lunes, 6 de enero de 2014

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Will McIntosh
Zombies, Antología de J.J. Adams, Planeta, Barcelona 2011, pp. 541-552 [fragmento]


Se acercaba por la acera tambaleándose como cualquier otro cadáver; el vaivén de su cuerpo era inconfundible entre los an­dares fluidos y las zancadas firmes de los vivos. Tenía seis o siete años y rasgos sudasiáticos, quizá indios, y llevaba la ropa hara­pienta cubierta de barro endurecido. El resto de los peatones la eludían con indiferencia. Apenas pensé en ella. Me imaginé que la persona a la que seguía se habría subido a un coche, dejándola abandonada en la calle, y ella intentaba alcanzarla con esa perseverancia característica de los cadáveres.
Era una larde de verano. Me había acercado al centro y estaba sentado en la terraza de la cafetería Jittery Joe. Todavía quedaban algunas semanas para el inicio del semestre de oto­ño, de modo que estaba relajado, sin prisas, no tenía que ir a ningún lado.
Regresé al manuscrito que estaba leyendo y no volví a pen­sar en el cadáver hasta que advertí que había entrado en mi radio de visión periférica. Se había detenido justo delante de mi mesa. Levanté la mirada hacia la niña, me volví atrás un instante y volvía a mirarla. Entonces me di cuenta. El cadáver estaba mirándome a mí con una mirada perdida en sus apaga­dos ojos castaños, como si estuviera reclamándome. Pero no podía ser. Esperé a que reanudara la marcha. No lo hizo. Alcé la taza de café, la dejé suspendida en el aire a mitad de camino de la boca y la deposité de nuevo en la mesa, con la mano tem­blorosa.
La mujer que ocupaba la mesa contigua a la mía, con un vestido verde de hilo y reposando los pies sobre una silla vacía, me miró por encima de su periódico con un desdén nada disi­mulado hasta que nuestras miradas se encontraron y devolvió la atención al diario.
Me levanté titubeando, la silla metálica rechinó al arañar el pavimento, y el café, que había dejado casi intacto, salpicó la mesa. Me alejé a pie por la acera.
Me escondí en el anonimato de mi coche aparcado y maté el tiempo en el interior del vehículo, vigilando por el espejo retrovisor interior los movimientos del cadáver, que camina­ba hacia mí dando bandazos. Quizá se trataba de un error, de un malentendido... quizá la niña pasaría de largo y seguiría caminando. Mi Volvo Creen era un automóvil que funciona­ba con bioetanol, ¡maldita sea!, era el coche menos contami­nante que podía permitirme, y para nada era un chupagasolina de esos que conducían la mayoría de los imanes de cadáve­res. ¿Cómo era posible que se me hubiera enganchado un muerto? Subí la ventanilla y esperé a ver si me adelantaba y dejaba atrás mi coche.
Oía cada vez más cerca sus piececitos arrastrándose por el pavimento, hasta que finalmente se detuvo a un metro escaso de mi puerta, se volvió y me miró. Tenía la cara redonda de un bebé, y su barbilla era un minúsculo nudo debajo de la boca abierta y flácida. Era tan pequeña...
Puse el coche en marcha y aceleré, y a punto estuve de golpear otro vehículo. Mientras me alejaba no aparté la vista del cadáver reflejado en el retrovisor lateral, que avanzaba dan­do tumbos por la acera, cumpliendo pacientemente las indica­ciones de cualquiera que fuera el rastreador que utilizaran los muertos para localizar a aquellos a quienes reclamaban.
  
Cada varios minutos apartaba la cortina para ver si venía. Final­mente apareció, caminando con la cabeza gacha por un lado de la carretera. Giró para tomar la entrada a mi garaje. Se gol­peó los dedos del pie contra el leve desnivel de asfalto y se tambaleó, aunque recuperó su frágil equilibrio. Subió trabajo­samente con el cuerpo rígido los tres escalones que conducían a la puerta de mi casa y se detuvo. Yo solté la cortina, me levan­té y eché el cerrojo a la puerta.
Llamé por teléfono a Jenna.
-Me sigue un cadáver -le dije en cuanto descolgó.
-¡Madre mía, Peter! -exclamó Jenna. Hubo un silencio prolongado-. ¿Estás seguro?
-¡Por Dios! -respondí con un gemido-. La tengo delante de la jodida puerta de casa. Estoy más que seguro de que es mío.
-No lo entiendo. Tú no mereces que te siga un cadáver.
-Lo sé. Dios santo, no puede ser cierto. Simplemente no puede ser cierto.
Jenna me consoló apelando a las evidencias y recitándome todas las cualidades que me distinguían de otros propietarios de cadáveres. Luego cambió de tema, pero yo no estaba de humor para hablar de intrigas universitarias ni para nimieda­des del tipo «¿qué tal tu día?», así que quedamos para cenar y colgué.
Encendí el televisor para distraerme. Repasé el mercado de valores. El Dow Jones estaba casi al tres por ciento y el NASDAQ al dos. Cambié al canal de noticias. La presidenta estaba ofre­ciendo una conferencia de prensa en un campo de molinos de viento recién levantados en la que exponía los motivos de su decisión de no suscribir los acuerdos del III Protocolo de Kyoto.
-Estamos haciendo todo lo posible para frenar el calenta­miento global -afirmaba ante las cámaras-, pero no cederemos a las presiones extranjeras. El estilo de vida norteamericano es innegociable y «bla, bla, bla...».
Aun con las cámaras de televisión enfocándola desde los mejores ángulos, podía verse varios centenares de sus cadáve­res detrás de la falange de agentes del servicio secreto embuti­dos en trajes azules que la acordonaban. El cadáver de un niño negro de unos cuatro o cinco años, escuálido y con la barriga hinchada como si se hubiera escondido una pelota bajo la piel se coló por un hueco y enfiló hacia la presidenta, pero un agen­te tiró de él y lo devolvió a la muchedumbre, con delicadeza, eso sí, pues la Administración no tenía ningún deseo de conce­der más munición a Amnistía Internacional.
Traté de encontrar consuelo en los cadáveres de la presi­denta. Ella tenía ocho o nueve mil, apilados en filas de veinte cuerpos flanqueando las entradas a la Casa Blanca, y diaria­mente llegaban más. Yo sólo tenía uno. 

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