domingo, 14 de septiembre de 2025

No nos fijemos en las y los jóvenes que dejan el empleo, sino en los empleos que dejan estas personas jóvenes

En los últimos años, numerosos titulares han puesto el foco en las generaciones más jóvenes, sobre todo en la llamada generación Z, destacando su tendencia a abandonar con rapidez los puestos de trabajo. Se suele presentar este fenómeno como una anomalía generacional, fruto de la impaciencia o de una supuesta fragilidad de carácter -esa etiqueta simplista de “generación de cristal”-. Sin embargo, si miramos los datos con un poco más de atención, lo que se revela no es una crisis de las y los jóvenes, sino de los empleos que se les ofrecen.

Según el informe Claves laborales de la Generación Z: Visión a futuro y dinamismo, cuatro de cada diez trabajadoras y trabajadores de entre 18 y 25 años abandonan su empleo en menos de un año. El motivo principal es tan antiguo como evidente: salarios demasiado bajos. Un 40% lo señala como la razón central, mientras que un 13% aduce falta de flexibilidad y un 11% valores empresariales no compartidos. Es decir, no se trata de un mero rechazo irracional al trabajo, sino de la constatación de que muchos de los puestos disponibles no permiten construir una vida plena, ni material ni emocionalmente. El contraste es significativo: mientras el salario medio en España ronda los 28.000 euros anuales, las y los menores de 25 apenas superan los 14.000.

Podemos, entonces, darle la vuelta a la pregunta: ¿qué nos dicen estos abandonos sobre la calidad de los empleos? La Organización Internacional del Trabajo habla desde hace tiempo de la necesidad de “trabajo decente”, definido como aquel que ofrece “oportunidades para que mujeres y hombres puedan conseguir un trabajo productivo, con un ingreso justo, seguridad en el lugar de trabajo y protección social para sus familias”. Lo que ocurre es que eso que debería ser la norma se ha convertido en la excepción. Lo que falta no es compromiso de las nuevas generaciones, sino empleos dignos.

El problema, además, no es exclusivo de la juventud. En Estados Unidos, la llamada Great Resignation -o “gran dimisión”- puso de manifiesto que millones de personas trabajadoras de todas las edades abandonaban sus puestos en masa tras la pandemia. Según la Oficina de Estadísticas Laborales de ese país, solo en 2021 renunciaron a sus empleos más de 47 millones de personas. Las razones no diferían mucho de las señaladas por las y los jóvenes: salarios insuficientes, ausencia de reconocimiento, cargas de trabajo inasumibles. En el contexto europeo, la aspiración muy extendida a jubilarse anticipadamente, incluso en sectores considerados vocacionales o estables como la universidad pública, es otro síntoma del mismo malestar estructural: demasiados empleos no se viven como espacios de realización, sino como desgaste continuo del que se busca escapar lo antes posible.

Distintas voces críticas han tratado de pensar este fenómeno en clave más profunda. David Graeber, en su ensayo de 2013 On the Phenomenon of Bullshit Jobs: A Work Rantdescribía la proliferación de “trabajos de mierda”: ocupaciones que ni quienes las desempeñan consideran útiles, pero que sostienen un engranaje productivo burocrático y alienante. Mucho antes, las sociólogas y economistas feministas (como María Ángeles Durán, Cristina Carrasco, Teresa Torns, Nancy Fraser o Silvia Federici), llevaban décadas advirtiendo de la obsesión productivista que invisibiliza el trabajo de cuidados, hace imposible la conciliación y coloca la vida al servicio del mercado, en lugar de lo contrario. Otras corrientes apuntan proponen desmercantilizar amplias esferas de nuestra existencia y reducir el peso del trabajo asalariado mediante políticas de renta básica universal o explorando horizontes de decrecimiento que permitan valorar más el tiempo libre, la cooperación comunitaria y el bienestar colectivo.

Ahora bien, no se trata solo de reclamar empleos más dignos en términos salariales o de conciliación, sino de cuestionar la naturaleza misma de los trabajos que organizan nuestras sociedades. ¿Qué sentido tiene sostener actividades laborales que, para justificarse, dependen del consumo masivo e insostenible de bienes de corta vida útil? ¿Qué futuro podemos esperar de sectores que prosperan a costa de la degradación ecológica, del agotamiento de recursos y de la aceleración de la crisis climática? Necesitamos empleos que respondan a necesidades humanas reales, que fortalezcan el tejido social y comunitario, y que lo hagan sin exigir para su mantenimiento el consumismo desaforado ni hipotecar el planeta.

Todo ello apunta, necesariamente, a un horizonte distinto: la reducción significativa del tiempo dedicado al empleo asalariado, acompañado de una redistribución de las horas de trabajo socialmente necesarias. Liberar tiempo para dedicarlo a actividades cívicas, voluntarias, de cuidado mutuo, o simplemente a prácticas autotélicas (es decir, realizadas por el valor intrínseco de hacerlas, como el arte, el aprendizaje o el deporte), no es una utopía inalcanzable, sino una condición de posibilidad para sociedades más justas y sostenibles. Solo un modelo económico que combine sostenibilidad ecológica con una reorganización radical del tiempo puede abrir paso a formas de vida menos alienadas y más plenas.

Desde esta perspectiva, la alta rotación laboral de la generación Z no debería interpretarse como un defecto moral, sino como un síntoma que nos alerta. Son las condiciones estructurales del mercado de trabajo las que fallan, no las personas que se niegan a adaptarse a ellas. El reto no está en “aguantar” empleos precarios y alienantes, sino en transformar el marco en el que se producen: salarios justos, flexibilidad real, cultura corporativa basada en el cuidado, el respeto y el desarrollo humano. Dicho de otro modo, el debate no es generacional, es estructural y político.

En lugar de culpabilizar a quienes se marchan, como hacen las patronales con su cantinela sobre el "absentismo", deberíamos agradecer que visibilicen con su decisión lo que tantas veces se naturaliza: que millones de empleos actuales no ofrecen un horizonte vital deseable. Y que lo que necesitamos, más que nunca, es reimaginar el empleo, no como obligación sacrificada al engranaje económico, sino como parte de un proyecto social que permita a las personas vivir con dignidad, seguridad y sentido.

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