martes, 23 de octubre de 2018

Pintar un pueblo

En el marco de las pasadas fiestas de agosto, en Camporredondo de Alba se celebró un concurso de pintura al aire libre, en el que me pidieron actuar como miembro del jurado. El tema, obligatorio, era el pueblo; la técnica, en cambio, era libre. Eso sí: todas las pinturas debían realizarse en un tiempo limitado, a lo largo de la mañana del mismo día en que tenía lugar el concurso.
Se presentaron 15 obras, firmadas por autoras y autores procedentes de diversos lugares de España: uno de los pintores procedía de Sevilla. Durante toda la mañana pudimos ver cómo cobraban forma sus obras, desde unas primeras líneas que apenas dejaban adivinar de qué parte del pueblo se trataba, hasta el colorido resultado final. 

Y ahí estaban, ante nuestros ojos, paisajes que nos hemos acostumbrado a ver cada día que estamos en el pueblo: la iglesia, el río, la presa, la plaza de la Olma, el propio pueblo desde lo alto… Ahí estaban, familiares y reconocibles; pero también con un toque que los hacía diferentes. O, al menos, así me lo parecía a mí. 




No era cómo cuando vemos unas fotografías, que reproducen exactamente la realidad fotografiada. No. Esas pinturas tenían algo especial, algo que incorporaba a esas escenas conocidas un punto de irrealidad. Algo que no soy capaz de describir, por lo que recurro a las palabras de John Berger, uno de los mayores expertos en el análisis de las imágenes pintadas o fotografiadas (y también un novelista comprometido con la memoria del mundo rural europeo). Escribe Berger en uno de sus libros: 

“A las fotos, los vídeos, las películas no se les encuentra nunca la cara: no la tienen; como mucho se encuentran recuerdos de apariencias y de parecidos. La cara, por el contrario, siempre es nueva: algo que no has visto nunca, pero que sin embargo te resulta conocido. Cuando un cuadro terminado hace que nos paremos delante, nos paramos como si el cuadro fuera un animal que nos está mirando”

Durante unas horas, mientras aquellos cuadros estaban expuestos para que todas las vecinas y vecinos pudiéramos contemplarlos, hubo pinturas que nos devolvían la mirada. Era nuestro pueblo, sí, pero visto a través de los ojos de artistas que, tras el concurso, se volvían a sus lugares de origen. Tal vez era eso lo que las dotaba de “cara”, conocida y desconocida al mismo tiempo.

El cuadro que más me gustaba no consiguió ninguno de los premios. Pero fue bonita la experiencia de ver el pueblo a través de los ojos de todos esos artistas.

Artículo publicado en SEMENTERA

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