Contribución a la historia de la alegría
Traducción de Montse Tutasaus
Galaxia Gutenberg, 2019
"En la Tierra, nadie repara en el vuelo de las golondrinas porque normalmente están y, cuando no están, vuelven otra vez. Saben cuándo abandonar el nido natal y saben cuándo regresar al mismo. No temen la vuelta y eso que no es poco lo que saben".
Este es un libro duro, por su fondo y por su forma. Abrirlo es entrar en un territorio deliberadamente incómodo, donde la violencia contra las mujeres no es un tema sino un clima: una presión constante que atraviesa los cuerpos, el lenguaje y la historia, en este caso con H mayúscula.
La obra se abre con una muerte ambigua, presentada como suicidio, que funciona menos como detonante policial que como fractura moral. Desde el inicio, la novela plantea una pregunta inquietante: ¿qué significa investigar una muerte cuando la vida del muerto está atravesada por violencias invisibilizadas? El policía encargado del caso encarna esa tensión. No es un detective clásico que restablece el orden, sino una figura de conciencia fallida, alguien que sospecha que algo no encaja, pero que solo puede pensar dentro de los márgenes del sistema que representa. Su investigación avanza, pero tropieza una y otra vez con aquello que la ley no sabe o no quiere nombrar.
Alrededor de este núcleo se articula la historia de un grupo de mujeres que, tras haber sido víctimas o testigo de violaciones y abusos, deciden tomar la justicia en sus propias manos. Sin embargo, la novela se resiste a ser leída como un simple relato de venganza. Radka Denemarková sitúa el foco en la violencia estructural que las ha empujado hasta ese límite. El título, irónicamente luminoso, opera como una provocación amarga: ¿qué clase de “historia de alegrías” puede escribirse desde cuerpos marcados por el trauma?
La narración adopta una forma fragmentaria y polifónica. Los tiempos se superponen, las voces se interrumpen, el lenguaje se quiebra. Hay pasajes de una crudeza frontal y otros casi líricos; reflexiones ensayísticas irrumpen en medio de escenas íntimas. Esta inestabilidad formal no es un recurso ornamental: responde a la imposibilidad de contar el dolor de manera lineal. La experiencia traumática no se organiza sino que irrumpe, se repite, desborda.
En este tejido narrativo aparece de forma recurrente la imagen de las golondrinas. Tradicional símbolo de retorno y promesa, aquí su presencia está cargada de ambigüedad. Las golondrinas vuelven, pero vuelven a un mundo que no ha cambiado. Vuelan sobre un paisaje donde la violencia persiste, indiferente a los ciclos de la naturaleza. Funcionan, tal vez, como metáfora de la persistencia sin redención: la vida continúa, pero sin garantía de justicia ni reparación.
Las mujeres que protagonizan la novela no son idealizadas. Denemarková se niega a convertirlas en emblemas abstractos o figuras puramente victimarias. Son contradictorias, a veces crueles, a veces frágiles, a veces impenetrables. No buscan perdón ni comprensión; buscan recuperar el control sobre sus propias vidas. La violencia que ejercen no aparece glorificada, sino presentada como un síntoma extremo de un mundo que ha fallado sistemáticamente en proteger sus derechos y sus vidas.
"Birgit cuelga una cruz violeta sobre las cabezas vencedoras. Erika está disgustada.
-Los hombres hacen lo que quieren.
-¿Quieres ser hombre la próxima vida?
-Quiero ser una persona libre".
En ese contexto emerge uno de los ejes éticos centrales de la novela: la sororidad. Cuando Diana afirma que “todas somos parientes”, no formula una consigna sentimental, sino una verdad nacida del daño compartido. Las mujeres se reconocen entre sí no por afinidad ni por elección libre, sino porque comparten una marca que las excede. La sororidad que propone la novela no es amable ni conciliadora, es una alianza forjada en la experiencia del cuerpo vulnerado, una comunidad nacida de la conciencia de que lo ocurrido a una podría haberle ocurrido a cualquier otra.
Radka Denemarková inscribe estas historias individuales en un marco histórico y cultural más amplio. La novela dialoga con la historia europea, con los traumas no resueltos del siglo XX, con una tradición patriarcal que atraviesa tanto los regímenes autoritarios como las democracias contemporáneas. La violencia sexual no aparece como excepción, sino como constante histórica que adopta distintas máscaras según la época.
"Las páginas de los manuscritos destilan los destinos de película de cuerpos a los que han atacado y tocado otros cuerpos en aquel momento protegidos por la etiqueta de heroísmo de guerra, protegidos por pertenecer a la potencia vencedora, protegidos por el estado de guerra, cuerpos a los que no han citado nunca a declarar, a los que no han juzgado nunca, cuerpos que los historiadores tapiaron de una vez y para siempre bajo el signo de más o menos. En una de las guerras eran nombres de miembros de la Wehrmacht y miembros del Ejército Rojo y miembros de las tropas japonesas, también hay nombres polacos, franceses, checos, eslovacos, húngaros, austriacos, italianos, ingleses, americanos, españoles, australianos y y y y y y y. Las mujeres no vieron justicia. Ni ninguna indemnización. Ni disculpa. Ni comprensión. Claro, ¿quién podría indemnizar los cuerpos violados colectivamente por hombres de todos los países?, uníos, ni un paso atrás, ¿quién iba a ocuparse de los ciudadanos de segunda cuando los vencedores de todos los países estaban de celebración?, uníos, ni un paso atrás. A esos cuerpos los arrollaron las orugas de tanque de un único e inmenso ejército, el ejército mundial de hombres, un ejército exultante, monolítico y, en sus entrañas, solidario hasta la tumba".
Pero la autora se cuida de no relegar la violencia sexual al territorio de lo excepcional o lo bélico. La novela recuerda las violaciones masivas cometidas en contextos de guerra, donde el cuerpo de las mujeres se convierte en campo de batalla y arma de dominación. Sin embargo, insiste con igual contundencia en que la violencia no desaparece cuando cesan los conflictos armados. En tiempos de paz, adopta formas más discretas, más administrables, pero no menos devastadoras. Los ejecutaros son ahora hombres integrados en la normalidad social, amparados por redes de silencio, dinero y poder. La violencia sexual no es un residuo del caos bélico, sino una práctica que prospera en sociedades que se consideran a sí mismas civilizadas. La historia colectiva y la vida cotidiana se tocan en el cuerpo de las víctimas, recordando que la violencia no necesita uniformes ni fronteras para reproducirse.
"Diana levanta los ojos hacia el cielo. Se fija en las golondrinas, Se fija en las formaciones y en el ballet celestial y en el asombro de la historia. Vuelan por el mundo y sólo en el hombre encuentran asesinos en serie. El hombre es la única criatura no adaptada a su propia sociedad. [...] Da con un campo de batalla que no conoce tiempos de paz. Existe un acuerdo tácito y un territorio que no es ni será nunca liberado, que cualquiera puede conquistar, donde les está permitido todo a todos. Un campo arado. Un latifundio de tierra negra, fértil. Se llama cuerpo del más débil. Un cuerpo como campo de batalla".
El estilo de la autora es implacable y al final de la novela no hay reparación, ni reconciliación, ni promesa de armonía futura. Lo que queda es la persistencia de un vínculo: mujeres unidas no por la esperanza, sino por el reconocimiento mutuo. Como las golondrinas, vuelven y sobrevuelan un mundo que sigue siendo hostil. No anuncian una primavera moral, pero tampoco desaparecen. En ese gesto obstinado, en esa negativa a disolverse en el silencio y el olvido, reside la forma más radical de resistencia. Mientras la violencia machista persista todas, de un modo u otro, seguirán siendo parientes.

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