Nuestra casa en el bosque
Traducción de Ilana Marx
Volcano, 2018
"Fue una época de mucho ajetreo. Había mucho que aprender. Aprender rápido. Teníamos que aprender a aceptarnos, aprender a fijar prioridades, a acostumbrarnos a las rutinas, tanto a las de las cosas prácticas como a las emocionales. Tuvimos que aprender a lidiar con muchas novedades. Tuvimos que aprender a desprogramarnos. Y tuvimos que aprender todo a partir de la experiencia, o, más exactamente, de la experiencia del fracaso. Era muy frustrante. Pero al mismo tiempo, parecía como si viviéramos en el ombligo del mundo, como si no estuviéramos en ninguna otra parte sino allí, y el mundo fuera del valle hubiera dejado de existir. Y los momentos de felicidad, ¿cómo podía valorarse esa felicidad, esa vida plena? ¿Y cómo podía comunicarse ese sentimiento a los demás? ¿Cómo honrar el hecho de que todo tiene vida: las piedras, los árboles, las montañas mismas, si uno ha sido un cínico durante toda su vida?".
Andrea Hejlskov cuenta la historia de una fuga real: la de una familia, la suya, que, cansada de una vida que ya no siente como propia, decide dejarlo todo y desaparecer en un bosque sueco. La huida no nace de un arrebato romántico, sino del desgaste acumulado: la sensación de trabajar sin descanso para sostener una casa, unos horarios y una normalidad que se derrumba por dentro; la impresión de que la vida familiar se ha vuelto un territorio hostil, lleno de tensiones, pantallas, deudas y silencios. Andrea y su marido, Jeppe, sienten que están perdiendo algo esencial, que la vida moderna consume la energía que antes dedicaban a sostenerse mutuamente y cuidar de sus hijos.
"La felicidad solo existía en verano, cuando dejábamos todo atrás y dormíamos todos juntos en la playa. Jeppe y los niños pescaban cangrejos de mar, hacíamos verduras a la brasa y comíamos sandía. La felicidad era estar fuera de casa. Entonces nos sentíamos bien. [...]
Lo cotidiano era que los niños, cuando llegaban a casa del colegio, se fueran directos a su habitación. Lo cotidiano eran las pantallas, no tener nunca suficiente dinero, nunca, nunca, nunca tener suficiente tiempo; ninguno de nosotros tenía ganas de cocinar, así que comíamos patatas fritas, nuggets de pollo y pizza congelada. En el supermercado tiraba la compra sobre la cinta de la caja como si me diera vergüenza".
Así que toman una decisión que desde fuera parece extrema: renuncian a todo lo que tenían, cargan el coche y se van al bosque, con sus cuatro criaturas, como si la frontera entre esa vida y otra posible pudiera cruzarse simplemente conduciendo.
Pero una vez allí descubren que el bosque no es un decorado idílico, sino una prueba constante. La familia se instala primero en un tipi grande, una especie de carpa que sirve de cocina y sala de estar, y utiliza la vieja cabaña cercana solo para dormir. Todo se vuelve ejercicio físico y resistencia mental: conseguir agua, mantener el fuego, sobrevivir a los mosquitos, al barro, al frío que parece no tener fin. El suelo del tipi nunca está limpio, la ropa se moja y tarda días en secarse, la humedad muerde los huesos y la comida depende de cálculos que jamás habrían tenido que considerar en su vida anterior. Allí, rodeados de árboles y silencio, Andrea y Jeppe descubren que la huida no ha eliminado sus problemas, simplemente los ha dejado sin distracciones. Las tensiones de pareja se vuelven más visibles, los niños reclaman estabilidad, y cada cual debe revisar de qué está hecho su deseo de libertad.
La autora observa la naturaleza con una mezcla de fascinación y extrañeza; describe el silencio, la nieve, la dureza material de una vida sin los apoyos invisibles del mundo moderno. El bosque no es un decorado bucólico, sino un espacio vivo que desafía constantemente al narrador: frío, distancia, soledad, carencias logísticas, desgaste físico. Y, tal vez por por eso mismo, se convierte en un escenario de revelaciones.
"Era como si el invierno se me hubiera metido por debajo de la piel, hasta los huesos, y en mi pelvis dolorida, y en mi espalda estropeada. Cuatro hijos, miles de escaleras y el trabajo esforzado allí, al aire libre, no habían pasado por mí sin dejar huella. Tenía la sensación de que me fallaba el cuerpo, precisamente en el momento en que lo necesitaba más que nunca. ¿Por qué precisamente ahora tenían que aparecer todas mis heridas, todas mis lesiones?".
En medio de esa transición incierta aparece una figura decisiva: el Capitán, un hombre solitario, un superviviente voluntario del bosque, alguien que arrastra un pasado que nunca termina de contar y que conoce el bosque con una mezcla de intuición y memoria que los recién llegados no tienen. No solo les enseña a construir, a talar árboles, a manejar herramientas y a entender la tierra; también les ofrece un modo distinto de leer el mundo, menos obsesionado con el control y más atento a lo que la naturaleza permite o no permite. Su relación con el Capitán tiene algo de aprendizaje, algo de amistad y algo de advertencia: representa lo que significa de verdad vivir fuera del sistema, con todas sus luces y sus sombras.
No es el único visitante del bosque. En cierto momento llega la hermana de Andrea, que viaja desde Canadá para pasar una temporada con la familia. Su presencia introduce un contraste inmediato: ella llega desde el mundo que Andrea ha dejado atrás, desde una vida estructurada, con techo, calefacción, horarios y comodidades. Al verla moverse por el bosque, al escuchar sus comentarios, se hace evidente lo aislado que se ha vuelto todo para ellos. Otro grupo que aparece de vez en cuando son los lufares, jóvenes nómadas que recorren los bosques sin rumbo fijo. No viven exactamente como la familia, que intenta asentarse y construir un hogar, sino que se mueven de aquí para allá, acampan donde les da la gana, sobreviven con lo mínimo y aceptan el desorden como parte natural de su existencia. Los lufares entran y salen de la vida de la familia como figuras casi míticas: llegan sin avisar, comparten historias junto al fuego, traen una ligereza que fascina especialmente a los niños y a Jeppe.
A medida que pasan los meses, el relato se vuelve más íntimo. Vivir en el bosque obliga a la familia a exponerse a lo esencial: el cansancio, el hambre, el miedo a no poder con todo. Nuestra casa en el bosque no es un manual para vivir fuera del sistema ni una historia sobre la superioridad moral de lo natural frente a lo urbano. Es, más bien, la crónica de una transformación que ocurre cuando una persona se atreve a desmontarlo todo con la esperanza de encontrarse a sí misma en el proceso, una conversación incómoda con los límites propios y con la vida que una se atreve a elegir.
"La vida en el bosque es realmente extraña. En verano, uno se pasa todo el tiempo preparándose para el invierno, y en invierno, todo el tiempo soñando con el verano".

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