Leo hoy en EL PAÍS un amplio reportaje firmado por Alicia Rivera en el que se analiza el fenómeno de los tsunamis.
Aunque pensamos en el tsunami como en una gigantesca ola -algo tiene que ver en este imaginario el cine de catástrofes- el reportaje nos aclara que no se trata de una ola, ni siquiera de una ola monstruosa, sino que es más bien "una riada colosal, una plataforma de agua en movimiento", que sólo se convierte en olas cuando choca con la costa.
Esta naturaleza de los tsunamis explica un hecho curioso, cual es que "en alta mar no se aprecia en los barcos el paso de un tsunami que horas después provocará una terrible destrucción en la costa. Hasta el punto de que hay relatos de pescadores en el Pacífico que no notaron [nada] anormal y al volver a su pueblo lo encontraron arrasado por esas olas". Como señala uno de los expertos consultados para elaborar el reportaje, "en alta mar no se ve la ola, estás como en un mar elevado, pero no se percibe".
Al leer esto se me ha ocurrido pensar que algo parecido puede estar ocurriendo hoy en día con la política.
Cuando uno está en la "alta política" -ocupando un cargo de representación o trabajando en la estructura orgánica de un partido- acaba por no notar nada de lo que puede estar ocurriendo en la política-de-todos-los-días.
El barco sube y baja siguiendo el ritmo de lo que se supone el fluir normal de las olas sin percibir, tal vez, que una colosal riada (de desafección, o de populismo, o de indignación, o de desánimo) avanza imparable bajo el casco.
Lo terrible es que al regresar a tierra...
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