La multiplicación de ayudas económicas condicionadas es un fracaso de las políticas sociales y redistributivas. Mejoran ligera y temporalmente algunas situaciones de pobreza, pero no inciden sobre las estructuras de desigualdad. Las más recientes son la “NUEVA (sic) ayuda de 200 euros para personas físicas de bajo nivel de ingresos y patrimonio” en el marco del plan anticrisis del Gobierno central, que sucede –como no podía ser de otra manera- a la “ANTERIOR (sic) ayuda de 200 euros para personas físicas de bajo nivel de ingresos y patrimonio”, y, en Euskadi, las “Nuevas Ayudas Mensuales a la Crianza de las Hijas o Hijos”, otros 200 euros mensuales para toda hija o hijo hasta que cumpla tres años y 100 euros mensuales si es la tercera o sucesiva hija o hijo, desde que cumpla los tres años hasta que cumpla los siete. Ayudas que se suman a (en el caso de la medida vasca) o son incompatibles con (en el caso de la medida estatal) otras ayudas económicas anteriores, como el Ingreso Mínimo Vital.
Son las últimas de una extensísima lista de ayudas económicas condicionadas que incluyen medidas permanentes y de mayor dotación económica (las rentas de garantía de ingresos o rentas de inserción) junto a otras complementarias de estas (ayudas de emergencia social, subsidios complementarios por desempleo, renta activa de inserción, subsidio por insuficiencia de cotización…), ayudas ocasionales (bonos cultura) y otras muchas dirigidas a colectivos específicos (prestación extraordinaria por desempleo de los artistas, bono joven de alquiler, subsidio para emigrantes retornados o para personas liberadas de prisión, ayuda de pago único para mujeres víctimas de violencia de género…). Moverse por esta selva de ayudas que a veces suman y a veces restan, que en muchos casos son incompatibles entre sí y con el empleo, exige unos recursos de tiempo y de competencias (digitales, por ejemplo) que no están al alcance de cualquiera, además de una burocracia hipertrofiada. Y todo ello para que, al final, apenas si permitan superar por poco el umbral de pobreza, sin salir nunca del espacio de la inseguridad y la incertidumbre precarias.
Son “políticas de final de cañería”, actuaciones que buscan revertir situaciones que, en realidad, responden a dinámicas estructurales, de las que no son sino consecuencia: la ruptura de la norma social del empleo estable y la extensión del trabajo indecente; la mercantilización creciente de bienes esenciales como la alimentación, la salud, la vivienda o la educación; la elusión y evasión fiscales y la consecuente crisis de los ingresos públicos. Frente a estas dinámicas, lo que necesitamos son buenos salarios y buenas condiciones laborales, buenas pensiones de jubilación, una renta básica universal que sustituya a toda esa miríada de ayudas condicionadas, una fiscalidad que tope las desorbitadas rentas altas y recupere para la sociedad beneficios injustamente privatizados, un parque suficiente de vivienda pública que permita a cualquiera acceder a un alquiler y que no retorne al mercado privado, servicios públicos de cuidado para la infancia y para las personas mayores. Lo que necesitamos es aquello que demandamos, quienes podemos hacerlo, para nosotras mismas: justicia y derechos.
Necesitamos políticas universalistas, que nos incluyan a todas. Las políticas sociales destinadas a las personas pobres acaban siendo pobres políticas sociales ya desde su mismo diseño, fundado sobre un insostenible despotismo tecnocrático: todo para las personas pobres, pero sin contar con las personas pobres. La condicionalidad apenas logra ocultar la cultura de la desconfianza sobre la que se conciben y aplican estas ayudas. En estos momentos hay organizaciones sociales vascas denunciando el control al que la Ertzaintza está sometiendo a las personas perceptoras de la Renta de Garantía de Ingresos, accediendo a sus hogares con el fin de comprobar el cumplimiento de requisitos como los de empadronamiento o las identidades de las personas que viven en un determinado domicilio. Es la policía la que se está encargando de esta tarea: no sé si somos conscientes de lo que supone que una patrulla uniformada se presente en el domicilio de una persona para investigarla sin que medie denuncia alguna, solo desde la sospecha o la supuesta prevención de un fraude que es rechazable pero anecdótico, lo que esto tiene de estigmatizador, de humillante.
En 1989 la investigadora y activista feminista Peggy McIntosh nos animaba a deshacernos de la “maleta invisible” de nuestros privilegios, de todas esas “ventajas inmerecidas” de las que disfrutamos inconscientemente por el hecho de ser varones, o blancas, o educadas, o económicamente acomodadas: “Al estudiar el privilegio masculino no reconocido como un fenómeno, me di cuenta que, como las jerarquías de nuestra sociedad están interrelacionadas, es muy probable que haya un fenómeno del privilegio blanco que sea igualmente negado y protegido. Como persona blanca, me di cuenta que me habían enseñado el racismo como algo que pone a otras personas en situación de desventaja, pero me habían enseñado a no pensar en sus consecuencias, el privilegio blanco, lo cual me pone en una situación de ventaja”. Esos privilegios que, como advierte la periodista Reni Eddo-Lodge, son tan difíciles de definir y de percibir porque, esencialmente, significan una “ausencia de las consecuencias negativas” del racismo, del machismo o del clasismo. “El privilegio blanco –escribe Peggy McIntosh- es como una maleta invisible e ingrávida llena de provisiones especiales, mapas, pasaportes, folletos de códigos, visas, ropa, implementos, y cheques en blanco”.
Las personas que investigamos o intervenimos en el campo de las políticas sociales no podemos seguir funcionando desde la inconsciencia de nuestra maleta de privilegios, desde nuestra posición de ventaja. Pensamos y actuamos desde un marco mayoritariamente varón, blanco, educado y económicamente acomodado. Diseñamos o gestionamos ayudas, recursos y servicios que nunca son para nosotras, sino para otras. Imponemos o justificamos condiciones que jamás aceptaríamos para nosotras. Porque nuestro mundo es el de los derechos, no el de las ayudas.
Creo que es urgente que las entidades sociales sistematicen todo el conocimiento del que disponen y que evidencia las insuficiencias y perversiones del modelo de ayudas condicionadas. Que se paren a pensar en el papel que están jugando como gestoras y legitimadoras de este modelo. Que se planten, que nos plantemos, y que militemos de una vez por todas en favor de unas políticas sociales universales y dignas, de unos recursos y servicios sociales a los que no nos importaría tener que recurrir.
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