Cerca de un pueblo toraya situado en un claro, me mostraron un árbol peculiar. Imponente y majestuoso, se alza en una pendiente del bosque, a unos cientos de metros de las casas. Es una sepultura reservada a los niños de muy corta edad, fallecidos durante los primeros meses de vida. En el tronco del árbol se excava un hoyo. En su interior se deposita el pequeño cadáver envuelto en una sábana. El sepulcro leñoso se cierra con un entramado de ramas y tela. Lentamente, con el paso de los años, la madera del árbol vuelve a cerrarse y guarda el cuerpo del niño en su propio y enorme cuerpo, bajo su corteza soldada de nuevo. Comienza entonces el viaje que lo elevará poco a poco al cielo, al pausado ritmo del crecimiento del árbol.
Nosotros enterramos a nuestros muertos. O los quemamos. Nunca se nos habría ocurrido confiárselos a los árboles, aunque no nos falta bosques ni imaginación. Pero nuestras creencias se han vuelto vacías, carentes de eco. Perpetuamos rituales que a la mayoría nos costaría mucho explicar. Nuestro mundo vive de espaldas a la muerte. Los toraya la han convertido en el centro del suyo. ¿Quién tiene razón?
Philippe Claudel, Bajo el árbol de los toraya, Salamandra, 2017
[Traducción de José Antonio Soriano Marco].
Lo pensaba esta mañana, mientras caminaba bajo la lluvia por el bosque hibernante.
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