Cuando los inviernos eran inviernos. Historia de una estación
Traducción de José Aníbal Campos
Acantilado, 2020
“El ritmo de las estaciones representa el orden de lo que llega y lo que se va. Muchos jóvenes sólo conocen lo que es una verdadera ola de frío a través de cuentos o de la televisión. En otras épocas, el invierno implicaba un hito más importante en nuestra rutina diaria que en la actualidad: a menudo la vida llegaba a paralizarse literalmente”.
Si hace unos días comentaba aquí el libro de Robert Macfarlane Las montañas de la mente, en esta ocasión podemos decir que Bernd Brunner firma un texto que bien podría titularse “Los inviernos de la mente”. En este delicioso libro, Brunner nos invita a adentrarnos “en ese complejo entramado de significados que llamamos invierno”, compuesto por unas determinadas condiciones meteorológicas, por supuesto, pero también por mitos y narraciones, imágenes, experiencias o estados de ánimo.
Partiendo de una caracterización de lo que considera “el mundo perfecto del invierno” o la imagen que ha acabado por convertirse en canónica cuando pensamos en esa estación (un paisaje totalmente blanco, casas de madera, chimeneas humeantes, campanarios, muñecos de nieve, trineos tirados por caballos, gente alegre esquiando o lanzándose bolas de nieve…), Brunner recopila infinidad de curiosidades e historias relativas a la forma en que se han afrontado los rigores del invierno a lo largo de la historia, sobre la reacción del cuerpo humano ante el frío intenso, sobre las supersticiones y leyendas en torno a esta época del año, sobre la llamada “Pequeña Edad de Hielo” entre los siglos XV y XIX, el estudio y representación de los cristales de hielo, las transformaciones y adaptaciones que experimentan plantas y animales en invierno, sobre su representación artística o su distinta significación en las diferentes sociedades. Por ejemplo, los samis del norte de Escandinavia distinguen tres inviernos: el temprano (Tjakttjadálvvie), el invierno propiamente dicho (Dálvvie) y el tardío (Gijrradálvvie); y los inuit, los islandeses y los noruegos diferencian entre muy diversos tipos de nieve; estos últimos hablan de heiske (“nieve ligera caída de un cielo casi sin nubes”), fjorsnø (“nieve del pasado año”), smaladrepar (“capa húmeda de nieve que se ha congelado por encima y cubre el suelo de tal modo que el ganado no encuentra alimento”)...
Pero, sobre todo, el libro nos ilustra sobre la manera en que, empezando en las localidades turísticas de los Alpes suizos, se fue produciendo una “reinterpretación del invierno”, convertido en una nueva estación turística, fuente de nuevos placeres y sinónimo de salud. Y así, “poco a poco el invierno fue ganando preferencia, y los horrores del frío y del hielo empezaron a aparecer bajo otra luz”.
Esta transformación cultural del significado y la experiencia del invierno se realiza, en muchos aspectos, en paralelo al descubrimiento de las montañas que analiza Macfarlane, y hay personajes que juegan un relevante papel en ambos casos, como el pintor Caspar David Friedrich, así como Goethe o John Ruskin. Brunner cita un fragmento de El mundo de ayer, de Stefan Zweig, que refleja a la perfección este cambio del significado que tanto las altas montañas como el invierno: “Descubrieron que el invierno –antes una época triste y desabrida, desaprovechada por la gente que, malhumorada, jugaba a cartas en las tabernas o se aburría en habitaciones demasiado caldeadas- en la montaña era como un lugar de sol filtrado, como un néctar para los pulmones, un placer para la piel, la cual sentía por debajo como fluía la sangre a borbotones”.
Un libro entretenido y sugerente.
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