domingo, 14 de julio de 2013

Para acabar con todas las guerras



Como ocurriera con sus dos libros anteriores, El fantasma del Rey Leopoldo y Enterrad las cadenas, en su último libro Adam Hochschild nos ofrece un ejemplo de que otra historia es posible. Una historia que, sin sacrificar el rigor documental, es capaz de mirar los acontecimientos desde otro lugar, desde la perspectiva de quienes la sufren, y sufriéndola también la hacen, casi siempre en contra de las pretensiones de la historia oficial.
Si anteriormente se había ocupado del colonialismo y de la esclavitud, en esta ocasión Hochschild aborda la Primera Guerra Mundial. Lo hace entrecruzando las vidas de quienes la impulsaron, de quienes la sufrieron y de quienes se opusieron a ella.
Entre los primeros, monarcas y emperadores como el rey Jorge V, el zar Nicolás II y el káiser Guillermo II, ligados entre sí por lazos de parentesco y amistad. Generales británicos forjados en las guerras coloniales, convencidos de que la recién inventada ametralladora, de probada eficacia a la hora de masacrar africanos, jamás podría sustituir en una "guerra entre caballeros" los efectos estéticos y estratégicos de una buena carga de caballería. Periodistas, escritores e intelectuales como Kipling, Hardy, Barrie o Conan Doyle, que pusieron su inspiración y su pluma al servicio de la nueva Oficina de Propaganda de Guerra. Pero también partidos y sindicatos socialistas que, salvo honrosas excepciones, no sólo no rechazaron la guerra, sino que se sumaron a la misma traicionando cualquier atisbo de solidaridad de clase.
Entre los segundos, entre las víctimas de esa horrenda guerra, los millones de soldados que, alistados al principio impulsados por la engañosa sensación de libertad que otorga el patriotismo, movilizados a la fuerza a medida que el conflicto se prolongaba en el tiempo, sufrieron la primera guerra total.
Pero el libro de Hochschild es, sobre todo, un homenaje a quienes, en medio de una locura de alcance universal, lucharon por mantener activo el espíritu internacionalista y el grito de Guerre à la guerre! que en julio de 1914, unos meses antes de que estallara la contienda, unió en Bruselas al líder socialista francés Jean Jaurès y a Hugo Haase, copresidente de los socialdemócratas alemanes. Algunas de ellas fueron personas muy destacadas y conocidas, como Bertrand Russell o Rosa Luxenburgo; otras no gozaron del mismo reconocimiento público, pero su lucha contra la guerra y en favor de la fraternidad de todo el género humano en contra de divisiones raciales y nacionales no fue menos importante: particularmente los más de seis mil objetores de conciencia británicos encarcelados por negarse a tomar las armas, pero también los soldados y suboficiales que intentaron mantener su humanidad en medio de aquel horror. Como aquellos que, en diciembre de 1914, protagonizaron la llamada "Tregua de Navidad":

"En la estrecha franja de tierra que se extiende por el norte de Francia y un rincón de Bélgica se encuentra la mayor concentración de tumbas de hombres jóvenes del mundo. Los ordenados bosques de lápidas o cruces blancas ascienden por pequeñas colinas o se extienden por suaves valles a lo largo de kilómetros, punteadas aquí y allá por las agujas, las columnas y las rotondas de sepulcros más grandes. Desde el Monumento de Nueva Zelanda en Messines, en Bélgica, hasta el Monumento Nacional Sudafricano en el campo de batalla del Somme, en Francia, pasando por los cementerios menos majestuosos que albergan los restos de los soldados senegaleses o trabajadores chinos, el territorio está salpicado de recordatorios de lo lejos que habían viajado algunos hombres para morir. [...]
Sin embargo, tras una semana entera de viaje por el antiguo frente occidental, solo se puede ver un único monumento que conmemore a alguien por haber hecho algo diferente a combatir o morir. A algunos kilómetros de distancia de Ypres, frente a un granero de ladrillo y al otro lado de una carretera comarcal con un solo carril, hay una cruz de aproximadamente un metro y medio de altura hecha con sólidas vigas de madera oscurecida. Cerca de ella, en un tiesto, hay un pequeño abeto derribado por el viento estival; tres bolas plateadas siguen colgando en él, ya que es un árbol de Navidad, y esa cruz artesanal, que no ha erigido ni mantiene ningún organismo oficial de ningún país, se alza en recuerdo de los soldados de ambos bandos que participaron en la Tregua de Navidad de 1914" (pp. 552-553).



Fuente: http://www.antiwarsongs.org/canzone.php?lang=en&id=3155

Leer el libro de Hochschild es reforzar la convicción de que.el fratriotismo ha de estar siempre por encima de cualquier forma de patriotismo, y de que, muchas veces, para salvar al hermano hay que matar -simbólica, emocional y racionalmente- al padre. Porque, como escribe el autor al finalizar el libro:

"Incluso después de que haya transcurrido un siglo de derramamientos de sangre desde la guerra que se suponía que iba a acabar con todas las guerras, estamos dolorosamente lejos del día en el que la mayoría de los habitantes de la Tierra posean la sabiduría de creer, como Alice Wheeldon en la celda en que estuvo encarcelada, que su patria es el mundo".


  • Un documental de Canal Historia realmente interesante sobre la prolongada guerra de trincheras en el frente occidental y la tregua de Navidad.


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