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Will McIntosh
Zombies, Antología de J.J. Adams, Planeta, Barcelona 2011, pp. 541-552 [fragmento]
Se acercaba por la acera tambaleándose como cualquier otro cadáver; el vaivén de
su cuerpo era inconfundible entre los andares
fluidos y las zancadas firmes de los vivos. Tenía seis o siete años y
rasgos sudasiáticos, quizá indios, y llevaba la ropa harapienta cubierta de
barro endurecido. El resto de los peatones la eludían con indiferencia. Apenas
pensé en ella. Me imaginé que la persona a la que seguía se habría subido a un
coche, dejándola abandonada en la calle, y ella intentaba alcanzarla con esa
perseverancia característica de los cadáveres.
Era
una larde de verano. Me había acercado al centro y
estaba sentado en la terraza de la cafetería Jittery Joe. Todavía quedaban
algunas semanas para el inicio del semestre de otoño, de modo que estaba
relajado, sin prisas, no tenía que ir a ningún lado.
Regresé al manuscrito que estaba leyendo y no volví a pensar en el cadáver
hasta que advertí que había entrado en mi radio de visión periférica. Se había
detenido justo delante de mi mesa. Levanté la mirada hacia la niña, me volví
atrás un instante y volvía a mirarla. Entonces me di cuenta. El cadáver estaba
mirándome a mí con una mirada perdida en sus apagados ojos castaños, como si
estuviera reclamándome. Pero no podía ser. Esperé a que reanudara la marcha. No
lo hizo. Alcé la taza de café, la dejé suspendida en el aire a mitad de camino
de la boca y la deposité de nuevo en la mesa, con la mano temblorosa.
La
mujer que ocupaba la mesa contigua a la mía, con un vestido verde de hilo y reposando los
pies sobre una silla vacía, me miró por encima de su periódico con un desdén
nada disimulado hasta que nuestras miradas se encontraron y devolvió la
atención al diario.
Me
levanté titubeando, la silla
metálica rechinó al arañar el pavimento, y el café, que había dejado casi
intacto, salpicó la mesa. Me alejé a pie por la acera.
Me
escondí en el anonimato de mi
coche aparcado y maté el tiempo en el interior del vehículo, vigilando por el
espejo retrovisor interior los movimientos del cadáver, que caminaba hacia mí
dando bandazos. Quizá se trataba de un error, de un malentendido... quizá la
niña pasaría de largo y seguiría caminando. Mi Volvo Creen era un automóvil que
funcionaba con bioetanol, ¡maldita sea!, era el coche menos contaminante que
podía permitirme, y para nada era un chupagasolina de esos que conducían la
mayoría de los imanes de cadáveres. ¿Cómo era posible que se me hubiera
enganchado un muerto? Subí la ventanilla y esperé a ver si me adelantaba y
dejaba atrás mi coche.
Oía cada vez más cerca sus piececitos
arrastrándose por el pavimento, hasta que finalmente se detuvo a un metro
escaso de mi puerta, se volvió y me miró. Tenía la cara redonda de un bebé, y
su barbilla era un minúsculo nudo debajo de la boca abierta y flácida. Era tan
pequeña...
Puse
el coche en marcha y aceleré, y a punto estuve de
golpear otro vehículo. Mientras me alejaba no aparté la vista del cadáver
reflejado en el retrovisor lateral, que avanzaba dando tumbos por la acera,
cumpliendo pacientemente las indicaciones de cualquiera que fuera el
rastreador que utilizaran los muertos para localizar a aquellos a quienes
reclamaban.
Cada
varios minutos apartaba la cortina para ver si venía. Finalmente apareció, caminando con la cabeza
gacha por un lado de la carretera. Giró para tomar la entrada a mi garaje. Se
golpeó los dedos del pie contra el leve desnivel de asfalto y se tambaleó,
aunque recuperó su frágil equilibrio. Subió trabajosamente con el cuerpo
rígido los tres escalones que conducían a la puerta de mi casa y se detuvo. Yo
solté la cortina, me levanté y eché el cerrojo a la puerta.
Llamé por teléfono a Jenna.
-Me sigue un cadáver -le dije en cuanto descolgó.
-¡Madre mía, Peter! -exclamó Jenna. Hubo un
silencio prolongado-. ¿Estás seguro?
-¡Por Dios! -respondí
con un gemido-. La tengo delante de la jodida puerta de casa. Estoy más que seguro de que es mío.
-No lo entiendo. Tú no mereces que te siga un cadáver.
-Lo
sé. Dios santo, no puede ser cierto. Simplemente no puede ser cierto.
Jenna
me consoló apelando a las
evidencias y recitándome todas las cualidades que me distinguían de otros
propietarios de cadáveres. Luego cambió de tema, pero yo no estaba de humor
para hablar de intrigas universitarias ni para nimiedades del tipo «¿qué tal
tu día?», así que quedamos para cenar y colgué.
Encendí el televisor para distraerme. Repasé el mercado
de valores. El Dow Jones estaba casi al tres
por ciento y el NASDAQ al dos. Cambié al canal de noticias. La
presidenta estaba ofreciendo una conferencia de prensa en un campo de molinos
de viento recién levantados en la que exponía los motivos de su decisión de no
suscribir los acuerdos del III Protocolo de Kyoto.
-Estamos
haciendo todo lo posible para frenar el calentamiento global -afirmaba ante
las cámaras-, pero no
cederemos a las presiones extranjeras. El estilo de vida norteamericano es
innegociable y «bla, bla, bla...».
Aun con las cámaras de televisión enfocándola desde los
mejores ángulos, podía verse varios centenares de sus cadáveres detrás de la
falange de agentes del servicio secreto embutidos en trajes azules que la
acordonaban. El cadáver de un niño negro de unos cuatro o cinco años, escuálido
y con la barriga hinchada como si se hubiera escondido una pelota bajo la piel
se coló por un hueco y enfiló hacia la presidenta, pero un agente tiró de él y
lo devolvió a la muchedumbre, con delicadeza, eso sí, pues la Administración no
tenía ningún deseo de conceder más munición a Amnistía Internacional.
Traté de encontrar consuelo
en los cadáveres de la presidenta. Ella tenía ocho o nueve mil, apilados en
filas de veinte cuerpos flanqueando las entradas a la Casa Blanca, y diariamente
llegaban más. Yo sólo tenía uno.
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