Cuando Dios hace brillar su luz sobre mí
Abre mis ojos y puedo ver
Cuando miro al cielo en la noche más oscura
Sé que todo va a estar bien
En la confusión, en la desesperación
Cuando lo busco, Él está ahí
Cuando estoy tan solo como se puede estar
Sé que Dios hace brillar su luz sobre mí
Abre mis ojos y puedo ver
Cuando miro al cielo en la noche más oscura
Sé que todo va a estar bien
En la confusión, en la desesperación
Cuando lo busco, Él está ahí
Cuando estoy tan solo como se puede estar
Sé que Dios hace brillar su luz sobre mí
Lo canta (lo "godspellea") el sublime Van Morrison, junto con Cliff Richard, componiendo una de las canciones más hermosas de las muchas canciones tan hermosas del bardo de Belfast. Y continua:
Tiende la mano hacia Él, Él estará ahí
Con Él tus problemas puedes compartir
Si vives la vida que amas
Recibes la bendición desde lo alto
Sana a los enfermos, sana al cojo
Y dice que tú también puedes, en el nombre de Jesús
Te levanta y te da la vuelta
Y vuelve a poner tus pies en terreno más alto
Tiende la mano hacia Él, Él estará ahí
Con Él tus problemas puedes compartir (puedes compartir)
Oh, puedes usar su poder más alto
Cada día, a cualquier hora
Sana a los enfermos y sana al cojo
Y dice que tú también puedes sanarlos, en el nombre de Jesús
Te levanta y te da la vuelta
Y pone tus pies de nuevo en terreno más alto
Cuando…
Cuando hace brillar su luz
Cuando Dios hace brillar su luz
Sobre ti
Sobre ti
Él es el camino
Él es la verdad
Él es la luz, oh
En Francisco de Asís. El retorno al Evangelio (Editorial Franciscana Aránzazu, 1982), Éloi Leclerc narra la “invención” del nacimiento (misterio, belén o portal) en diciembre de 1223 por Francisco de Asís:
“Un gran deseo tomó posesión de Francisco: celebrar la Navidad en medio de las gentes de la montaña y esto de una manera sensible, escénica, reconstituyendo el pesebre viviente. «Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre el heno entre el buey y el asno». Esta idea nueva e ingenua había germinado de repente en su corazón, pero expresaba todo su ser. Era, de verdad, una idea extraordinaria, genial, como solo los poetas pueden imaginar: ver y hacer ver, con ojos de niño, el acontecimiento de la salvación, ver a Dios en su tierno advenimiento.
Nada era más importante para el porvenir del mundo. En una sociedad de comerciantes, dominada y dividida por el dinero, era necesario redescubrir la pobreza de Dios. En un mundo de clérigos, sedientos de honores y de grandezas, era urgente retornar a la humildad de Dios. En un mundo de guerras santas, había que hallar de nuevo la ternura de Dios, al Niño-Dios. ¿Y dónde se podía acoger mejor al Niño que allí arriba, entre las sencillas gentes de la montaña?”.
La ingenua intuición de Francisco conserva hoy una fuerza subversiva. La Navidad no es, en su origen, una celebración que confirme el orden del mundo, sino un acontecimiento que lo interrumpe. Dios no entra en la historia por la vía del poder, del éxito ni de la grandeza visible, sino como un niño vulnerable, dependiente, expuesto. Esa irrupción descoloca las jerarquías, cuestiona las lógicas dominantes y abre una grieta en la normalidad establecida.
Sin embargo, nuestro mundo -que sigue siendo un mundo profundamente marcado por el comercio, la búsqueda obsesiva de la grandeza personal y la guerra- ha conseguido neutralizar esa interrupción. La Navidad ha sido colonizada por la lógica que pretendía desmentir: el consumismo sin medida, la autocelebración, la distracción organizada, la ceguera ante el estado real del mundo. Lejos de detenernos, nos acelera; lejos de descentrarnos, nos reafirma; lejos de abrirnos a las más vulneradas, las vuelve aún más invisibles.
Celebrada así, la Navidad deja de ser acontecimiento y se convierte en pura continuidad: continuidad del mercado, continuidad de la indiferencia, continuidad de la violencia estructural que produce víctimas sin nombre. El Niño de Belén queda relegado a un decorado inofensivo, mientras el mundo sigue funcionando como si nada esencial hubiera ocurrido.
Recuperar la Navidad como acontecimiento significa devolverle su capacidad de interrupción. Interrupción de la lógica del beneficio, mediante la memoria viva de la pobreza de Dios. Interrupción de la carrera por la grandeza, mediante la contemplación de la humildad divina. Interrupción de la guerra y de su lenguaje, mediante la ternura desarmada de un niño que no conquista, sino que se entrega. Solo una Navidad así -no domesticada, no mercantilizada, no anestesiada- puede abrirnos los ojos, como canta la canción, para ver de otro modo la noche más oscura y atrevernos a creer que no todo está condenado a seguir igual.
Francisco encontró en la montaña el mejor lugar para acoger y celebrar la encarnación: lejos de los centros del poder, del comercio y del ruido, en un espacio de despojo y sencillez donde la realidad podía ser mirada sin defensas. También Simone Weil experimentó en Asís una conmoción tal que la obligó, por primera vez en su vida, a postrarse de rodillas:
"En 1937 pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa María degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas" (A la espera de Dios, Trotta, 1993; traducción de María Tabuyo y Agustín López).
Ese gesto físico, involuntario, casi violento, es ya en sí mismo un signo de interrupción: el cuerpo detiene su curso habitual, la voluntad deja de afirmarse, el yo consiente en ser suspendido ante algo que lo desborda.
Decir que lo mejor será la interrupción no es una consigna retórica ni una provocación voluntarista. Es una afirmación , que nace del diagnóstico del mundo en el que vivimos. Lo peor de nuestro tiempo no es solo la injusticia, la violencia o la guerra, sino su normalización. Todo continúa. El mercado continúa, incluso sobre los escombros. La guerra continúa, integrada en el flujo informativo. El sufrimiento continúa, convertido en dato. El yo continúa, persiguiendo su pequeña grandeza, aun cuando el mundo arde. La continuidad es hoy la forma más eficaz del mal: nada se detiene, nada obliga a pensar, nada exige cambiar de dirección. Por eso, lo mejor no puede ser una mejora interna del sistema, ni una intensificación de lo mismo. Lo mejor solo puede ser una interrupción.
La interrupción es, ante todo, una detención: algo que corta el automatismo con el que vivimos, producimos, consumimos, opinamos. Detenerse no es huir del mundo, sino dejar de estar totalmente absorbidas por su lógica. Solo cuando algo se interrumpe puede aparecer la pregunta, el asombro, la responsabilidad. La interrupción es también un descentramiento del yo. Arrodillarse, como le ocurrió a Simone Weil, no es un gesto piadoso aprendido, sino el colapso momentáneo de la voluntad de afirmarse. El cuerpo confiesa que no es soberano. En un mundo obsesionado con la autoafirmación, la interrupción es la condición para que algo distinto del yo tenga lugar.
Además, la interrupción es apertura a lo vulnerable. La Navidad, cuando es acontecimiento y no decorado, interrumpe porque pone en el centro lo que el mundo expulsa: un niño, la pobreza, la dependencia, la fragilidad. Mientras todo funciona según la lógica de la fuerza y del rendimiento, la interrupción introduce otra medida, otra escala de valor.
Finalmente, la interrupción es posibilidad de verdad. Solo cuando el ruido cesa un instante puede oírse el clamor de las víctimas. Solo cuando la marcha triunfal se detiene aparece Gaza -y tantos otros lugares- no como noticia pasajera, sino como herida que interpela. La continuidad anestesia; la interrupción despierta. Por eso, lo mejor será la interrupción:
no como evasión,
no como paréntesis estético,
sino como quiebra real en la manera de habitar el mundo.
Sin interrupción no hay acontecimiento.
Sin acontecimiento no hay conversión.
Sin conversión, todo, también la Navidad, queda reducido a una forma más de seguir adelante como si nada esencial estuviera en juego.
En el nombre del niño de Belén, signo de todas las criaturas masacradas en Gaza y en tantos otros lugares, os deseo la mejor interrupción y comparto con todas algunos de mis amaneceres montañeros de este año 2025.








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