sábado, 27 de septiembre de 2025

El futuro de la revolución

Matthew T. Huber
El futuro de la revolución: El cambio climático y la búsqueda de una insurrección climática global
Traducción de Silvia Moreno Parrado
Errata naturae, 2024 

"Cuando nos centramos en el ámbito del intercambio, damos por hecho que la crisis climática es una mera aberración de un sistema de mercado eficaz y racional por definición. Cuando nos adentramos en los «lugares ocultos de la producción», descubrimos que en la raíz de la crisis climática se hallan unas relaciones de clase antagónicas. En vez de centrarnos en las opciones que nos ofrece el mercado a los consumidores, vemos a una clase de productores que controlan ingentes caudales de energía, recursos y, en efecto, emisiones; todo ello, dirigido hacia un único objetivo: el beneficio (D-M-D’). Solo si dejamos de concentrarnos en el ámbito del intercambio daremos con la auténtica causa de la crisis climática: una pequeña minoría de propietarios que controla y se beneficia de la producción de la energía, los alimentos, los materiales y las infraestructuras que la sociedad necesita para funcionar. Solo si analizamos las relaciones de producción (o sea, el poder de la clase), descubriremos que la lucha por el clima no consiste en arreglar el mecanismo de precios, sino en hacerle frente a esa pequeña minoría de propietarios”.
 
 
La crisis climática ha sido interpretada de múltiples maneras: como un problema científico, como una cuestión ética, como un reto tecnológico o como un desafío de gobernanza global. Sin embargo, en El futuro de la revolución (el cambio del título original, Climate Change as Class War, no es afortunado), Matthew T. Huber propone situar el calentamiento global en el terreno de la lucha de clases. En lugar de culpabilizar a los individuos por sus consumos o confiar en las promesas de los mercados de carbono, Huber sostiene que la raíz del problema es estructural: quién posee y controla la producción de energía. Desde esta perspectiva el cambio climático no es un fallo moral de la humanidad en abstracto, sino el resultado lógico de un sistema económico en el que una élite concentra el poder productivo mientras la mayoría trabajadora permanece desorganizada. El problema, como plantea Jason Moore, no es el Antropoceno sino el Capitaloceno. Huber cuestiona lo que él califica de ambientalismo moral -esa corriente que reduce la acción climática a decisiones individuales tales como usar bicicleta, consumir local, reciclar, evitar vuelos-, prácticas que, si bien no son inútiles, sí son irrelevantes frente a la magnitud del problema. La narrativa moral individualiza la culpa y despolitiza la acción. Mientras millones de personas sienten ansiedad climática por no estar “haciendo lo suficiente”, las grandes corporaciones energéticas siguen acumulando beneficios y expandiendo infraestructuras fósiles. El resultado es un doble fracaso: ni se reducen significativamente las emisiones ni se construye poder político colectivo.

"Las políticas del cambio climático tienen muy integrado que, cuando nos metemos en el coche y arrancamos el motor, las emisiones son nuestras y solo nuestras. Según la creencia popular, por eso es tan difícil mitigar el cambio climático, porque la responsabilidad con respecto a este está, fundamentalmente, dispersa. Así, para resolver el problema hay que poner en marcha una revolución colosal en el comportamiento individual. ¿Cómo se pueden cambiar miles de millones de decisiones individuales?".

Su respuesta es que solo una fuerza política de clase, organizada desde abajo, podrá revertir el rumbo de la catástrofe. Huber introduce aquí la idea de una "ecología proletaria", inspirada en la teoría marxista de la alienación. En el capitalismo, explica, los y las trabajadoras no controlan ni su trabajo ni el producto de su trabajo. Pero tampoco controlan la relación metabólica con la naturaleza: la energía, los materiales, los flujos de producción que condicionan la vida cotidiana. De esta forma, las emisiones de carbono no pueden entenderse como una suma de elecciones personales, sino como el resultado directo de una estructura productiva dominada por el capital. La trabajadora o el trabajador que conduce al empleo en coche, que enciende la calefacción de gas o que compra en un supermercado, no es libre de elegir otra cosa: actúa dentro de un sistema diseñado para maximizar la acumulación privada de energía y recursos.

Si el problema está en la organización de la producción, la solución también debe estar ahí: en el poder de la clase trabajadora. Huber dedica buena parte del libro a argumentar que, históricamente, las transformaciones profundas se han producido cuando los trabajadores organizados han presionado colectivamente para redistribuir riqueza y poder. El autor recuerda ejemplos como el New Deal en EE. UU., conquistado bajo la presión de sindicatos insurgentes en los años treinta. Su mensaje es que las victorias climáticas solo serán posibles si se articulan luchas laborales capaces de desafiar a la élite energética.

En este punto, Huber afina su estrategia: apuesta por colocar al sector eléctrico en el centro de la movilización. ¿Por qué? Porque es un nodo esencial de la economía moderna, uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero y, al mismo tiempo, un sector con tradición sindical y con capacidad de huelga estratégica. Si las trabajadoras y los trabajadores de la electricidad -desde ingenieras e ingenieros hasta operarias y operarios- decidieran organizarse en clave ecológica, podrían forzar una transición energética real: descarbonizar la producción eléctrica para descarbonizar el conjunto de la economía. Esta hipótesis convierte a los sindicatos eléctricos en actores potencialmente revolucionarios en la lucha climática.

Esta tensión también se refleja en su propuesta de un Green New Deal socialista. En su versión más divulgada (Alexandria Ocasio-Cortez, Bernie Sanders), suele leerse como un programa reformista de Estado, una especie de pacto social verde para compatibilizar capitalismo y sostenibilidad. Eso, de entrada, parecería incompatible con una perspectiva de lucha de clases radical. Sin embargo, Huber lo utiliza de otra manera: como horizonte de transición. Para él, el Green New Deal no es tanto una política tecnocrática sino un vehículo de organización popular. La clave está en quién lo impulsa: si es un proyecto top-down de élites progresistas, reproduce las limitaciones del reformismo verde; si es una conquista de la clase trabajadora organizada (particularmente en energía, transporte, vivienda), puede convertirse en un paso hacia la socialización de la producción.

Huber no idealiza al Estado como garante neutral del bien común; lo entiende como un terreno de disputa de clases. Por eso defiende una intervención estatal masiva en infraestructuras energéticas, pero no como un fin en sí mismo, sino como medio para desplazar el poder del capital hacia lo público y lo colectivo. En ese sentido, su Green New Deal sería parecido al New Deal de los años treinta: un programa reformista arrancado bajo presión sindical y popular, que abrió brechas en la hegemonía empresarial. Huber lo ve como ejemplo de cómo una movilización de masas puede forzar al Estado a actuar contra los intereses del capital.

El título original del libro no es una metáfora ligera: Huber insiste en que el cambio climático es una guerra de clases. Una guerra desigual, porque el capital fósil concentra recursos, instituciones y discursos. Pero también una guerra abierta, donde la clase trabajadora todavía puede constituirse en sujeto político con capacidad de victoria. El texto deja una sensación de urgencia y esperanza. Urgencia, porque el reloj climático avanza; esperanza, porque aún existen las condiciones para construir un movimiento ecosocialista de masas. Huber lo imagina a partir de sindicatos, redes energéticas públicas y un proyecto internacionalista que supere la impotencia del activismo fragmentado.

Aquí se abre un diálogo potente con otras corrientes del marxismo ecológico. Su énfasis en la lucha de clases conecta con la teoría de la fractura metabólica de John Bellamy Foster, que interpreta la crisis climática como expresión de una ruptura estructural entre sociedad y naturaleza bajo el capitalismo. También resuena aquí Andreas Malm, que identifica al capital fósil como enemigo estratégico. Se aparta, en cambio, de Kohei Saito y su propuesta de un comunismo explícitamente decrecentista. Huber parece confíar en una socialización expansiva de la energía, más cercana al imaginario de “soviets y electrificación” que a la reducción deliberada de la escala material de la economía. Este contraste lleva a una crítica clave: ¿hasta qué punto un “ecologismo proletario” centrado en la producción corre el riesgo de reproducir el viejo productivismo comunista? Si la clase trabajadora se constituye únicamente como sujeto de poder en el terreno productivo, pero sin una estrategia de reducción del metabolismo social, podría darse la paradoja de una transición socialista que siga tensionando los límites planetarios. Huber tiende a absolver a las trabajadoras y trabajadores de su papel en el sostenimiento del consumo masivo, y tiene razón al subrayar que sus decisiones están estructuralmente condicionadas. Sin embargo, al relegar el problema del consumo a un plano secundario deja sin resolver cómo articular una lucha de clases que sea, al mismo tiempo, decrecentista. Sin esa dimensión, el riesgo es que la “ecología proletaria” se quede en una socialización del productivismo en vez de una superación de él.

Su énfasis en la estructura termina debilitando la cuestión de la agencia. Es cierto que el cambio climático es un problema sistémico -como recuerda Jorge Riechmann, el cambio climático es el síntoma, pero la enfermedad es el capitalismo productivista-. Pero de ahí no se sigue que las clases trabajadoras y populares carezcan de capacidad de acción en el plano cotidiano. El sistema no obliga coercitivamente a consumir de cierta manera: más bien seduce, construye deseos, organiza imaginarios; se trata de un capitalismo libidinal. Pero aunque esas lógicas de deseo están socialmente producidas, no son un engaño total: sabemos que el consumo masivo tiene costes ecológicos, que no es inocuo. En ese sentido, dejar de lado por completo la responsabilidad individual y la agencia personal es, a mi juicio, un error.

La discusión recuerda a las tensiones históricas del movimiento obrero. Conviene mucho recuperar la obra en tres volúmenes de François Chatelet, Evalyne Pisier-Kouchner y Jean-Marie Vincent, Los marxistas y la política (Taurus, Madrid 1977), donde podemos leer las actas del VII Congreso Internacional Socialista de Stuttgart, en 1907, que recogen intervenciones como esta: "El Congreso, tras comprobar que por lo general se exagera grandemente -sobre todo de cara a la clase obrera- la utilidad o necesidad de las colonias, no condena en principio y para siempre toda política colonial, que -bajo régimen socialista-podría llegar a ser una obra civilizadora"; el representante de Holanda propugnó entonces la creación de una "polí­tica colonial socialista". Bien es cierto que también podemos leer en dichas actas intervenciones tan vigorosas como la de Kautsky: "Bernstein ha tratado de hacernos creer que esa política de conquista ha sido una necesidad natural. Mucho me ha extrañado que defendiese aquí esa teoría según la cual existen dos grupos de pueblos, los unos destinados a dominar, y los otros a ser dominados; y que haya pueblos incapaces de gobernarse y administrarse por sí mismos, pueblos de noños grandes. Eso no es más que una variante de la vieja frase que constituye la justificación de todos los despotismos, y con arreglo a la cual unos nacen con espuelas en los pies, y otros con una albarda en las espaldas, con el fin de permitirles a los primeros considerar a los segundos como monturas pro­pias". Pero la proclamación de Kautsky, fuertemente aplaudida, y que se plasmará es los textos del Congreso sirviendo en años posteriores de referencia teórica y moral para oponerse al imperialismo, chocó en la práctica con una realidad tozuda, cual era la funcionalidad del colonialismo para el desarrollo de las metrópolis industriales; esta realidad práctica quedará expuesta en Stuttgart en una intervención del holandés Van Kol respondiendo a Ledebour, delegado alemán anticolonialista: "Me limito a preguntar a Ledebour si, bajo el régimen actual, tiene el coraje de renunciar a las colonias. Ya me dirá enton­ces qué será de la superpoblación europea; en qué país la gente que quiere emigrar podrá encontrar con qué vivir si no es en las colonias [...] ¿Qué haría Ledebour con el creciente de producción de la industria europea si no encuentra nuevos mercados en las colonias?". La teoría y la ética internacionalistas chocaban fron­talmente contra los intereses de las sociedades desarrolladas, y, en su seno, contra los intereses de unas clases trabajadoras que subsidiariamente se beneficiaban de la política colonial. ¿Cómo hubiera evolucionado la cuestión colonial dentro del movimiento obrero europeo? Nunca sabremos si hubieran triunfa­do las posturas antiimperialistas de Kautsky y Ledebour o las del "colonialismo socialista" de Bernstein y Van Kol. La primera guerra mundial truncó los debates, pero no lo hizo de manera neutral. El internacionalismo obrero, cuestionado por la problemática colonial, será también cuestionado por la guerra en Europa. Y esta vez el fiel de la balanza se inclinó sin ningún género de dudas.

En la Internacional, hubo delegados que defendían la posibilidad de un “colonialismo socialista”: aprovechar los mecanismos coloniales para fines emancipatorios. Hoy, algo parecido ocurre con el consumo: si se absuelve sin más a las clases trabajadoras de toda responsabilidad en su reproducción, se corre el riesgo de imaginar un “consumismo socialista” que perpetúe el metabolismo expansivo. Es muy significativo, en este sentido, lo que escribe sobre los viajes en avión, "práctica que adquiere una especial relevancia en mi actividad profesional académica, donde los viajes a centros de investigación, congresos y talleres son una parte normal del trabajo". Su crítica a las campañas contra el uso del avión en el mundo académico suena más a autojustificación que a otra cosa. Reconocer agencia no significa caer en el moralismo individualista que Huber critica, sino abrir la pregunta por cómo las prácticas cotidianas pueden anticipar, desde ya, otros modos de vida más sobrios y solidarios.

El futuro de la revolución se lee como un manifiesto político, escrito con la urgencia de quien sabe que el tiempo se agota. Su valor no está solo en el diagnóstico -que el clima es inseparable de las relaciones de clase-, sino en la estrategia: apostar por el poder sindical en sectores clave de la energía. ¿Es suficiente? Quizás no. Pero el libro tiene la virtud de recordarnos que la ecología no es un asunto de consumo responsable sino de poder político, conflicto social y transformación estructural. En ese sentido, es una obra que obliga a elegir bando: o se defiende el statu quo del capital fósil, o se construye una fuerza colectiva capaz de enfrentarlo. En tiempos donde la catástrofe climática se acerca con paso firme, esa claridad narrativa convierte al texto de Huber en una lectura indispensable para sindicalistas y para activistas climáticas, así como para cualquiera que entienda que el futuro no está escrito, pero sí está en disputa.

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