Sed de sangre: Historia íntima del combate cuerpo a cuerpo en las guerras del siglo XX
Traducción de Luis Noriega
Crítica, 2008
"El acto característico de los hombres en la guerra no es morir sino matar. Para los políticos, los estrategas militares y muchos historiadores, la guerra quizá sea una cuestión de conquistar territorio o de luchar por recuperar el honor nacional, pero para el hombre en servicio activo una confrontación bélica implica la matanza lícita de otras personas. Su peculiar importancia deriva del hecho de que tal acción no es homicidio, sino un derramamiento de sangre sancionado, que las autoridades civiles de más alto nivel legitiman y la enorme mayoría de la población aprueba. En el siglo XX, las dos guerras mundiales y la guerra de Vietnam mancharon de sangre las manos y las conciencias de miles de hombres y mujeres británicos, estadounidenses y australianos. En este libro, los combatientes comparten sus fantasías y experiencias concretas de causar la muerte a otros seres humanos y, en el proceso, se revelan como individuos transformados por un abanico de emociones en conflicto: el miedo a la par que la empatía; la ira a la par que la euforia. Estos hombres se rindieron a una indignación moral irracional, aunque sincera, hallaron alivio en una culpa atroz e intentaron negociar el placer en un paisaje de violencia extrema.
[...] En este sentido, la guerra no es el infierno y el soldado que empuña una bayoneta no es una bestia enloquecida. En la guerra los actos de matar íntimos los comenten sujetos históricos provistos de lenguaje, emoción y deseo. Matar en tiempos de guerra es inseparable de cuestiones sociales y culturales más amplias. El combate no acaba con las relaciones sociales, sino que, más bien, las reestructura. Inevitablemente la fantasía permea todas las narraciones. El propósito de este libro es examinar la forma en que los hombres experimentan el matar, entender cómo la sociedad lo organiza e investigar las maneras en que se ha incrustado dentro de la imaginación y la cultura del siglo XX".
[...] En este sentido, la guerra no es el infierno y el soldado que empuña una bayoneta no es una bestia enloquecida. En la guerra los actos de matar íntimos los comenten sujetos históricos provistos de lenguaje, emoción y deseo. Matar en tiempos de guerra es inseparable de cuestiones sociales y culturales más amplias. El combate no acaba con las relaciones sociales, sino que, más bien, las reestructura. Inevitablemente la fantasía permea todas las narraciones. El propósito de este libro es examinar la forma en que los hombres experimentan el matar, entender cómo la sociedad lo organiza e investigar las maneras en que se ha incrustado dentro de la imaginación y la cultura del siglo XX".
Publicado en 1999 y premiado con el Wolfson History Prize, este libro se adentra en un territorio tabú de la historiografía
bélica: no en el heroísmo, ni en el trauma, sino en el placer. Apoyándose en cientos de cartas, diarios y testimonios de
soldados británicos, estadounidenses y australianos que combatieron en las dos guerras mundiales y en Vietnam, la autora argumenta,que el combate
puede despertar un gozo físico y emocional, incluso un éxtasis, que
convive -a veces sin contradicción- con el miedo y el horror.
"Creo que la mayoría de los hombres que han estado en la guerra tendrían que admitir, si son honestos, que en el fondo también les encanto". "Hoy tuvimos nuestra primera clase de bayoneta -es toda un arma-, dejamos el terreno más sucio que el infierno; todos tuvimos la misma idea, como si fuéramos niños con un juguete nuevo: queríamos probarla de inmediato. Es de esta forma que todos hemos empezado a sentirnos a propósito del combate en general: queremos probarlo". "Fingí estar indignado, pues la profanación de los cadáveres se desaprobaba por considerarse que era algo poco americano y contraproducente. Sin embargo, lo que sentía de verdad no era indignación. Mantuve mi cara de oficial, pero por dentro estaba... riéndome". "Un día... conseguí hacer un disparo directo contra un campamento enemigo y pude ver los cuerpos o partes de cuerpos volar por los aires y oír los alaridos desesperados de los heridos y de los que huían. Tuve que confesarme a mí mismo que se trataba de uno de los momentos más felices de mi vida". "En este punto, vi un alemán bastante joven, que corría hacia la trinchera con las manos levantadas, pidiendo clemencia. Le disparé de inmediato. Verlo caer fue una experiencia celestial".
Son solo algunos de los muchos testimonios personales que contiene el libro y a partir de los cuales la autora construye su argumento. Testimonios de acciones que van más allá del enfrentamiento convencional entre dos personas armadas que luchan en una guerra. Testimonios que hablan de asesinatos de prisioneros desarmados, de mutilaciones de cadáveres, de violaciones en grupo, todo ello legitimado, cuando no alentado, por las autoridades militares:
“El marine Ed Treratola también se refirió a la complicidad generalizada de las autoridades militares con respecto a las atrocidades. Cuando su unidad tenía que hacer una patrulla prolongada, lo que los hombres hacían era deslizarse en una aldea, secuestrar a una mujer y violarla entre todos. Después de ello, los soldados, dependiendo de su estado de ánimo, la liberaban o la mataban. En ocasiones, esto ocurría cada noche y, Treratola admitía. «los campesinos se quejaban». «Algunas veces», continuaba, «los oficiales superiores decían: “Bueno, mirad, tenéis que calmaron un rato, ya sabéis, dejad pasar un tiempo entre una y otra vez”. Pero nunca se nos disuadió de continuar»".
Joanna Bourke escarba en la textura psicológica de la violencia, desmontando el estereotipo del combatiente traumatizado como única consecuencia posible; al contrario, para muchos el acto de matar, torturar o violar se vivió como una intensificación radical de la existencia. La adrenalina, la camaradería y la sensación de dominio absoluto sobre la vida de otra persona forman una mezcla que puede ser adictiva. Lo inquietante, subraya la autora, es que estos hombres no eran monstruos previos a la guerra, sino ciudadanos corrientes a los que la maquinaria bélica moldeó para matar con eficacia… y disfrutarlo.
“El autor [de un manual de adiestramiento de la Home Guard británica] hacía hincapié en la necesidad de que los miembros de la Home Guard «se acostrumbraran» a la sangre y aconsejaba a los instructores llevar a sus hombres «al matadero local y dejarles mirar tanto como quieran. Al principio, detestaran el lugar, pero luego hay que repetir el ejercicio hasta que dejen de sentir repugnancia». Asimismo, proponía que los milicianos probaran por sí mismos «la resistencia de un cuerpo» utilizando sus «cuchillos asesinos» en los animales muertos («les sorprenderá comprobar la fuerza que se requiere para apuñalarlos»)”.
En este sentido, uno de los ejes más provocadores del libro es la impugnación que Joanna Bourke hace a las teorías que explican la violencia extrema en clave de “conciencia anestesiada” o “estado agéntico”, donde el combatiente actúa como ejecutor pasivo, desligado de responsabilidad moral, o bien como víctima irreversible de un trauma que lo marcará para siempre. Frente a esas lecturas, la autora sostiene que muchos soldados mataban con plena conciencia y aceptaban de buena gana su papel como actores de la guerra. Lejos de ser sujetos morales inertes, conservaban -o reconstruían- una “creatividad moral” que les permitía integrar la transgresión en su identidad sin quedar paralizados por la culpa. Esta visión, que desplaza el foco del “obedecían órdenes” al “eligieron actuar”, incomoda porque obliga a reconocer agencia allí donde otros ven solo coerción o alienación:
"Los combatientes, por tanto, no eran sujetos morales pasivos que tras cometer la transgresión definitiva quedaban marcados para siempre. Todo lo contrario, aceptaban de buena gana su papel como actores de la guerra y, de este modo, su conciencia moral lograba conservar su creatividad y capacidad de recuperación".
El libro destaca el papel jugado por la psicología, las iglesias y las autoridades políticas a la hora de construir un universo moral legitimador de las atrocidades de la guerra en nombre de un supuesto bien superior.
En este punto, la autora parece desestimar con demasiada ligereza las advertencias
de figuras como Henry de Man, quien en 1920 alertaba sobre el riesgo de
que millones de veteranos, habituados a matar y a disfrutarlo, pudieran
volcar esa experiencia en la violencia política interna. Bourke trata
estas predicciones como excesivamente alarmistas, pero creo que la historia
posterior ofrece ejemplos que las vuelven inquietantemente plausibles:
en la Italia de posguerra, los arditi y otros excombatientes nutrieron
las filas de los escuadrones fascistas de Mussolini, mientras que en
Alemania las Freikorps -integradas por antiguos oficiales y soldados- se
convirtieron en fuerzas de choque contra sindicatos y partidos de
izquierda, participando en asesinatos políticos y allanando el terreno
para el nazismo. No toda la generación de combatientes cayó en la
violencia civil, pero sí una parte significativa, y organizada, que
empleó las destrezas y vínculos forjados en la guerra para imponer
proyectos autoritarios. En este aspecto, considero que la prudencia analítica de Joanna Bourke roza la ceguera selectiva: al centrarse en la vivencia íntima del
acto de matar, resta peso a las consecuencias colectivas y
estructurales de esa experiencia (frente a la conocida tesis de la "brutalización" de George L. Mosse).
La propuesta de Bourke ha generado numerosas críticas. Una reseña en The Harvard Crimson señaló que la selección de fuentes favorece su tesis y que la
experiencia bélica no es tan uniforme como el libro podría sugerir. Por su parte, el historiador Anthony Beevor ha cuestionado que el placer sea el motor principal en la batalla cuando, en su opinión es el miedo y el mero instinto, lo que puede ser cierto; lo que no entiendo es la afirmación de Beevor de que la tesis de Joanna Bourke se diseñó para encajar en una agenda feminista bastante extrema ("a pretty extreme feminist agenda").
De hecho, ami juicio cuando la autora aborda el papel de la mujer en la guerra se mueve por un terreno resbaladizo en términos muy poco feministas. Su reflexión sobre las “mujeres guerreras” pretende extender la tesis del placer en el combate más allá del género masculino, pero para ello cita unos pocos casos documentados de combatientes femeninas, junto a pasajes literarios y crónicas donde se exalta el ardor guerrero de las mujeres. El contraste con el abundante material sobre soldados varones torturando, mutilando y violando es abismal: miles de testimonios directos de brutalidad frente a unas cuantas escenas aisladas, muchas filtradas por la pluma masculina o por fines propagandísticos. Así, la equiparación corre el riesgo de apoyarse más en una voluntad interpretativa -la de subrayar que el goce violento es potencialmente humano y no fundamentalmente masculino- que en una base empírica comparable. El propio texto confirma la dificultad (yo diría que la imposibilidad) de sostener esa equiparación:
“En Corea, las mujeres de los comandos tenían fama de ser tan «inflexibles» y «peligrosas como los hombres, o todavía más». Con todo, es importante señalar que no hay ninguna prueba de que las combatientes fueran de verdad más propensas en realidad a jugar sucio. De hecho, Flora Sanders recordaba al menos un incidente en el que reprendió a sus compañeros varones por comportamiento poco deportivo. La habían desafiado a un concurso de puntería en el que el blanco era un búlgaro herido y ella, tirando su rifle, les dijo con desprecio: «¡Qué tíos tan valientes sois! ¿Por qué no disparáis contra un hombre que pueda responder al fuego?»”.
Como lectura, Sed de sangre incomoda y obliga a mirar de frente una verdad perturbadora: la capacidad humana para encontrar sentido y hasta goce en la destrucción de sus semejantes. Su riqueza documental, la fuerza de su prosa y la audacia de su enfoque la convierten en una pieza clave para repensar la guerra desde un ángulo raras veces admitido. Al cerrar el libro, te quedas con una sensación amarga: que la barbarie no siempre es un accidente ajeno sino algo que puede florecer, con aterradora naturalidad, en cualquiera de nosotros. La guerra y la cultura de la muerte y la brutalidad que son su fundamento son una construcción social. Como dice la autora en la introducción, "Matar en tiempos de guerra es inseparable de cuestiones sociales y culturales más amplias. El combate no acaba con las relaciones sociales, sino que, más bien, las reestructura". De ahí la urgencia de seguir trabajando por una cultura y unas relaciones sociales que se lo pongan difícil a la sed de sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario