Los datos del último World Inequality Report confirman que la desigualdad económica global no solo sigue siendo extremadamente elevada, sino que se ha intensificado de manera significativa en las últimas décadas. A pesar del fuerte crecimiento de la producción y de la riqueza mundial desde finales del siglo XX, los beneficios de ese crecimiento se han concentrado de forma abrumadora en una minoría muy reducida de la población.
En la actualidad, el 10% más rico de la población mundial gana más que el 90% restante,
mientras que la mitad más pobre de la población mundial capta menos del 10% del
ingreso global total. La riqueza está aún más concentrada: el 10% más rico
posee tres cuartas partes de la riqueza mundial, mientras que la mitad más
pobre solo posee el 2%. Esta asimetría es aún más extrema en la cúspide
de la distribución: el 0,001% más rico -unas decenas de miles de personas- acumula más riqueza
que el 50% más pobre del mundo en su conjunto. En términos de
ingresos, la brecha es igualmente pronunciada: el 10 % con mayores rentas capta
más del 50%
de los ingresos globales, mientras que el 50 % inferior recibe
alrededor del 8%.
El informe subraya que este proceso no es coyuntural,
sino estructural y de largo plazo. Desde la década de 1990, la participación
del 1% más rico en la riqueza total ha aumentado de forma sostenida en la
mayoría de regiones, mientras que la del 50% inferior se ha mantenido estancada
o ha retrocedido. La riqueza de los multimillonarios ha crecido a tasas anuales
cercanas al 7–8%, muy por encima del crecimiento medio
de la renta mundial, lo que explica la aceleración de la concentración
patrimonial. Este fenómeno está estrechamente vinculado a la menor
progresividad de los sistemas fiscales, la reducción de los impuestos sobre el
capital y la creciente importancia de las herencias en la reproducción de la
desigualdad.
La desigualdad no se manifiesta únicamente en términos
de ingresos y riqueza, sino que tiene un carácter claramente multidimensional.
En el ámbito de la desigualdad de género, el informe muestra que, a escala
global, las mujeres perciben el 30% de los ingresos laborales totales,
a pesar de representar cerca de la mitad de la población y una proporción
creciente de la fuerza de trabajo. Esta cifra apenas ha mejorado desde 1990, lo
que indica una persistencia notable de las brechas salariales, de acceso al
empleo y de segregación ocupacional.
Asimismo, el World Inequality Report pone de
relieve una profunda desigualdad climática. La mitad más pobre de la población
mundial es responsable de menos del 10% de las emisiones globales, mientras que el
10 % más rico genera 77%, y el 1%
más rico por sí solo emite más que la mitad inferior (en términos económicos) de
la humanidad. Estas diferencias no se explican solo por el consumo, sino
también por la propiedad de activos intensivos en carbono, lo que vincula
directamente la crisis climática con la concentración de la riqueza. Al mismo
tiempo, las poblaciones con menores ingresos son las más expuestas a los
efectos del calentamiento global y cuentan con menos recursos para adaptarse.
El informe advierte de que estos niveles extremos de
desigualdad tienen consecuencias económicas, sociales y políticas de gran
alcance. La concentración de la riqueza limita la igualdad de oportunidades,
reduce la movilidad social y debilita la capacidad de los Estados para
financiar bienes públicos esenciales. Además, una desigualdad tan elevada
tiende a erosionar la confianza en las instituciones democráticas y a
amplificar los desequilibrios territoriales y generacionales.
El futuro
Frente a esta tendencia, el World Inequality Report
insiste en que la desigualdad no es un resultado inevitable del crecimiento
económico, sino el producto de decisiones políticas. El informe señala que los
países que mantienen sistemas fiscales más progresivos y un mayor nivel de
gasto social logran reducir significativamente las brechas de ingresos. Por
ello, propone reforzar la fiscalidad sobre las grandes fortunas y las
herencias, combatir la evasión y la elusión fiscal y aumentar la inversión
pública en educación, sanidad y transición ecológica como instrumentos clave
para redistribuir de forma más equitativa los frutos del crecimiento y frenar
la dinámica actual de concentración extrema de riqueza.
Sin embargo, el incremento extremo de la desigualdad no
puede interpretarse como un accidente histórico ni como el simple resultado de
malas decisiones políticas reversibles dentro del sistema. Por el contrario,
los datos del World Inequality Report confirman que la concentración
creciente de riqueza es una consecuencia estructural de la lógica del capitalismo,
basada en la primacía del capital sobre el trabajo, la acumulación ilimitada y
la mercantilización de ámbitos cada vez más amplios de la vida social. La
relativa contención de la desigualdad durante los llamados Treinta
Gloriosos —entre el final de la Segunda Guerra Mundial y mediados de los
años setenta— fue una excepción histórica, sostenida por condiciones
extraordinarias: altos niveles de crecimiento, Estados sociales fuertes,
sindicatos poderosos y, sobre todo, la existencia de un bloque socialista que
actuaba como límite externo y fuente de presión sistémica. Como señaló Eric
Hobsbawm, con el hundimiento de la URSS el capitalismo dejó de tener miedo.
Desde los años ochenta, la ofensiva neoliberal ha desmantelado progresivamente
los mecanismos de regulación, redistribución y control democrático de la
economía, permitiendo que la lógica de la acumulación opere sin apenas
contrapesos. El resultado es el escenario actual, caracterizado por una
desigualdad obscena y persistente, que Nancy Fraser ha definido como un capitalismo caníbal (y yo como necronomía), capaz de devorar no
solo el trabajo, sino también la naturaleza, los cuidados y las propias bases
sociales que hacen posible su reproducción.
Eat the rich
Al leer el World Inequality Report, la
sensación que se impone es la de una ironía trágica muy cercana a la de Jonathan Swift en Una modesta proposición. En ese
breve y célebre panfleto satírico publicado en 1729, Swift finge proponer, con
absoluta seriedad y lenguaje economicista, que los niños pobres de Irlanda sean
vendidos como alimento para los ricos, presentando esta barbaridad como una
solución racional al hambre, la pobreza y la “carga” que los pobres suponen
para la sociedad. Al llevar hasta el absurdo extremo la lógica utilitarista y
mercantil de su tiempo, Swift buscaba denunciar la deshumanización implícita en
un orden social que trataba a los pobres como excedentes económicos.
Algo similar ocurre hoy, aunque sin necesidad de
recurrir a la sátira. Los datos del World Inequality Report describen
un mundo en el que la mitad más pobre de la humanidad apenas posee nada,
mientras una minoría ínfima concentra una riqueza difícil incluso de
representar. La diferencia con Swift es perturbadora: lo que en el siglo XVIII
necesitaba del recurso literario de la hipérbole, hoy se presenta como un
resultado “normal” del funcionamiento de la economía global, legitimado por
gráficos, modelos y discursos tecnocráticos.
En este contexto, el lema “Eat the rich”
deja de ser una provocación o un simple eslogan radical para adquirir un
significado simbólico preciso. Su origen es difuso, pero hunde sus raíces en
una tradición larga: la advertencia ilustrada atribuida a Rousseau —cuando los
pobres no tengan nada que comer, se comerán a los ricos—, la retórica
socialista y anarquista de los siglos XIX y XX, y su posterior resignificación
en la contracultura y los movimientos anticapitalistas contemporáneos. Si el
capitalismo contemporáneo —en su fase financiarizada y neoliberal— se comporta
de forma caníbal, devorando trabajo, naturaleza y cuidados, el lema invierte
irónicamente la metáfora: señala a quienes, en sentido estructural, ya están
“comiéndose” al mundo.
En ese sentido, tanto Una modesta proposición
como el lema “Eat the rich” funcionan como dispositivos de desvelamiento
que obligan a mirar de frente una realidad que el lenguaje económico tiende a
neutralizar. Frente a los gráficos asépticos y las medias estadísticas,
recuerdan que la desigualdad no es un fenómeno abstracto, sino una relación
social atravesada por poder, violencia estructural y decisiones históricas. Y
que, cuando esas relaciones alcanzan proporciones obscenas, la ironía mordaz
puede ser una de las pocas formas eficaces de decir la verdad.
En el siglo XVIII, la brutalidad del orden social aún
necesitaba ser denunciada mediante la sátira para resultar visible; en el siglo
XXI, la obscenidad de la desigualdad convive sin escándalo con la normalidad
institucional. El problema ya no es solo que existan propuestas “modestas” para
gestionar la pobreza o la exclusión, sino que el propio sistema haya
naturalizado niveles de desigualdad que hacen que esas ironías resulten cada
vez menos exageradas.

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