martes, 28 de julio de 2020

Agua salada

Jessica Andrews
Agua salada
Traducción de Rubén Martín Giráldez
Seix Barral, 2020

"Embutí todas mis pertenencias en una fea maleta con estampado de flores y me apoyé encima de la tapa con los brazos en cruz tratando de cerrarla. Mi madre se rio al verme.
- Volverás, Lucy, ¿sabes? No hace falta que te lo lleves todo.
Remetí lentejuelas por los lados mientras me oía decir con voz entrecortada:
- No quiero dejar nada".


Pero tenía razón su madre: Lucy regresó; y ella estaba equivocada: fue mucho lo que dejó atrás al irse a Londres.

No es de extrañar: se trata de un relato que empieza (y termina) en su(s) cuerpo(s). El primero de todos, el cuerpo de su madre engendrándola: "Comienza con nuestros cuerpos. Piel con piel. Mi cuerpo brota del tuyo. Juntas y resguardadas en la oscuridad violácea y, sin embargo, ya hay espacios que empiezan a abrirse entre nosotras". El segundo, el cuerpo de su abuelo fallecido en su casa de Burtonport, una pequeña localidad pesquera del condado irlandés de Donegal: "Mi primer cuerpo muerto fue el de mi abuelo. Mi madre y yo nos pasamos dos días en Irlanda velándolo en el tanatorio mientras acudia a darnos el pésame gente a la que yo no conocía de nada. Me levanté y me fui al fondo de la sala porque pensaba que los párpados de mi abuelo iban a perforarme la piel si me quedaba cerca mucho rato".

Lucy es una joven de clase trabajadora que se aleja de los cuerpos que la han criado, con todo lo que ello implica. Cuerpos que encarnan afectos, palabras, paisajes, relaciones. Deja todo esto tras de sí cuando viaja a Londres para estudiar y, para pagarse los estudios, trabajar en diversos bares y pubs: "Antes de venir a Irlanda vivía en Londres. Me tenían fascinada las luces de colores que se proyectaban contra el río en mitad de la noche y los tropeles de chicas guais en sandalias de tiras que auguraban un futuro de bolsitos y plantas de interior. Pensaba que aquélla era la clase de vida que supuestamente debía desear. Trabajaba en un bar por las noches mientras trataba de averiguar cómo lograrlo".

Pero pasará el tiempo y regresará a la casita de piedra de su abuelo, que su madre y ella han heredado; el lugar más opuesto al dinamismo de Londres que cabe imaginar: "Está remetida en un recoveco atestado de ruibarbo gigante y hortensias moradas. Hay patatas silvestres, cachorros de gato sarnoso y matas de tréboles arracimadas por los rincones. El jardín está desbordado de malas hierbas, pero si me encaramo al tejado de la cocina, veo el mar". Sin embargo, con veinticinco años ha regresado a un lugar en el que no quiso dejar nada, y lo ha hecho para quedarse:

"No voy a volver a Londres. En su momento codicié la velocidad y la proximidad de un centro, la sensación de que siempre estaba a punto de suceder algo, sólo que a cierta distancia. La ciudad era una forma imposible de clasificar, cambiante y en movimiento, infinitas posibilidades pendían de las calles como frutos. Ahora, cuando pienso en la ciudad, pienso en sus rectángulos y cuadrados; formas impenetrables de codos brutales apartándome a golpes".

En una entrevista la autora reconoce que si bien muchas de las escenas que aparecen en el libro son reales, responden a sus propias vivencias, mientras que otras han sido reelaboradas en el proceso de escritura, todas las emociones que estas escenas reflejan y transmiten son suyas. Porque se trata de un relato cuajado de sentimientos y emociones, tantas que desbordan sus páginas. Las que le provoca su padre: alto, cariñoso, inconstante, ingenioso, habilidoso, alcohólico y tantas veces ausente. Las que le transmite su madre: su cuerpo suave ("Soy hablante fluida del idioma de tu cuerpo"), su perfume, su alegría, su belleza... Las relacionadas con su adolescencia y las transformaciones físicas que conlleva ("Y luego crecer más, hasta ocupar un tipo de cuerpo distinto").

Es una novela muy física: hay sal y barro, humedad y sudor, menstruación, dolor y placer, borracheras; los aromas de cada estación y el olor de la pintura fresca; hay sabor a cereza, a cerveza, a vodka y a vino; el sonido de las olas que rompen y el de la música de los Waterboys, Bob Dylan, los Stones, The Libertines, Pete Doherty, Artic Monkeys, Billy Bragg, la maravillosa Fairytale of New York...

"Me ha empezado a oler el sudor como el océano Atlántico. Tengo la ropa cubierta de una capa de polvo oxidado del montón de cenizas y noto un sabor a hierba húmeda, estrellas frías y limpiador de cocina con aroma a satsuma".

Es también una novela en la que las palabras y el lenguaje son protagonistas. Palabras-sentimiento: "He estado pensando en el idioma como un lenguaje donde poner tus sentimientos"; palabras que ayudan a "conservar el olor a regaliz de fresa y a tierra de jardín"; palabras distintas en cada diferente lugar: "Donegal me está enseñando un nuevo vocabulario. Hay palabras para distintos tipos de barro y helecho, montones de palabras para decir 'salvaje' y plabras distintas para señalar el paso del tiempo".

Un libro que contiene muchos libros. Un libro que se lee, se escucha, se huele, se saborea... Uno de los mejores libros que he leído este año. Espero que se compre y se lea mucho, y que no sea más que la primera y preciosa obra de una larga carrera literaria.

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