Recomiendo la lectura del libro de Tom Kromer Nada que esperar (Sajalin Editores, 2015).No es una lectura agradable de digerir. La durísima existencia de los miles de mujeres y hombres que durante la Gran Depresión malvivían de la mendicidad y la caridad, sin trabajo ni techo, es narrada sin artificios ni disimulos por alguien que sufrió esa misma vida. El hambre y el frío, la humillación y el desprecio, nos asaltan en cada página. Son contadas las escenas en las que estas vivencias son sustituidas por la compasión, la solidaridad, el reconocimiento y la ayuda. Aunque también las hay, y su excepcionalidad las vuelve preciosas.
Mientras lo leía, no podía evitar pensar en otras escenas actuales, muy alejadas en el tiempo, el espacio y las circunstancias de aquellas que narra el libro de Kromer, pero a las que cabría aplicar tantas de sus reflexiones:
Es de noche y estamos en un campamento de vagabundos. Esta noche el campamento es nuestra casa. Y nuestra casa es un vertedero. Nos rodean montones de latas y botellas rotas. Y entre esos montones han encendido hogueras. A nuestra derecha, un hombre y una mujer se acurrucan junto a las llamas. Y en los brazos de la mujer, un bebé respira con dificultad. Tiene difteria. El bebé tose hasta que la cara se le pone morada. la mujer, que está asustada, lo golpea en la espalda. El bebé se recupera durante unos instantes, pero eso es todo. No se puede curar a un bebé que padece difteria dándole palmadas en la espalda.
De pronto nos llega el sonido de una voces desde el otro lado de las vías. Alguien se está acercando. Levantamos la cabeza. 'Más vagabundos que buscan un fuego para escapar del frío', pensamos. Pero la suerte no nos acompaña. Cuatro hombres avanzan a toda prisa desde las vías. Llevan porras en las manos y pistolas enfundadas a la altura de la cadera. Es la policía. Dios, ¿es que no podemos ni descansar en un apestoso basurero?.
-Tú y yo nos moriremos en uno de estos campamentos -interviene el jorobado-. Esto no va a ir a mejor, sino todo lo contrario. Llevo un periódico en el bolsillo. -El jorobado se da un golpecito en el bolsillo y añade-: Y el editorial de ese periódico dice que desde la depresión la salud de la gente ha mejorado. Dice que, de todos modos, la gente come demasiado y que la depresión además de hacer que se vuelva a creer en Dios, nos está enseñando los verdaderos valores de la vida.
-Farsantes- se queja un vagabundo mientras roe un pedazo de carne medio podrida-, son unos condenados farsantes. Imaginaos al tipo que escribió este artículo. Imaginaos también a su mujer y a sus hijos. Los veo sentados a la mesa, con un criado de uniforme que, a sus espaldas, les sirve lo que le piden. Seguro que se pasan el día arriba y abajo en sus Rolls-Royce. ¿A que no habéis visto nunca a un tipo como ese haciendo cola en un albergue? ¿A que no? Pero el muy desgraciado escribe todas esas tonterías y la gente va y se las lee. Conque los verdaderos valores de la vida, ¿eh? Si ese tipo tiene tantas ganas de creer en Dios, ¿por qué no cambia su Rolls-Royce por un oxidado cubo de hojalata y se pone a la cola? Menudo farsante.
¿Se puede saber quién ha repartido el mundo y se lo ha dado a unos cuantos? ¿Se puede saber qué derecho tiene alguien a decir que ese pedazo de tierra es suyo y que tu no puedes dormir en él?.
La novela Nada que esperar se acompaña de varios relatos cortos. Uno de estos, el titulado "Hombres famélicos", cambia radicalmente el desolador tono de los escritos de Kromer. En este relato, la conciencia socialista, sindicalista y seguramente wobblie (del IWW, Industrial Workers of the World) del autor transforma a esos hungry men (hombres hambrientos) del título en unos angry men, en individuos airados, indignados, conscientes y movilizados para cambiar la realidad:
-Y entonces llegaban los policías con sus porras y los golpeaban en la cabeza hasta que se desplomaban unos encima de otros, y así les resultaba más fácil arrastrarlos al furgón que los esperaba junto a la acera. Pero cuando se los llevaban, otro hombre se subía a la caja de madera y los policías lo atacaban con las porras y le disparaban con sus pistolas, pero las porras no le dejaban marcas y los disparos no le hacían sangrar ni lo herían, y los policías se asustaban porque no habían visto nunca a un hombre así y eso los asustaba. Los ojos negros y los dientes blancos resplandecían al sol, y en Frisco, en LA, en Detroit, en Chicago, en Nueva York y en Misisipi, hombres famélicos, vestidos con harapos descolotidos debido a la sal de su propio sudor, escuchaban delante de las puertas y las ventanas selladas de sus fábricas:
-¡Tenemos la solución! Con nuestras remachadoras construimos puentes y rascacielos. Con nuestras palas excavamos minas, trazamos carreteras y tendimos vías. Nuestro sudor y nuestra sangre están en el campo, en los barcos, en todo lo que nos rodea. Y ahora vamos a recuperarlo. ¡APARTAOS!
Un libro emocionante.
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