jueves, 12 de febrero de 2015

¡Qué guapos y qué listos son!

Dice Strauss-Khan que jamás pensó que las mujeres que participaban en sus orgías lo hicieran por dinero. ¿Por dinero? Un tipo como él, guapo, triunfador, vigoroso, encantador, se lleva a las hembras de calle. Es algo de sobra sabido. Mujeres jóvenes, supongo que muy atractivas, prestándose a prácticas sexuales que algunas han calificado como "carnicería" o "masacre". Pero claro, ¿qué puede haber más fascinante para una mujer que dejarse violentar por un tipo que se da un respiro en una vida tan estresante, dedicado a "salvar al planeta de una de las crisis financieras más graves"? Lo mismo que ocurría con Berlusconi, otro bollycao.

Y de orgía sexual a orgía financiera. El presidente de Kutxabank, Gregorio Villalabeitia, se ha subido un 73% el sueldo para cobrar 800.000 euros al año. Se lo merece, claro. Si el francés es el DSK de la política, el vasco es el CR7 de la economía. ¿Os imagináis que se nos ocurre racanearle el sueldo –digamos que pagarle sólo 400 o 200 mil euros- y que el tío nos abandona y ficha por otra empresa? ¡Qué desgracia, dios mío!
 

Bueno, basta de bromas. Nos hemos alarmado por el ébola cuando la infección que debería preocuparnos es el idiotismo moral. Como escribió Norbert Bilbeny hace unos años, idiota moral es aquella persona que no siente la contradicción, incapaz de distinguir las implicaciones éticas de sus actos y de sus decisiones. El hecho es que tenemos los consejos de administración, los gabinetes de gobierno, los centros de poder, llenos de idiotas morales.
 
Linda McQuaig y Neil Brooks describen perfectamente el apogeo de estos parásitos económicos en su libro El problema de los supermillonarios (Capitán Swing, 2014). Ninguno de ellos –casi siempre son “ellos”- resulta ser especialmente talentoso, ni se significan por espectaculares aportaciones personales. De hecho, se me hace muy difícil pensar que alguien, por sí mismo, pueda hacer una aportación social de tal importancia que merezca retribuciones tan elevadas como las que hoy se conceden directivos como Villalabeitia. Si acaso, de merecerse estos reconocimientos económicos yo pensaría más bien en personas como la religiosa Paciencia Melgar, que tras superar el ébola en un hospital de Monrovia se mostró dispuesta a donar su sangre para elaborar el plasma que pudiera salvar a otras personas enfermas. ¿Cuántos miles de euros podría haber pedido la religiosa a cambio de su sangre sanadora?
 
El libro está lleno de excelentes ejemplos. En 1894 Rockefeller tenía unos ingresos de 1,25 millones de dólares (unos 30 millones en dólares de hoy), 7.000 veces más que el sueldo medio de la época; en 2007, John Paulson, gestor de fondos de alto riesgo, ganaba 3.700 millones de dólares, más de 80.000 veces el sueldo medio de Estados Unidos. ¿Acaso Paulson generó 10 veces más riqueza que Rockefeller? Otro ejemplo. En 1950 el presidente de General Motors, entonces la primera compañía de Estados Unidos, ganó 586.000 dólares (unos 5 millones de dólares actuales); en 2007, General Motors pagó a su presidente 15,7 millones de dólares, a pesar de que la empresa había sufrido pérdidas por valor de 39.000 millones. ¿Cómo se puede pagar tres veces más por una gestión millones de veces peor?
 
McQuaig y Neil Brooks lo tienen claro: “Lo más normal es que obtengan sus gigantescas remuneraciones como resultado de la mera suerte, de una actuación despiadada, de su capacidad para especular, de sus fullerías o simplemente por estar mejor posicionados para dirigir las ganancias hacia ellos mismos o para capitalizar oportunidades generadas por la sociedad y de las que otros podrían -y deberían- haberse beneficiado si ellos no hubieran estado allí”. Y entre estas fullerías el amiguismo de los consejos de administración o las puertas giratorias entre política y empresa juegan un papel fundamental.
 
“Más que la creación de riqueza -concluyen-, su principal logro ha sido conseguir desviar hacia ellos mismos una enorme parte de la riqueza creada, lo que en economía se conoce como rentismo parasitario”. Parásitos, sí. Ladillas o garrapatas, según sobre qué parte del organismo social –el sexo o el dinero- se abalancen para atiborrarse.
 
Publicado en El Diario Norte, 11/02/2015
 

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