domingo, 21 de mayo de 2023

Lo que hemos avanzado, lo que aún nos queda

En este blog no comparto el comentario de todos los libros que leo. Muchos quedan fuera por tratarse de obras que utilizo para preparar las clases o como referencia para investigaciones o artículos. Otros, porque no me han gustado lo suficiente como para recomendarlos. Pero como reconozco todo el trabajo que hay detrás de un libro y, además, el gusto particular es un criterio muy muy relativo, prefiero obviar cualquier comentario al respecto. Voy a romper con esta norma con dos novelas que he casi-leído últimamente. Digo casi-leído porque en ambos casos iba ya por la mitad de su lectura cuando decidí que no podía continuar.
 
La primera es El placer eterno, de John Ralston Saul, publicada en 1990 por Círculo de Lectores (anteriormente por Ediciones B) y traducida por Jordi Gubern. La adquirí en LIBU, una de los pocos lugares en los que adquirir libros de segunda mano (yo prefiero llamarlos de segunda vida) en Bilbao, concebida además como una "librería comunitaria y social". Suelo frecuentarla y en sus estanterías he encontrado unas cuantas joyitas, a veces buscándolas, la mayoría de las veces sin ni siquiera saber de su existencia. Esto es lo bueno de buscar sin algoritmos que orienten/limiten nuestra búsqueda: que la serendipia nos descubre cosas inesperadas.

¿Qué es lo que me llamó la atención de este libro? Su autor. Escritor y ensayista canadiense, de Saul había leído La civilización inconsciente ( Anagrama, 1997; traducción de Javier Calzada) y Diccionario del que duda (Granica, 2000; traducción de Carlos Gardini), que me gustaron mucho y que aún releo y utilizo. Como, por ejemplo, la reflexión que hace en el Diccionario sobre la participación, tan adecuada a estas fechas pre-electorales:
 
"La democracia se construye y se mantiene mediante la participación individual, pero la sociedad está estructurada para desalentarla.
Y la nuestra es la civilización más estructurada. Cuarenta horas de trabajo. Recreos laborales calculados al minuto. Fines de semana destinados a la recuperación. Permisos específicos para enfermedad y maternidad. Vacaciones fijas. Días oficiales de celebración o luto. Cuando sumamos todo e incluimos el tiempo para comer, copular, dormir y ver a la familia hemos ocupado las veinticuatro horas. 
El único período destinado a la participación individual es un tiempo fijo para votar, que quizá promedia una hora por año. Las únicas ocasiones en que la sociedad organiza formalmente una mayor participación se relacionan con cuestiones de violencia. (El servicio militar, o cuando un juez ordena al reo que preste un servicio comunitario).
¿Por qué la función que hace viable la democracia es tratada como si fuera prescindible? Mejor dicho, ¿por qué se la excluye, reduciéndola a una actividad menor que requiere sacrificar tiempo formalmente asignado a otras cosas?
Nada nos impide revisar el horario para incluir cuatro o cinco horas semanales de participación política. Nuestra incapacidad para ello dice algo acerca del estado de la ética democrática, o bien acerca de la real índole del poder en nuestra sociedad".
 
Desconocía la faceta literaria de Saul, así que adquirí su novela y me introduje en sus páginas con ganas. Se trata de una historia entretenida, con personajes y situaciones que me recordaban otras historias como El tesoro de Sierra Madre de Traven o El americano impasible de Greene: no está a su nivel, pero se deja leer. Hasta que, en las páginas 166-167, me encontré con la siguiente escena:
 
 
 

La segunda novela es Lobo: Unas memorias falsas de Jim Harrison (Errata Naturae, 2023; traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara). En este caso, lo que me llevó al libro no fue el azar sino la intención. He leído varias novelas de Harrison y todas las he disfrutado. En este blog he recomendado dos de ellas, también publicadas por Errata Naturae: Leyendas de otoño y, muy especialmente, Dalva
 
Con un estilo torrencial, en Lobo Harrison nos ofrece una historia de resonancias beatnik, el relato de un joven de vida naufragada que, a principios de los años setenta, aspira a recomponerse en la naturaleza inmensa y despoblada de las montañas Hurón, en el norte de Michigan. Su objetivo es ver un lobo, convencido de que si lo consigue su vida cambiará:
 
"Se suponía que en la zona había unos diez o doce ejemplares, y yo deseaba ver uno a toda costa. Conocía a un cazador en Ishpeming que en una ocasión oyó el aullido de un lobo y, a continuación, otro aullido de respuesta desde una colina. Pero eso fue en las Yelow Dog Plains, a unos treinta kilómetros al este de donde yo me encontraba. En Estados Unidos solo quedan trescientos o cuatrocientos lobos nativos. Es raro oírlos y mucho más raro verlos, salvo en circunstancias poco naturales como en Isla Royale, en invierno y desde un avión. Sentía que si veía uno, mi suerte cambiaría. Puede que lo siguiera hasta que se detuviera para saludarme, nos abrazaríamos y yo me convertiría en lobo".
 
La novela entremezcla el relato de esta búsqueda con sucesivos flashbacks a su vida anterior, de borracheras, trabajos precarios, nomadismo y ligues, descritos en un estilo "macho" que me produce bastante incomodidad. Incomodidad que llega al extremo en las páginas 162 y 178:
 

 
En noviembre de 2015 la maravillosa Rebecca Solnit publicó en Literary Hub el ensayo "80 Books No Woman Should Read", 80 libros que ninguna mujer debería leer, que podemos encontrar en castellano como parte de su libro La madre de todas las preguntas (Capitán Swing, 2021; traducción de Lucía Barahona). En respuesta a una lista de "los 80 libros que todo hombre debe leer" publicada por la muy masculina revista Esquire, Rebecca Solnit escribe:

"Analizar la lista, que incluye muchos de los libros más varoniles de la historia, libros sobre guerra, donde solo hay uno escrito por un hombre homosexual, me recordó que, aunque es duro ser mujer, en muchos sentidos es mucho más duro ser un hombre, ese género que se supone que ha de ser defendido y demostrado incesantemente a través de actos de hombría. Contemplé la lista y con total espontaneidad me sobrevino el pensamiento: «No me extraña que haya tantos asesinatos masivos», pues estos son la
expresión más extrema de ser un hombre cuando se contextualiza de esta manera, aunque, por fortuna, muchos hombres saben estar en el mundo de maneras más elegantes y empáticas.
La lista me hizo pensar que debería existir otra en la que aparecieran algunos de los mismos libros. Una lista llamada: «80 libros que ninguna mujer debería leer», aunque, por supuesto, creo que todo el mundo debería leer lo que quisiera. Simplemente pienso que algunos libros pretenden instruir sobre por qué las mujeres son sucias o apenas existen salvo como accesorios o son intrínsecamente malas o están vacías. O son enseñanzas según la versión de masculinidad que consiste en ser desagradable y no consciente, ese conjunto de valores que se expande hacia la violencia en el hogar, en la guerra, y por medios económicos"
.

Convencida de que los libros, en el caso de que puedan enseñarnos algo, deberían ser "enseñanzas para ampliar nuestras identidades en el mundo, humano y no humano, para entender la imaginación como un gran acto de empatía que nos saca fuera de nosotros mismos, no que nos encierra en nuestro género", Rebecca Solnit cuestiona la perspectiva (misógina) que sobre la mujer (en realidad, sobre los seres humanos) muestran en sus novelas autores de la lista de Esquire como Kerouac, Miller, Burroughs, Hemingway, Bellow, Roth, Updike y Mailer.

He leído a Miller (todo) y a Bukowski (casi todo). También a Hemingway, a Kerouac, Mailer, Roth y Burroughs. Hace muchos años. No he vuelto a hacerlo. Hay mucho para leer y desde hace tiempo estoy descubriendo autoras excelentes que en mi etapa formativa simplemente no aparecían al no formar parte del canon androcéntrico de los 80 o de los 800 libros que todo hombre debería leer. Hoy no podría leerlos como los leí en su momento, y me parece bien que así sea. No estoy hablando de condenas o cancelaciones colectivas, ni de reescrituras, sino de decisiones personales. No quiero leer este tipo de cosas. Como no quiero leer, tan banalmente escritas, escenas de violaciones, pederastia o violencia contra las mujeres.

"Con el tiempo -confiesa Rebecca Solnit- perdoné a Kerouac, igual que perdoné a Jim Harrison su lascivia cosificadora sobre el papel, porque ambos poseen cualidades redentoras. Y la lascivia de Harrison tiene un componente saludable del Medio Oeste, a diferencia de la de Charles Bukowski o Henry Miller". La daré otra oportunidad a Harrison, pero no será con esta novela.

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