jueves, 2 de octubre de 2025

La bolchevique enamorada

Alexandra Kollontai
La bolchevique enamorada
(no se indica la persona traductora)
Txalaparta, 2008

"¡Un nene! ¡Qué ilusión! Ahora podría enseñar a las otras mujeres cómo se educaba un niño comunista. No había necesidad de familia, todo eso eran tonterías. Lo que había que hacer era organizar una casa-cuna capaz de mantenerse a sí misma. La práctica era mejor que la teoría. Vasya pensó tanto en esa idea de la casa-cuna que se mantuviese a sí misma, que casi se olvidó del niño. Sin embargo, no se acordó de Vladimir. Como si no tuviese nada que ver con aquello".


Alexandra Kollontai (1872-1952) fue revolucionaria bolchevique, diplomática y una de las primeras mujeres en ocupar un cargo ministerial en el mundo. Su pensamiento giró siempre en torno a la liberación femenina desde una perspectiva socialista, convencida de que la emancipación económica no bastaba si no iba acompañada de una revolución en las relaciones afectivas. La bolchevique enamorada es su relato de ficción más conocido, publicado en 1927, en un momento en que las mujeres empezaban a cuestionar el peso del amor romántico tradicional frente al compromiso político y la vida colectiva.

La trama es sencilla, pero cargada de hondura simbólica. La protagonista, Vassilissa (también llamada, familiarmente, Vasya) es una joven militante bolchevique, entregada a la causa revolucionaria. De pronto, el amor irrumpe en su vida: se enamora apasionadamente de un camarada, Vladimir, y esa pasión la consume hasta hacerla dudar en ocasiones de su capacidad para seguir consagrada por entero a la Revolución. Kollontai presenta dos formas de amar en tensión. Una, la del viejo amor romántico, con sus celos, sacrificios personales y dependencia. Otra, la que ella defendía como horizonte socialista: el amor-comunidad, basado en la camaradería, la libertad, la igualdad y la posibilidad de convivir sin cadenas ni exclusividades que minen la entrega a lo colectivo. La protagonista acaba comprendiendo que ese amor burgués, exclusivo y devorador, no puede convivir con la militancia, y en esa toma de conciencia asoma la propuesta de un nuevo tipo de afectividad, coherente con los ideales revolucionarios.

Pero en esta tensión también juega un papel importante la propia personalidad de Vladimir, diletante, quejica, machista, maltratador (“Un día que llovía mucho, Vasya dejó su sombrero en el local central del Partido y se puso su chal en la cabeza. Al verla, Vladimir frunció el entrecejo y refunfuñó: «¡Cómo te vistes! ¡La falda es una porquería! Y vienes a casa con el chal por la cabeza como una campesina. ¡Qué astrosa!»”) y hasta un violador, como en la escena con la joven que trabaja en su casa como empleada doméstica, Styosha: “¡Bonito juego el suyo! ¡Si me echó contra la cama! Menos mal que soy fuerte. Y nadie puede poseerme contra mi voluntad”. Vassilissa comprende y disculpa todo, lo que resulta odioso.

En sus ensayos teóricos Kollontai formula una crítica radical al amor burgués y a la institución de la familia, denunciando que las viejas formas de amar -celosas, posesivas, cargadas de dependencia- son cadenas invisibles que oprimen a la mujer y frenan su emancipación. El amor, dice, no debería ser un campo de sacrificio ni de dominación, sino un espacio de libertad compartida. Y solo en una sociedad socialista podría florecer ese nuevo tipo de relación, donde los individuos se unan sin perder su independencia y sin subordinar sus deseos a las normas impuestas por la moral burguesa. Cuando Alexandra Kollontai escribió La bolchevique enamorada, no estaba simplemente contando la historia de una joven militante atrapada entre la pasión y la causa. En realidad, tejía en clave literaria las mismas ideas que ya venía defendiendo en sus ensayos políticos. El relato funciona como un espejo íntimo de su pensamiento teórico, pero con la fuerza emocional de una confesión. La novela encarna estas ideas de manera más experiencial. La protagonista vive en carne propia la contradicción: ama con intensidad a un camarada, pero descubre que ese amor la arrastra a un estado de sumisión que la aleja de la lucha revolucionaria. El dilema de la protagonista es el mismo que la autora disecciona en sus ensayos, pero aquí toma la forma de un drama íntimo, humano y reconocible.

Hay, sin embargo, una diferencia de matiz. En sus textos teóricos, Kollontai habla con una voz segura y programática: señala la necesidad histórica de transformar el amor, propone la moral sexual comunista, describe el porvenir de la familia bajo el socialismo. En cambio, en el relato aparece la duda, la fragilidad, la contradicción interna. La joven bolchevique no es una teórica que dicta normas, sino que es un ser humano desgarrado entre lo que siente y lo que cree deber sentir. Ahí reside la fuerza literaria del relato, al humanizar una reflexión política que, en los ensayos, podría parecer abstracta o lejana. Ambas miradas se complementan: la teoría aporta la estructura ideológica, el marco; la narración muestra el rostro humano de ese conflicto. Y quizás esa combinación fue el mejor aporte de Alexandra Kollontai, no solo pensar la revolución en términos de fábricas y soviets, sino también de besos, de emociones, de cuerpos y afectos.

Pero la novela no se limita a plantear un dilema sentimental y en sus páginas laten otros conflictos de la Rusia de los años veinte. La autora deja entrever la aparición de una nueva élite bolchevique que, tras la Revolución de Octubre, empieza a rodearse de lujos antes reservados a la burguesía y la aristocracia zarista: viviendas amplias, ropas finas, mesas bien servidas e incluso servicio doméstico, mientras la mayoría del pueblo sobrevive en la miseria. La protagonista percibe con desconcierto cómo algunos camaradas y el propio Vladimir adoptan esos privilegios, y esa constatación contamina también su vida amorosa: ¿cómo amar plenamente a un hombre que ya vive como parte de esa aristocracia bolchevique, ajena a las penurias de las masas?

El episodio más significativo, en este sentido, es una fuerte discusión con Vladimir, en la que Vassya sostiene que no es correcto que un comunista viva como los burshuis, los burgueses del viejo régimen, y que, sobre todo un dirigente, debería llevar una vida ejemplar. Vladimir, en cambio, responde con tono defensivo: “¿Que no vivo como un comunista? ¿Querrán mandarme que me haga monje? […] ¿Por qué esperan que yo viva como un asceta? ¿Qué derecho tienen a ocuparse de mi vida privada?”. La conversación condensa el choque entre dos visiones de la moral comunista: la exigencia de coherencia revolucionaria que defiende la protagonista frente al pragmatismo de un dirigente que se escuda en la separación entre lo público y lo privado.

Esa tensión dramatiza un dilema mayor: ¿hasta qué punto la revolución debía transformar no solo las fábricas y los soviets, sino también las costumbres, la intimidad, los modos de convivir y hasta el uso de los bienes materiales? Para Kollontai la respuesta era clara: si en el ámbito privado se reproducen privilegios o dependencias, la emancipación sigue incompleta. De ahí que el relato no sea solo una historia de amor, sino también una denuncia velada de la incoherencia de ciertos cuadros bolcheviques y del riesgo de una aristocratización del poder.

No sorprende que en su momento la obra generara amplios debates. Hoy se reconoce como un texto pionero del feminismo socialista y de la crítica al amor romántico, con una vigencia que no ha perdido fuerza: sigue interpelando sobre cómo equilibrar vida afectiva y proyectos colectivos, y sobre la necesidad de transformar también las relaciones íntimas y, en general, nuestro horizonte de deseos, si realmente queremos transformar la sociedad. Un relato en el que lo íntimo y lo político se entrelazan para recordarnos que la revolución no estará completa si el amor, la convivencia y hasta la manera de vivir no se transformaban también. Y que no hay revolución sin una profunda transformación moral que afecte a todas las dimensiones de la existencia.

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