Nos vemos allá arriba, de Piérre Lematrie, es una hermosísima novela. El horror que destila su primer capítulo, que nos sitúa en los últimos pero no por ello menos dramáticos días de la Primera Guerra Mundial, no nos abandonará durante un buen rato. Sin embargo, no se trata de una novela sobre la guerra y sus efectos sobre las personas y las sociedades que la sufren. Este es el escenario, pero podría haber sido otro. Tampoco es una novela carente de ironía y humor.
Novela coral, no hay personaje que carezca de importancia. Novela moral, no hay situación cuyo desarrollo y desenlace no nos plantee profundos interrogantes. Llena de personajes heridos y mutilados, tanto en un sentido físico como espiritual o psicológico, que sin embargo componen una radiografía bastante exacta de lo que los seres humanos somos capaces de hacer y de ser, de lo mejor y de lo peor.
Al terminarla esta tarde no he podido evitar relacionar a uno de sus protagonistas, el ambicioso e inmoral capitán Henri d'Aulnay-Pradelle, con cualquiera de los muchos corruptos de tarjeta black convencidos de que cualquiera de sus muchas atribuciones (sueldos de escándalo, regalos en especie, tarjetas opacas) se debían a su natural valía y, por tanto, nada debían reflexionar al respecto:
Para Henri, el mundo se dividía en dos categorías: las bestias de carga, condenadas a trabajar duro, ciegamente, hasta el final, a vivir al día, y los seres elegidos, que tenían derecho a todo [...]. Henri d'Aulnay-Pradelle, yerno de Marcel Péricourt, héroe de la Gran Guerra, millonario a los treinta años, destinado a los mayores éxitos, que circulaba a más de ciento diez kilómetros por hora por las carreteras del Orleanesado y que ya había atropellado a un perro y dos gallinas. Bestias de carga, una vez más, todo se reducía a lo mismo. Los que vuelan y los que sucumben.
Queriendo hacerse rico enterrando los cadáveres de soldados franceses en ataúdes fabricados con madera barata de tan sólo un metro treinta de longitud, a menos y peor madera más margen de beneficio, aunque para ello hubiera que trocear los cuerpos, Pradelle actúa con la misma displicencia que han mostrtado Rato y Blesa en su declaración ante el juez Andreu:
¿Cómo era posible que no prestaran más atención a los gastos con esas tarjetas? Ahí coincidieron Rato y Blesa en que eran cantidades muy pequeñas comparadas con lo que ganaban.
Pero en la novela hay también un personaje en principio secundario, un viejo, extravagante y no muy agradable funcionario público que, a pesar de encontrarse al final de una vida personal y profesional desgraciada, decide que no va a permitir tamaña injusticia:
Lo que siguió fue el resultado de una curiosa alquimia en la que se combinaban la siniestra atmósfera de aquellos cementerios (que le recordaban el desastre de su vida), el carácter vejatorio del bloqueo administrativo que se le había impuesto y su habitual rigidez: un funcionario tan probo como él no podía conformarse con hacer la vista gorda. Aquellos jóvenes caídos, a los que nada lo unía, eran víctimas de una injusticia y no tenían a nadie más que a él para repararla. En pocos días, eso se convirtió en una idea fija. Esos muertos empezaron a obsesionarlo, como un amor, unos celos o un cáncer. Pasó de la tristeza a la indignación. Montó en cólera.
Y no he hablado nada de la sorprendente historia de Albert Maillard y Édouard Péricourt, los verdaderos protagonistas de la novela. Tal es la riqueza de este excelente libro...
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