Joël Dicker
La desaparición de Stephanie Mailer
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego
Alfaguara, 2018
Dicker es a la novela negra lo que Hergé es al cómic: un narrador de "línea clara", cuya aspiración es que la lectora o el lector logren una comprensión máxima de la historia que narra. Y lo consigue.
A pesar de su extensión (647 páginas), de sus contínuos saltos temporales entre 1994 y 2014, de sus numerosos personajes (con una treintena de personajes principales, como se recoge en una anexo final) y de la característica trama de historias entrecruzadas que es la marca de Dicker (imprescindible su primera novela publicada en España, La verdad sobre el caso Harry Quebert, Alfaguara 2013), la lectura es sorprendentemente fácil, suave, perfectamente engrasada.
—¿Así que es usted el famoso «capitán cien por cien»? —me preguntó con tono seductor.
—Por lo visto —contesté sonriente—. ¿Nos conocemos?
—No. Me llamo Stephanie Mailer. Soy periodista del Orphea Chronicle.
Nos dimos la mano. Stephanie me dijo:
—¿Le molesta si lo llamo «capitán noventa y nueve por ciento»?
Fruncí el ceño.
—¿Está usted insinuando que he dejado sin resolver alguna de mis investigaciones?
Por toda respuesta sacó del bolso la fotocopia de un recorte del Orphea Chronicle fechado el 1 de agosto de 1994 y me lo alargó:
CUÁDRUPLE ASESINATO EN ORPHEA:
MATAN AL ALCALDE Y A SU FAMILIA
El sábado, a última hora de la tarde, el alcalde de Orphea, Joseph Gordon, su mujer y su hijo de diez años aparecieron muertos en su domicilio. La cuarta víctima se llama Meghan Padalin, de treinta y dos años. La joven, que había salido a correr en el momento de los hechos, fue seguramente un testigo desafortunado. La mataron de varios tiros en plena calle, delante de la casa del alcalde.
Ilustraba el artículo una foto mía y de mi compañero a la sazón, Derek Scott, en el lugar del crimen.
—¿Adónde quiere ir a parar? —le pregunté.
—No resolvió este caso, capitán.
—¿Qué me está contando?
—En 1994 se equivocó de culpable. Pensaba que querría saberlo antes de dejar la policía.
Al principio creí que se trataba de una broma de mal gusto de mis colegas, antes de advertir que Stephanie iba muy en serio.
—¿Está usted investigando por su cuenta? —le pregunté.
—En cierto modo, capitán.
—¿«En cierto modo»? Va a tener que decirme algo más si pretende que la crea.
—Digo la verdad, capitán. Tengo una cita dentro de una hora que debería permitirme conseguir la prueba irrefutable.
—¿Una cita con quién?
—Capitán —me dijo con tono divertido—, no soy una principiante. Es la clase de exclusiva que un periodista no quiere arriesgarse a perder. Le prometo que lo haré partícipe de lo que descubra en cuanto llegue el momento. Mientras tanto, tengo que pedirle un favor: que me permita consultar el informe de la policía estatal.
—¡Usted lo llama un favor y yo lo llamo chantaje! —repliqué—. Empiece por enseñarme su investigación, Stephanie. Esas alegaciones son muy graves.
—Me hago cargo, capitán Rosenberg. Y, precisamente por eso, no me apetece que se me adelante la policía estatal.
—Le recuerdo que tiene la obligación de compartir con la policía toda la información de interés que obre en su poder. Es lo que marca la ley. También podría ir yo a hacer una inspección en su periódico.
A Stephanie pareció decepcionarla mi reacción.
—Qué se le va a hacer, «capitán noventa y nueve por ciento» —dijo—. Suponía que le iba a interesar, pero debe de estar usted pensando ya en su jubilación y en ese nuevo proyecto que ha mencionado el mayor en el discurso. ¿De qué se trata? ¿Va a arreglar un barco viejo?
—No es asunto suyo —contesté, muy seco.
Se encogió de hombros e hizo como que se iba. Yo estaba seguro de que era un farol y, en efecto, se detuvo tras dar unos pocos pasos y se volvió hacia mí.
—Tenía la respuesta ante los ojos, capitán Rosenberg. Sencillamente, no la vio.
Yo me sentía intrigado y molesto a la vez.
—Creo que me he perdido, Stephanie.
Ella alzó entonces la mano y me la colocó a la altura de los ojos.
—¿Qué ve, capitán?
—Su mano.
—Le estaba enseñando los dedos —me enmendó.
—Pero yo veo su mano —respondí, sin entenderla.
—Ese es el problema —me dijo—. Ha visto lo que quería ver y no lo que le han enseñado. Y eso fue lo que se perdió hace veinte años.
Fueron sus últimas palabras. Se marchó, dejándome, junto con su enigma, su tarjeta de visita y la fotocopia del periódico.
Al divisar en el bufé a Derek Scott, mi antiguo compañero, que en la actualidad vegetaba en la brigada administrativa, me apresuré a acercarme a él y le enseñé el recorte.
—No has cambiado nada, Jesse —me dijo, sonriente y divertido al ver de nuevo aquel antiguo caso—. ¿Qué quería esa chica?
—Es una periodista. Según ella, nos colamos en 1994. Afirma que no acertamos en la investigación y que nos equivocamos de culpable.
—¿Qué? —dijo Derek, atragantándose—. Pero eso es de locos.
—Ya lo sé.
—¿Qué ha dicho exactamente?
—Que teníamos la respuesta ante los ojos y que no la vimos.
Derek se quedó perplejo. Él también parecía alterado, pero decidió quitarse esa idea de la cabeza.
—No me lo creo ni por asomo —masculló, al cabo—. No es más que una periodista de segunda que quiere destacar sin esforzarse mucho.
—Puede que sí —contesté pensativo—. Y puede que no.
Recorrí el aparcamiento con la vista y divisé a Stephanie que se estaba metiendo en su coche. Me hizo una seña y me gritó: «Hasta pronto, capitán Rosenberg».
Pero no hubo ningún «hasta pronto».
Porque ese fue el día en que desapareció.
A partir de aquí, 620 páginas de puro y claro disfrute.
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