domingo, 5 de septiembre de 2021

Civilizados hasta la muerte

Christopher Ryan
Civilizados hasta la muerte: el precio del progreso
Traducción de Lucía Barahona
Capitán Swing, 2020

"Una vez aceptamos que todos los seres humanos son, efectivamente, humanos por igual, se hace evidente que la naturaleza humana apenas ayuda a explicar por qué las crueldades sistemáticas han sido habituales en las civilizaciones (subyugación de la mujer, esclavitud, disparidades extremas en términos de riquezas, etc.), pero escasas o inexistentes entre sociedades recolectoras".


Si preguntamos a una persona de edad avanzada, es proba­ble que nos diga que "en sus tiempos" había más solidaridad. Había otras formas de agrupamiento humano, otras relaciones comunita­rias, otras estructuras familiares, recordadas hoy con nostalgia por ser realidades que facilitaban la vivencia de la solidaridad. Y probablemente no sea esta actitud patrimonio exclusivo de las personas ancianas. Acaso nos encontremos ante uno de esos mitos primordiales profundamente anclados en el inconsciente colectivo de nuestras sociedades y recogido en los más variados relatos sobre una era remota, feliz y recon­ciliada: el Paraíso perdi­do.

La conocida disputa entre Rousseau y Gautier con motivo del Discurso sobre las ciencias y las artes redactado por el primero sirve como paradigma de un debate atemporal, inscrito en la conciencia colectiva de las sociedades desarrolladas [Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes, Aguilar, 1980, 4ª; traducción de Luis Hernández Alfonso]. "El restablecimiento de las ciencias y de las artes, ¿ha contribuido a depurar o a corromper las costumbres?". Tal era el tema propuesto en 1750 por la Academia de Dijon en relación con el cual el filósofo ginebrino presentó sus reflexiones.

En su estudio sobre la idea de Progreso, afirma Nisbet que esta alcanzó su cénit en el periodo que va de 1750 a 1900, tanto en la mentalidad popular como en los círculos intelectua­les: "de ser una de las ideas importantes de la civilización occidental pasó a convertirse en la idea dominan­te" [Robert Nisbet, Historia de la idea de progreso, Gedisa, 1981; traducción de Enrique Hegewicz]. Pues bien, se da la circunstancia de que Rousseau va a mantener su teoría sobre el Regreso históri­co precisamente el mismo año en que Turgot -el hombre que, según Nisbet, más estrechamente vinculó los conceptos de liber­tad y progreso en el siglo XVIII- trazaba su famoso esquema del Progreso histórico en la Sorbona [John Bury, La idea del progreso, Alianza, 1971; traducción de Elías Díaz y Julio Rodríguez Aramberri]. Nisbet destaca la coincidencia de todos los historiadores en considerar la conferencia de Turgot como la primera declaración sistemática, secular y naturalista de la idea "moderna" de progreso. Y 1750 es el año, también, en que Diderot redacta el prospecto anun­ciador de la Enciclopedia, cuyo primer volumen verá la luz al año siguiente.

De ahí que Rousseau inicie su discurso curándose en salud: "Preveo que difícilmente se me perdonará el partido que me he atrevido a adoptar. Chocando de frente con cuanto hoy causa la admiración de los hombres, sólo puedo esperar una universal condenación". Aunque la idea base de su ensayo -que el desarrollo social había sido una desgraciada equivocación, que cuanto más se había ido apartando la Humanidad de su estado primitivo tanto más desdichada estaba siendo, que la civilización estaba viciada en su mismo origen- no era nueva, el Discurso de Rousseau va a generar un importante debate.

Bury recuerda cómo el mismo tema había sido planteado en la Fábula de las Abejas de Mandeville, publicada en 1725, con la que se proponía demostrar que los cimientos de la sociedad civilizada no eran las virtudes y cualidades positivas de las personas, sino sus vicios. Pero podríamos remontarnos a varios siglos atrás y traer a colación algunas de las refle­xiones que en torno al Descubrimiento vieron la luz. Así, por ejemplo, las de Pedro Mártir de Anglería, autor de De Orbe Novo, la primera historia del Descubrimiento, cuando describe a los habitantes del Nuevo Mundo: "Tienen ellos por cierto que la tierra, como el sol y el agua, es común y que no debe haber entre ellos mío y suyo, semillas de todos los males, pues se contentan con tan poco que en aquel vasto territorio más sobran campos que no le falta a nadie nada. Para ellos, es la edad de oro. No cierran sus heredades ni con fosos, ni con pare­des, ni con seto; viven en huertos abiertos, sin leyes, sin libros, sin jueces; de su natural veneran al que es recto; tienen por malo y perverso al que se complace en hacer injuria a cualquiera". [Recojo esta cita de la obra de Ramón Tamames, La reconquista del Paraíso. Más allá de la utopía, Temas de Hoy, 1993; que, a su vez, la recoge de un trabajo de Angel Losada].

Pero no constituyendo ninguna novedad, la intervención de Rousseau, tal vez por el momento en que tiene lugar, va a ser objeto de un intenso debate. Su idea de que los denominados avances de la civilización no hacen sino tender "guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro" de que están cargadas las personas que habitan los pueblos civilizados conocerá la inmediata y airada respuesta del físico, matemático e histo­riador José Gautier: "Recordar incesantemente esa sencillez primitiva de la que tantos elogios se han hecho; representár­sela siempre como compañera inseparable de la inocencia, ¿no es trazar mentalmente un retrato para forjarse una ilusión? ¿Se ha visto nunca al hombre sin defectos, sin deseos, sin pasiones? ¿No llevamos en nosotros el germen de todos los vicios?".
 
Dos siglos y medio después del discurso de Rousseau el debate sobre el Progreso sigue disputándose practicamente en los mismos términos, con reivindicaciones como las de Steven Pinker y cuestionamientos como los firmados por Neil Faulkner, Chris Harman y, muy destacadamente, por Riane Eisler, en los que encontramos ecos (actualizados y fundados sobre la investigación histórica, arqueológica y antropológica) del lamento roussoniano sobre el desarrollo de la civilización como pérdida en términos de cooperación e igualdad.
 
Este es el terreno en el que se situa el libro de Christopher Ryan, concebido como una crítica abierta a la "Narrativa del Progreso Perpetuo [que] pretende explicar la superioridad de la civilización y, al mismo tiempo, darla por hecho". Frente a esta narrativa, Ryan cuestiona la justificación hobbesiana de las grandes instituciones dominadoras: que en "estado de naturaleza" la condición humana inexorablemente nos condena a la barbarie. En la línea de las ya citadas Eisler, Harman y Faulkner, Ryan reivindica (sin llegar a suscribir el neoludismo de John Zerzan en Futuro primitivo, Numa Ediciones, 2001; traducción de Hipólito Patón) la recuperación estratégica del "pensamiento recolector-cazador" y su introducción en nuestras sociedades desarrolladas:

"Tres de las características que se hallan de forma constante en las sociedades recolectoras se corresponden más o menos con los ámbitos social, físico y psicológico: el igualitarismo, la movilidad y la gratitud. [...] Históricamente, hasta la puesta en marcha de las transformaciones radicales desencadenadas por la agricultura hace unos diez mil años, la vida humana se caracterizaba por el igualitarismo, la movilidad, el compartir obligatoriamente la propiedad mínima, el libre acceso a las necesidades de la vida y el sentimiento de gratitud hacia un entorno que proporcionaba todo lo necesario. [...] El poder era fluido, no se podía confiscar, heredar ni comprar".

Sin que aporte grandes novedades respecto de todas esas obras citadas, el libro de Ryan permite recuperar una conversación esencial para nuestro futuro, en la línea de lo que también ha planteado Jared Diamond en El mundo hasta ayer (Random House Mondadori, 2013; traducción de Efrén del Valle Peñamil). Como señala Diamond, "las sociedades tradicionales representan miles de experimentos sobre cómo construir una sociedad humana. Han ideado millares de soluciones a los problemas humanos, soluciones distintas de las adoptadas por nuestras sociedades [...] modernas". En estos tiempos en los que la crisis de nuestro modelo de desarrollo es indiscutible, bien pudiera ser que nuestro futuro dependa en parte de recuperar lo que fuimos.

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