jueves, 1 de julio de 2021

La ballena y el zulo

Publicado el 8 de julio de 1997 en la edición de El País para el País Vasco. El lunes 1 de julio José Antonio Ortega Lara había sido liberado tras permanecer 532 días secuestrado por ETA en un zulo cuyas condiciones nos impresionaron a todos. Dos días después una gran ballena apareció varada en la playa de La Arena, muy cerca de Bilbao. El contraste entre la frialdad de los secuestradores ante la suerte de su víctima y el entusiasmo de las personas que se volcaron en devolver al cetáceo al mar (similar al que mostraron miles y miles de personas movilizadas todos y cada uno de los días que duro el calvario de Ortega Lara) es lo que motivó este artículo.
 
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El pasado miércoles, una ballena quedó varada en la playa de La Arena. Podemos imaginarnos al asustado animal en su agonía solitaria, incapaz de comprender su situación, muriendo no por asfixia, sino aplastado por el peso de su propio corpachón. Fue descubierta en la madrugada y durante varias horas decenas de voluntarios trabajaron hasta devolverla finalmente al mar (a pesar de la sugerencia de dos biólogos, que se inclinaban por dejarla morir ante la innegable dificultad de la operación de rescate). Dicen que las ballenas no pueden gritar fuera del agua, pero su sola presencia sufriente, su ir acabándose lentamente, su agonizar a la vista de todos, fue más que suficiente para mover los corazones de quienes se empeñaron, tozudamente, en volverla al mar.

“Ojos que no ven, corazón que no siente”. Lo dice la sabiduría popular y es cierto. De ahí que tantas veces nos resistamos a mirar, para así no tener que ver. Una vez visto el sufrimiento, resulta sumamente difícil acallar las demandas del corazón. Cabe mirar hacia otro lado para no ver, cabe tomar distancia, pero resulta físicamente insoportable la presencia como espectador pasivo. Despertarse, comer, leer, besar a una hija, abrazar a un amigo, acudir al dentista, preparar las vacaciones, dormir, tal vez soñar, y hacerlo mientras la ballena agoniza, día tras día, junto a nuestra ventana, mientras el sol reseca su piel y sus pulmones se van aplastando poco a poco... ¿Quién podría soportarlo?

Pero, ¿y cuando los ojos ven, el cerebro maquina, las manos ejecutan y, sin embargo, el corazón no siente? Despertarse, comer, leer, besar a una hija, abrazar a un amigo..., todo ello después de arponear personalmente a la ballena, de arrastrarla malherida hasta la playa, de abandonarla a su solitaria agonía; ¿es tal cosa posible? Parece que sí lo es: es el caso de quien tortura, de quien viola, de quien ha exportado fraudulentamente carne afectada por el mal de las vacas locas a Rusia y Egipto. En tal caso es preciso un esfuerzo sobrehumano por lo que tiene de inhumano. Un esfuerzo consciente.

¿Por qué se suicidan las ballenas? En 1979 Ramón J. Sender se hacía esta pregunta, a cuya respuesta dedicaba un libro con el mismo título. Su conclusión era que los ocasionales suicidios colectivos de estos cetáceos tenían que ver con su capacidad de percibir intuitivamente los peligros a los que la actividad humana está empujando al planeta y con el sufrimiento que tal cosa provoca. En opinión de Sender, los suicidios de esos animales serían una desesperada llamada de atención, un gesto de vida ante tanta muerte y destrucción causadas por los hombres.

La física moderna nos habla de un universo continuo, configurado como un vasto conglomerado de correspondencias, donde todo está relacionado con todo. Descendemos tanto de los monos y las bacterias como de las estrellas y las galaxias. Los elementos que componen nuestros cuerpos son los que antaño fundaron el universo. Como las ballenas, llevamos el universo entero en nuestro sistema nervioso.

Tal vez la ballena varada en la playa de La Arena, apenas un día después de los 532 días de tortura en un zulo, quiso advertirnos de un peligro: el peligro de la indiferencia ante el sufrimiento, el riesgo del distanciamiento deshumanizador. Tal vez fuera una prueba. Tal vez ayudarla a volver al mar haya sido el día 533 de la solidaridad y el Uno de la esperanza.

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