El pasado 4 de noviembre este diario se hacía eco de las XIV Jornadas estatales de Psicología contra la Violencia de Género, organizadas en Bilbao por el Colegio de Psicología de Bizkaia, en concreto sobre una mesa redonda en la que miembros de diversos órganos judiciales reflexionaron sobre el tratamiento de la violencia machista en el ámbito jurídico y “lo delicado que es valorar la credibilidad de una víctima de violencia sexual”. El titular de la noticia era: “Para un juez es difícil valorar el silencio de una víctima de violencia sexual”.
Se trata de una cuestión fundamental, de la que se han ocupado numerosas autoras y que incide particularmente en los itinerarios de las mujeres víctimas de violencia machista en los procedimientos judiciales. Itinerarios que se ven afectados por la persistencia de lo que la filósofa Miranda Fricker denomina “injusticia epistémica”, el hecho de que las declaraciones de ciertas personas, por efecto de imaginarios y estereotipos socioculturales profundamente asentados, muchas veces inconscientes, sufren un déficit de credibilidad frente al de otras: es el caso de personas anónimas frente a otras conocidas públicamente, el de personas racializadas frente a personas autóctonas, el de personas pobres frente a otras acomodadas y, muy especialmente, el de las mujeres frente a los hombres. No tener en cuenta la existencia objetiva de esta distribución desigualitaria de la credibilidad acaba produciendo situaciones de “injusticia testimonial”, caracterizadas por la desigual atribución de credibilidad a unas y otras personas al margen del contenido de sus declaraciones.
Las mujeres sufren sistemáticamente lo que Deborah Tuerkheimer llama “descuento de credibilidad”. En el contexto judicial la credibilidad implica mucho más que valorar la verdad de la acusación formulada. Cuando una mujer presenta una denuncia por violencia sexual está haciendo tres afirmaciones: esto sucedió, lo que sucedió está mal y eso tiene importancia. El oyente puede decidir que la conducta denunciada no ocurrió, o que, si ocurrió, no fue culpa del acusado sino (al menos en algún grado) de la denunciante, o que el hecho denunciado no es lo suficientemente grave como para merecer preocupación. A menos que las tres afirmaciones (sucedió, está mal, importa) sean aceptadas, la acusación será desestimada como falsa, ausente de culpa o sin importancia. Estos tres mecanismos de descuento de credibilidad pueden superponerse y a menudo se confunden, pero cada uno por sí solo es suficiente para hundir una declaración.
A principios de los años noventa Kathy Mack escribió: “Creer en las mujeres representa un paso radical hacia adelante porque el mundo en general, y la ley en particular, consideran a las mujeres menos dignas de ser creídas que a los hombres por la única razón de ser mujeres”. No negaremos que se han dado pasos positivos en esta dirección, sobre todo gracias a la ley de garantía integral de la libertad sexual, tan trabajosamente impulsada por la ministra de Igualdad Irene Montero. También hay que valorar que la Sala de lo penal del Tribunal Supremo (sentencia de 6 de marzo de 2018) haya reconocido que muchas veces las víctimas de violencia machista pueden declarar en una situación de "revictimización", lo que deriva en “dificultades que puede expresar la víctima ante el Tribunal por estar en un escenario que le recuerda los hechos de que ha sido víctima y que puede llevarle a signos o expresiones de temor ante lo sucedido que trasluce en su declaración”. Pero son pasos muy recientes, limitados en su implementación práctica y, sobre todo, cuestionados por un machismo que es estructural y estructurante.
La violencia sexual no es una forma más de violencia, es una violencia muy específica que expresa y encubre un sistema de poder con el que las mujeres víctimas vuelven a chocar cuando transitan por las instituciones judiciales, donde se enfrentan a la ardua tarea de hacer comprensible su experiencia luchando contra sesgos androcéntricos y estereotipos de lo que es y no es una “buena víctima”. Por eso la violencia sexual debe ser analizada como una realidad procesual: la policía, los tribunales de familia, los juzgados de infancia y los equipos psicosociales, a menudo hacen que las mujeres violentadas no se sientan creídas.
La victimización secundaria en los juzgados de las mujeres víctimas de violencia machista es un hecho probado por numerosas investigaciones y comprobado cada día por las mujeres que trabajan en asociaciones como Bizitu Elkartea o Guerreras del Alto Deba, asociaciones de mujeres supervivientes de esa violencia. Si la judicatura quiere avanzar en la tarea de valorar el silencio de las víctimas de violencia machista en los tribunales no hay mejor manera de hacerlo que escuchar a las mujeres supervivientes fuera de los tribunales: en sus organizaciones, reivindicaciones, y luchas. No sabrán interpretar los silencios de las mujeres en un tribunal hasta que no escuchen sus voces en la calle.
Amaia González Llama es socióloga y activista en Bizitu
Imanol Zubero es profesor de Sociología en la UPV/EHU
El Correo, 25 de noviembre de 2023
No hay comentarios:
Publicar un comentario