DE LA INTRODUCCIÓN
Existen en la actualidad dos grandes concepciones de la
justicia social: la igualdad de posiciones o lugares y la igualdad de
oportunidades. Su ambición es idéntica: las dos buscan reducir la tensión
fundamental que existe en las sociedades democráticas entre la afirmación de la
igualdad de todos los individuos y las inequidades sociales nacidas de las
tradiciones y de la competencia de los intereses en pugna. En ambos casos se
trata de reducir algunas inequidades, para volverlas si no justas, al menos aceptables.
Y sin embargo, esas dos concepciones difieren profundamente y se enfrentan, más
allá de que ese antagonismo sea a menudo disimulado por la generosidad de los
principios que las inspiran y por la imprecisión del vocabulario en que se
expresan.
La primera de estas concepciones se centra en los lugares
que organizan la estructura social, es decir, en el conjunto de posiciones
ocupadas por los individuos, sean mujeres u hombres, más o menos educados,
blancos o negros, jóvenes o ancianos, etc. Esta representación de la justicia
social busca reducir las desigualdades de los ingresos, de las condiciones de
vida, del acceso a los servicios, de la seguridad, que se ven asociadas a las
diferentes posiciones sociales que ocupan los individuos, altamente dispares en
términos de sus calificaciones, de su edad, de su talento, etc. La igualdad de
las posiciones busca entonces hacer que las distintas posiciones estén, en la
estructura social, más próximas las unas de las otras, a costa de que entonces
la movilidad social de los individuos no sea ya una prioridad. Para decirlo en
pocas palabras, se trata menos de prometer a los hijos de los obreros que
tendrán las mismas oportunidades de ser ejecutivos que los propios hijos de los
ejecutivos, que de reducir la brecha de las condiciones de vida y de trabajo
entre obreros y ejecutivos. Se trata menos de permitir a las mujeres gozar de
una paridad en los empleos actualmente dominados por los hombres que de lograr
que los empleos ocupados por las mujeres y por los hombres sean lo más iguales
posible.
La segunda concepción de la justicia, mayoritaria hoy en
día, se centra en la igualdad de oportunidades: consiste en ofrecer a todos la
posibilidad de ocupar las mejores posiciones en función de un principio
meritocrático. Quiere menos reducir la inequidad entre las diferentes
posiciones sociales que luchar contra las discriminaciones que perturbarían una
competencia al término de la cual los individuos, iguales en el punto de
partida, ocuparían posiciones jerarquizadas. En este caso, las inequidades son
justas, ya que todas las posiciones están abiertas a todos.[…] En este modelo,
la justicia ordena que los hijos de los obreros tengan el mismo derecho a
convertirse en ejecutivos que los propios hijos de los ejecutivos, sin poner en
cuestión la brecha que existe entre las posiciones de los obreros y de los
ejecutivos. Del mismo modo, el modelo de las oportunidades implica la paridad
de la presencia de las mujeres en todos los peldaños de la sociedad, sin que
por ello se vea transformada la escala de las actividades profesionales y de
los ingresos. Esta figura de la justicia social obliga también a tener en
cuenta eso que se llama la “diversidad” étnica y cultural, con el fin de que se
encuentre representada en todos los niveles de la sociedad.
Estas dos concepciones de la justicia social son excelentes:
tenemos todas las razones para querer vivir en una sociedad que sea a la vez
relativamente igualitaria y relativamente meritocrática. Escandalizan la brecha
entre los ingresos de los más pobres y los de quienes ganan por año muchas
decenas de SMIC [Salario Mínimo Interprofesional de Crecimiento], así como las
discriminaciones que estancan a las minorías, a las mujeres y a diversos grupos
segregados que no pueden esperar cambiar de posición social porque ya están de
algún modo asignados a un lugar. A primera vista, no hay mucho que elegir entre
el modelo de las posiciones y el de las oportunidades, porque, como sabemos
bien, siguiendo a Rawls y a todos los que lo han precedido, una sociedad democrática
verdaderamente justa debe combinar la igualdad fundamental de todos sus
miembros y las “justas inequidades” nacidas de una competencia meritocrática y
equitativa. Esta alquimia subyace en el corazón de una filosofía democrática y
liberal que le ofrece a cada uno el derecho de vivir su vida como prefiera en
el marco de una ley y de un contrato comunes.
Sin embargo, el hecho de que pretendamos a la vez la
igualdad de posiciones y la igualdad de oportunidades no nos dispensa de elegir
un orden de prioridades. En materia de políticas sociales y de programas, dar
preferencia a una u otra no es indistinto. […] Puedo o bien abolir una posición
social injusta, o bien permitir a los individuos que escapen de ella pero sin
someterla a juicio; y aun si en el largo plazo quiero conseguir las dos cosas,
antes tengo que elegir qué es lo que haré primero. En una sociedad rica pero
obligada a fijar prioridades, el argumento según el cual todo debería hacerse
de acuerdo con los ideales no resiste a los imperativos de la acción política.
Si no queremos contentarnos con palabras, estamos obligados a elegir la vía que
parece más justa y más eficaz.
La elección se impone con más fuerza porque estos dos
modelos de justicia social no son meros diagramas teóricos. En los hechos, son
enarbolados por movimientos sociales diferentes, que a su vez privilegian a
grupos y a intereses diferentes entre sí. No movilizan a los mismos actores ni
ponen en juego los mismos intereses. No obro de la misma manera si lucho para
mejorar mi posición que si lo hago para incrementar mis oportunidades de salir
de ella. En el primer caso, el actor está definido por su trabajo, su función,
su utilidad, incluso por su explotación. En el segundo caso, está definido por
su identidad, por su naturaleza y por las discriminaciones eventuales que sufra
en tanto mujer, desempleado, hijo de inmigrantes, etc. Desde luego, esas dos
maneras de definirse y de movilizarse en el espacio público son legítimas; sin
embargo, no pueden ser confundidas y, allí también, tornamos a elegir la
actitud que debe ser prioritaria. Una sociedad no se percibe y no actúa de la
misma manera según se incline por la igualdad de posiciones o por la igualdad de
oportunidades. En particular, los actores a cargo de la reforma social –los
partidos de izquierda, en especial– se ven enfrentados a una elección que no
pueden eludir eternamente.
DE LA CONCLUSIÓN
La igualdad de posiciones podría constituir uno de los elementos de reconstrucción ideológica de la izquierda, a condición de que esta tenga un poco de coraje: el coraje de provocar el descontento de una parte de su electorado (que por otra parte está huyendo de ella a toda velocidad) y de ser algo más que el partido de las clases calificadas y económicamente desahogadas.
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