Estoy terminando de leer el último libro de Philippe Claudel, Bajo el árbol de los Toraya (Salamandra, 2017). Una hermosísima reflexión sobre la vida y la muerte, y cómo vivir (sí, vivir) plenamente ambas experiencias, que en realidad son dos dimensiones de una misma experiencia.
Volveré sobre este libro en otros comentarios. Sus páginas sobre la enfermedad y, en concreto, sobre el cáncer, me han tocado muy hondo: este ha sido un año en el que el cáncer ha estado muy presente.
Pero ahora quiero detenerme en una faceta de Claudel que desconocía: su relación con la montaña y con el alpinismo, sobre las que escribe cosas como esta:
El alpinismo no sólo es un deporte, es un deseo de medir la disparidad de las proporciones, tanto espaciales como temporales. [...] Allí abajo, allí arriba, no somos nada. Y nuestros esfuerzos por hacernos la ilusión de que por un breve instante somos los dueños del lugar, con el pretexto de que hemos abierto una vía y alcanzado una cima, dejan indiferentes a las inmensas masas de hielo y piedra ante las que nuestros cuerpos sufren, nuestros dedos se despellejan, nuestros labios se agrietan y nuestros ojos arden.
El alpinismo es una dura lección de filosofía. Siempre he creído que en esos territorios, en relidad "inhumanos", pueden experimentarse en toda su plenitud los sentimientos "humanos" que sostienen y justifican nuestras vidas, milagrosamente liberados del burdo lastre con que los carga el mundo.
Esta mañana, mientras caminaba con dificultad entre la nieve blanda, he pensado en ello.
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