martes, 11 de agosto de 2020

Las montañas de la mente

Robert Macfarlane
Las montañas de la mente
Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
Penguin Random House, 2020


“En última instancia, y muy importante, las montañas aceleran nuestro sentido de lo admirable. El auténtico beneficio de las montañas no es que nos propongan un reto o una competición, algo que haya que superar y dominar (aunque es la razón por la que muchos se han acercado a ellas). Es que ofrecen una cosa más amable e infinitamente más poderosa: nos preparan para creer en las maravillas, tanto si se trata de los oscuros remolinos que forma el agua bajo una capa de hielo como si es el tacto de los suaves tepes de musgo que nacen en la cara de sotavento de los peñascos y los árboles”.


En La Montaña Análoga (Alfaguara, 1982. Traducción de Carmen Santos), de René Daumal describe el viaje de un grupo de hombres y mujeres a la búsqueda de una montaña mítica, de la montaña simbólica por excelencia, que caracteriza así: “Para que una montaña pueda jugar el papel de Montaña Análoga, es imprescindible que su cúspide sea inaccesible pero que su base sea accesible a los seres humanos tal como han sido creados por la naturaleza. Ha de ser única y tiene que existir geográficamente. La puerta de lo invisible debe ser visible”. El libro de Robert Macfarlane es una fascinante exploración de este carácter simbólico de las montañas, que resume con una fórmula tan sintética como acertada: “Así pues, las montañas son en realidad producto de una colaboración entre la forma física del mundo y la imaginación humana: las montañas de la mente”.

Las montañas, en su forma y composición físicas, siempre han estado ahí; pero nuestra relación con ellas ha variado en el tiempo. No fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando las mismas características que habían mantenido a la mayoría de las personas alejadas de las grandes montañas (su apabullante orografía, su distanciamiento geográfico, su soledad y salvajismo, los múltiples peligros asociados a ellas) se convirtieron en cualidades ampliamente destacadas por artistas, científicos y, posteriormente, mujeres y hombres que empezaron a recorrer sus sendas, a pisar sus glaciares y a coronar sus cimas.

Macfarlane nos invita con este libro (“En realidad, no es un libro sobre montañismo sino un libro sobre la imaginación”) a realizar un viaje tan entretenido como documentado por el cambiante mundo sentimental (aunque profundamente engarzado en los avances de la ciencia geológica) que llevó a despertar en Europa un amor tal por las altas cumbres que convirtió a quienes se atrevían a intentar hollarlas, arriesgando para ello sus vidas, en auténticos héroes populares.

El autor señala el famoso cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Viajero sobre el mar de nubes, pintado en 1818, como la mejor expresión de ese nuevo “culto a las cumbres” que alcanzará su apogeo en la primera mitad del siglo XIX y que culmina con la mortífera pasión de George Mallory por el Everest.

Él mismo montañero, Macfarlane consigue hacernos disfrutar tanto cuando, en el capítulo 8, disecciona la malograda historia del citado Mallory, como cuando se refiere a los relatos de los primeros viajes por las montañas en los siglos XVII y XVIII o cuando describe los debates científicos entre “uniformistas” y “catastrofistas” sobre la formación física de la Tierra, y de las montañas en particular.

Un libro enormemente sugerente, muy recomendable. Con el plus de haberlo leído casi a los pies de mi particular Montaña Análoga.


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