudo las representaciones son muy falsas. Suelen ser o buenas personas, amables, auténticas, naturales, o bien embrutecidas, violentas, malas. Dos mentiras una frente a la otra. Yo he escrito como un golpe de Estado contra la literatura".

Un libro tan breve, casi un panfleto, tan cabreado, incurre necesariamente en generalizaciones y en exageraciones. No es un tratado de sociología. Pero en su núcleo late una verdad tan incómoda como necesaria, que Eric Hobsbawn describía magistralmente en un breve texto titulado "Fuera de las cenizas", publicado en español como parte del muy recomendable libro de Robin Blackburn (ed.), Después de la caída. El fracaso del comunismo y el futuro del socialismo (Traducción de Ana Ferrero y Mercedes Villegas, Crítica, Barcelona, 1993):

"Los socialistas están ahí para recordar al mundo que la gente, y no la producción, es lo primero. La gente no debe ser sacrificada. No una clase especial de gente -los inteligentes, los fuertes, los ambiciosos, los guapos, los que un día pueden hacer grandes cosas, o incluso los que sienten que sus intereses personales no son tenidos en cuenta en esta sociedad-, sino todos. Especialmente los que son simplemente gente sencilla, no muy interesante, «simplemente ahí, para reunir las cifras», como solía decir la madre de un amigo mío. Como dice un personaje en el pasaje más conmovedor de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, que es sobre una persona exactamente igual de mediocre y bastante inútil: «Se debe prestar atención. Se debe prestar atención a ese hombre». Para ellos es y de ellos trata el socialismo»".

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