viernes, 27 de abril de 2018

Matriarcadia



Hoy he recordado un fragmento de la novela utópica Herland, de la escritora y activista feminista Charlotte Perkins Gilman (1869-1935). Publicada este mismo año por la editorial Akal con el título de Matriarcadia, traducida por Celia Merino Redondo, con un estudio preliminar de Ramón Cotarelo, un fragmento del cual puede leerse AQUÍ.

     Entonces, a la vuelta de una esquina, llegamos a un amplio espacio pavimentado y vimos ante nosotros a un grupo considerable de mujeres juntas, en orden armónico, que, evidentemente, estaban esperándonos.
     Nos detuvimos un momento y miramos hacia atrás. La calle a nuestra espalda estaba cerrada por otro grupo de mujeres que avanzaban con paso regular hombro con hombro. Seguimos adelante, pues no había otro modo de proceder, y enseguida nos encontramos completamente rodeados por esta multitud tupida, todas mujeres, pero . . .
     No eran jóvenes. No eran mayores. Tampoco eran hermosas en el sentido en que lo eran las muchachas. No parecían feroces. […] No eran ancianas. Todas estaban en pleno florecimiento de una salud excelente, erguidas, serenas, a pie firme y ágiles como boxeadores. No llevaban armas como nosotros, aunque no teníamos intención de disparar.
     - Si por lo menos fueran jóvenes. ¿Qué diantres puede uno decir a un regimiento de coronelas como este?
     En todos nuestros debates y especulaciones, siempre habíamos supuesto inconscientemente que, al margen de otros asuntos, las mujeres serían jóvenes. Supongo que la mayoría de los hombres piensa así.
     La mujer en abstracto es joven y, se supone, encantadora. A medida que se hace mayor abandona el escenario y, por así decirlo, pasa a ser propiedad privada en general o lo abandona por entero. Pero aquellas buenas señoras estaban en el escena­rio y cualquiera de ellas podría ser abuela.
     Pensamos que estarían nerviosas. Nada de eso. 
     Quizá aterrorizadas. Menos.
     Quizá estuvieran incómodas, sintieran curiosidad o estuvieran excitadas, pero todo lo que vimos fue lo que podía ser un comité de vigilancia de doctoras, tan frías como pepinos y evidentemente decididas a pedirnos cuentas de nuestra presencia allí.
     Seis de ellas se adelantaron una a cada lado de nosotros y nos indicaron que las acompañáramos. Pensamos que lo mejor era acceder, al menos al principio, y seguimos caminando cada uno con una mujer codo con codo, y las demás, en masa compacta por delante, por detrás y a ambos lados.
     Ante nosotros se erguía un gran edificio, un lugar impresionante de gruesos muros, enorme y antiguo, de piedra gris y nada parecido al resto de la ciudad.
     - Así, no -nos dijo Terry rápidamente-. No podemos dejar que nos encierren ahí, chicos. Los tres juntos ahora...
     Nos detuvimos en seco y empezamos a explicar, haciendo señales que apuntaban al bosque e indicando que queríamos volver a él de inmediato.
     Sabiendo cuanto sé ahora, me río al pensar en nosotros, tres muchachos y nada más. Tres muchachos audaces e impertinentes metidos en un país desconocido sin ningún tipo de protección o defensa. Parecíamos pensar que, si hubiera hombres, combatiríamos con ellos, y si sólo hubiera mujeres ..., no serían obstáculo alguno.
     Jeff con sus nociones románticas y anticuadas acerca de las mujeres como plantas trepadoras. Terry con sus claras y decididas teorías prácticas de que hay dos tipos de mujeres: las que le gustaban y las que no le gustaban. Mujeres deseables o no deseables, tal era su diferenciación. Las últimas eran un grupo muy numeroso, pero prescindible, y nunca se había ocupado de ellas. Pero ahora estaban allí, en grandes cantidades, evidentemente indiferentes respecto a lo que él pudiera pensar y evidentemente también decididas a cumplir el propósito que se habían hecho respecto a él, y aparentemente muy capacitadas para llevarlo a cabo.
     Reflexionamos sobre la situación. No parecía buena táctica poner objeciones a acompañarlas, incluso aunque hubiéramos podido. Nuestra única posibilidad era mostrarnos amistosos, esperar que ambas partes tuviéramos una actitud civilizada.
     Pero una vez dentro del edificio no había modo de determinar qué pudieran hacer con nosotros aquellas decididas damas. No aceptábamos una detención pacífica y, si la llamábamos «prisión», todavía menos.
     Nos plantamos, tratando de hacerles comprender que preferíamos estar al aire libre. […]
     De nuevo nos indicaron que avanzáramos, mientras ellas se concentraban tan cerradamente en torno a la puerta que sólo quedaba un camino recto despejado. Formaban una masa compacta alrededor y detrás de nosotros. No había nada que hacer, salvo seguir de frente... o luchar.
     Deliberamos un momento.
     - No he peleado jamás con mujeres -dijo Terry, muy alterado-, pero no voy a dejar que me encierren, como si fuéramos ganado.
     - No podemos luchar con ellas, desde luego -sostuvo Jeff-. Son mujeres, a pesar de sus vestimentas extrañas, y mujeres agradables, además, de rasgos nobles, fuertes, sensibles. Sospecho que debemos entrar.
     - Puede que no salgamos si lo hacemos -les dije-. Fuertes y sensibles, sí, pero no estoy tan seguro respecto a su bondad. Mirad sus rostros.
     Se habían diseminado, esperando mientras conferenciábamos, pero sin aminorar la vigilancia. […]
     Nunca en mi vida había visto mujeres de este tipo. Las pescaderas y las vendedoras del mercado podían mostrar similar fortaleza, pero ruda y pesada. Estas, en cambio, eran figuras atléticas, ligeras y poderosas. Las profesoras universitarias, las maestras, las escritoras, muchas mujeres prueban una inteligencia análoga pero a menudo dan muestras de un temperamento nervioso, mientras que estas eran tan tranquilas como las vacas, aunque dotadas de un intelecto evidente.
     Nos mantuvimos estrechamente unidos porque los tres sabíamos que se trataba de un momento crucial.
     La dirigente pronunció una orden, nos hizo una seña y la masa en nuestro entorno avanzó un paso más.
     - Hemos de tomar una decisión rápidamente -dijo Terry.
     - Voto por entrar -dijo Jeff. Pero éramos dos contra él y se plegó lealmente a nuestro propósito.  Solicitamos de nuevo que nos dejaran ir, con insistencia, pero sin implorar. Vano empeño.
     - ¡Vamos allá, muchachos! -dijo Terry-. Y si no rompemos el cerco, dispararé al aire.
     Nos encontramos entonces en una posición similar a la de las sufragistas, que trataban de entrar en el edificio del Parlamento atravesando un triple cordón de policías londinenses.
     La fortaleza de aquellas mujeres era algo asombroso. Terry se dio cuenta de que no tenía posibilidades, se zafó por un instante, sacó el revólver y disparó hacia arriba. Cuando se le abalanzaron de nuevo, volvió a disparar, oímos un grito...
     Al instante cada uno de nosotros quedó inmovilizado por cinco mujeres que nos sujetaban por los brazos, las piernas y la cabeza. Nos alzaron como si fuéramos niños, niños indefensos que se resistían y avanzaron mientras nosotros nos retorcíamos, aunque sin ningún efecto.

No hay comentarios: