Al menos 117 cuerpos han sido encontrados en la costa de Libia , en la localidad de Zuara, a 120 kilómetros al oeste de la capital, Trípoli. Los cuerpos podrían pertenecer a uno de los naufragios que se han registrado en esta semana ante las costas libias y que han dejado la cifra de 880 muertos, según la Agencia de la ONU Para los Refugiados (Acnur).
Esta conversación es parte de una serie de diálogos en torno a la violencia promovida por The New York Times y que cuenta con las opiniones de filósofos y críticos teóricos. En esta ocasión, el protagonista es Zygmunt Bauman, profesor emérito de sociología en la Universidad de Leeds, Gran Bretaña. Su ultimo libro, Strangers at Our Door, ha sido publicado por Polity Press.
Brad Evans: Durante más de una década usted se ha centrado en la desesperada y difícil situación de los refugiados. En particular, ha dedicado especial atención a las innombrables situaciones de inseguridad e indignidad a las que se enfrentan día a día. También ha destacado que no se trata de un problema nuevo, y que debe entenderse siempre en un contexto histórico mucho más amplio. Partiendo de esta idea, ¿cree que la actual crisis de refugiados que está hundiendo a Europa representa un capítulo más en la cronología de éxodos y huidas o que por el contrario, está ocurriendo aquí algo distinto?
Zygmunt Bauman: Es verdad que parece un “capítulo más” aunque, tal y como ocurre con todos los problemas políticos, hay algo nuevo en comparación con las situaciones anteriores. En la era moderna las migraciones masivas no son en sí una novedad o un evento esporádico. De hecho, se trata de un efecto habitual y constante del estilo de vida contemporáneo, con su preocupación perpetua por el progreso económico y la construcción de un orden establecido. Dos conceptos que actúan en particular como grandes fábricas capaces de producir sin parar “humanos residuales”, es decir, personas que están o bien sin trabajo en su zona de residencia o que tienen una situación políticamente intolerable y se ven obligadas a buscar refugio o mejores condiciones de vida lejos de sus casas.
Es cierto que la dirección predominante de las migraciones ha cambiado tras la propagación del estilo de vida moderno desde Europa, su lugar de origen, hacia el resto del mundo. Cuando Europa era el único continente “moderno” del planeta, su población sobrante desembarcaba en tierras “premodernas” reciclados como colonos, soldados o miembros de la administración colonial. De hecho, se calcula que hasta 60 millones de europeos se fueron de Europa hacia las dos Américas, África y Australia durante el apogeo del imperialismo colonial.
Sin embargo, a mediados del siglo XX la trayectoria de las migraciones dio un giro de ciento ochenta grados. Durante ese período, las lógicas migratorias cambiaron y se disociaron de la conquista de tierras. Los migrantes de esa era post-colonial intercambiaron entre ellos (y aún intercambian) formas heredadas de subsistencia y supervivencia, formas hoy destruidas por esa modernización triunfante promovida por los primeros colonizadores. Y todo, por la oportunidad de construir nidos de mercado y cubrir las necesidades de las economías nacionales de esos mismos colonizadores.
Para colmo, existe hoy un volumen creciente de personas, en particular en Oriente Medio y África, que son expulsadas de sus casas por las docenas de guerras civiles abiertas, los conflictos étnicos y religiosos y el puro vandalismo que campa a sus anchas en los territorios que abandonaron los colonizadores a mano de unos “estados” soberanos que lo son por nombre, pero que están urdidos de forma artificial y tienen pocas perspectivas de estabilidad. Eso sí, cuentan con arsenales inmensos de armas suministrados por sus antiguos señores coloniales.
B.E.: Hannah Arendt utilizó el término worldlessness (la carencia de un mundo común compartido) para definir esas condiciones en las que una persona no pertenece a un mundo en el que cuenta como ser humano. Este término puede ser relevante a la hora de describir la difícil situación de los refugiados actuales. ¿El problema entonces podría ser que enmarcamos el debate en términos de seguridad, y no lo centramos en los refugiados o sus destinos?
Z.B.: Parte del problema es la forma en la que el mundo político se enmarca y se entiende. Los refugiados no tienen lugar (are worldless, utilizando las palabras de Hannah Arendt), en un mundo que está unido en estados territorialmente soberanos y que exige identificar la posesión de los derechos humanos a través de la ciudadanía de un estado. Esta situación se agrava aún más por el hecho de que no quedan países que estén dispuestos a aceptar y a ofrecer refugio y la oportunidad de una vida decente y de cierta dignidad humana a los refugiados apátridas.
En un mundo con estas características, los que se ven obligados a huir de condiciones insufribles no son considerados como “titulares de derechos”, incluso de aquellos derechos supuestamente considerados inalienables a la humanidad. Forzados a confiar su supervivencia a las personas a cuyas puertas llaman, los refugiados son, de algún modo, arrojados fuera del reino de la “humanidad”, en la medida en que se supone que el pertenecer a ella confiere los derechos que se les niegan. Hoy hay millones y millones de esas personas habitando este planeta que compartimos.
Como ha señalado usted acertadamente, con demasiada frecuencia los refugiados acaban teniendo el papel de amenaza para los derechos humanos de las poblaciones autóctonas, en vez de ser clasificados y tratados como la parte de la humanidad más vulnerable, que no busca otra cosa que la restauración de esos mismos derechos que les han sido robados a la fuerza.
Hay ahora una tendencia muy pronunciada (entre la población más establecida pero también entre los políticos a los que éstos eligen para sus gobiernos estatales) de trasladar la “cuestión de los refugiados” del ámbito de los derechos humanos universales al de la seguridad nacional. Ser duros con los extranjeros en nombre de la seguridad frente a posibles terroristas tiene mucha más aceptación política que apelar a la bondad y compasión para ayudar a las personas en riesgo y situación de desamparo. Externalizar el problema para que se ocupen de ello los servicios de seguridad es eminentemente más conveniente para los gobiernos ya saturados con funciones de asistencia social, los cuales no parecen querer ni poder desempeñar más funciones para satisfacer a sus votantes.
B.E.: Un aspecto fundamental de su análisis ha sido argumentar cuántas de las vulnerabilidades a las que se enfrenta hoy la ciudadanía deben explicarse en términos globales, planetarios. Cada vez más, los Estados-nación parecen incapaces, de forma individual, de responder a la gran multitud de amenazas que definen nuestra era interconectada. ¿La figura del refugiado muestra de forma inequívoca la naturaleza actual del poder y la violencia?
Z.B.: Ver el problema en “términos más planetarios” es indispensable para entender por completo no solo el fenómeno de las migraciones masivas, sino también el genuino y extendido pánico migratorio que el fenómeno ha desencadenado en casi toda Europa. La entrada de un gran número de refugiados, y la visibilidad que tienen, de forma tan repentina, hacen salir a la superficie temores que hemos intentado reprimir y ocultar con mucho esfuerzo: unos miedos que se gestan con la premonición de nuestras propias debilidades como sociedad, y por la sospecha constante y ratificada de que nuestro destino está en manos de fuerzas que escapan a nuestra comprensión – y aún más a nuestro control.
En cierto modo, nos traen de nuevo los horrores más misteriosos y oscuros (aunque con suerte distantes) de las “fuerzas mundiales”, y lo hacen directamente llamando a nuestra puerta, en nuestros barrios, de una forma muy visible y tangible.
Hace solamente unas semanas, esos recién llegados se sentían seguramente igual de seguros en sus casas que nosotros ahora mismo. Y hoy nos miran, privados de sus casas, posesiones, seguridad, en muchos casos de sus derechos “inalienables” como personas y de sus derechos a tener el respeto y la aceptación que le garantizan a uno la autoestima.
Siguiendo un hábito milenario, se culpa a los mensajeros del contenido de su mensaje. No es de extrañar que las mareas sucesivas de nuevos inmigrantes sean percibidos, en palabras de Brecht, como “un presagio de malas noticias”. Son la personificación del desmoronamiento del orden establecido, una situación en la que las relaciones entre las causas y los efectos son fijas, por tanto, comprensibles y predecibles, permitiendo a los que están dentro saber cómo deben proceder. Es fácil demonizar a los refugiados, ya que son ellos los que nos muestran y ponen al descubierto todas esas inseguridades. Al detenerlos en el otro lado de nuestras fronteras fortificadas damos a entender que nos las arreglaremos para parar a esas fuerzas globales que los llevaron a golpear a nuestras puertas.
B.E.: Aquellos que huyen de situaciones en las que todo ha quedado devastado por la guerra abren siempre un ruidoso debate sobre el término correcto: ¿Debemos hablar de “emigrantes” o de “refugiados”? Los dos términos pueden ser reduccionistas. ¿Puede ser que necesitemos un nuevo tipo de vocabulario que enfatice la condición más humana de los que intentan escapar de tales condiciones? Después de todo, y tal y como apuntó el poeta Warsan Shire, “nadie pone a sus hijos en un bote, a menos que el agua sea más segura que la tierra.”
Z.B.: La mayoría de veces un refugiado solo puede escoger libremente entre un sitio donde su presencia es inaguantable y otro donde su llegada no será ni deseada ni permitida. De forma similar, la opción del llamado emigrante económico es la de escoger entre la hambruna o una vida sin perspectivas pero con la oportunidad (poco convincente) de unas condiciones soportables para sí mismo y para su familia. Esto no es más que una “opción”, en ningún sentido significativo, a la que se enfrenta el refugiado que está huyendo de una evidente violencia física. A todos y cada uno de nosotros nos debería horrorizar el hecho de que haya gente que tenga la necesidad de tomar ese tipo de decisiones. Necesitamos un lenguaje o un vocabulario crítico para unas condiciones que ocurren en este mundo y que obligan a millones de sus habitantes a hacer algo así.
En la medida en que la etiqueta de “inmigrante económico” estigmatiza a esas víctimas, deberíamos desaprobarla. Este tipo de acrobacias lingüísticas y discursivas hacen que no se examinen las causas reales de este tipo de crisis, y que sus responsables queden impunes. En una cultura que ensalza la búsqueda de la auto-perfección y la felicidad (elevándola al nivel de propósito vital), no hay nada más hipócrita que condenar a aquellos que intentan seguir ese principio pero que no pueden llevarlo a cabo por no tener la documentación apropiada o por falta de medios.
Entrevista realizada por Brad Evans, catedrático de relaciones internacionales en la University of Bristol in England. Es el fundador y director de Histories of Violence (Historias de Violencia), un proyecto dedicado a evaluar y discutir el problema de la violencia en el siglo XXI. Sus publicaciones más recientes incluyen “Disposable Futures: The Seduction of Violence in the Age of Spectacle” (con Henry Giroux) y “Resilient Life: The Art of Living Dangerously” (con Julian Reid).
Entrevista completa en The New York Times.
Traducción de Anna Galdon.
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