EL CORREO, 9/9/2008
Tiene que ser una gozada saberse tocado por la mano de Dios. Ser lo que hay que ser, estar donde hay que estar, decir lo que hay que decir, pensar lo que hay que pensar. Y así y todo echar pestes contra la prepotencia... de otros. Publicaba Iñaki Anasagasti el último viernes de agosto un artículo en este diario en el que criticaba a Patxi López por no haberle escuchado «ningún comentario político de sustancia, en un extraño caso de desaparición mediática en momentos en los que la palabra del líder del PSE se requería». El senador jeltzale acusaba a Patxi López, y con él al conjunto del socialismo vasco, de guardar un clamoroso silencio a lo largo del mes de agosto ante una serie de «asuntos de nervio» (tales como la fusión de las cajas de ahorro, la cogestión autonómica de los aeropuertos, la protección de la flota que faena en aguas de Somalia o la devolución de los llamados papeles de Salamanca) esenciales para el autogobierno vasco. Lo curioso es que, aprovechando el tortuoso recorrido de su peculiar Guadalquivir, Anasagasti dedicaba la mitad de su artículo a fustigarnos a mi compañero Óscar Rodríguez y a mí mismo precisamente por lo contrario: por habernos animado a expresar en sendos artículos nuestra opinión sobre diversas cuestiones relacionadas justamente con el autogobierno vasco. Con lo que, si callas por guardar silencio, si hablas por abrir la boca, no resulta sencillo contentar al senador del PNV. Al menos si palabras o silencios proceden de este «PSE franquicia», como despectivamente nos califica. Eso sí, sin prepotencia. Y es que, según Anasagasti, los nacionalistas quieren más autogobierno, mientras que los socialistas queremos menos. Menos autogobierno, menos autogestión, menos responsabilidad, menos desarrollo económico, menos bienestar, menos cultura y no sé si menos libertad. No debemos de ser muy espabilados los socialistas vascos y sí muy pero que muy masoquistas. Lo dicho: tiene que ser la leche sentirse tocado por la mano de Dios. Saberse en perfecta y permanente sintonía con el pálpito profundo del Pueblo vasco y por eso conocer, sin ningún género de dudas, lo que este Pueblo y sus pobladores quieren y necesitan. Ser vasco-vasco, sin ningún género de dudas; sin necesidad de «pintar la rosa de rojo, blanco y verde», como también se ha ironizado estos días desde las más altas instancias del PNV. Tratándose de una pieza escrita a paletadas, en la que Anasagasti cruza hierros con tanta gente a la vez (Patxi López y Óscar Rodríguez, pero también Ramón Jáuregui, Eguiguren o Elorza), a mí me ha tocado el papel de anti Juan Luis Guerra. Ya saben, me refiero al cantante dominicano autor de la hermosa y pegadiza canción titulada 'Ojalá que llueva café'. Según el senador nacionalista toda la reflexión que humildemente pretendía transmitir en mi propio artículo ('Viejos y nuevos nacionalismos', EL CORREO, 21-8-08) se reduce al muy endeble tópico de que el problema del Estado autonómico español es el 'café para todos'. Extremo éste que dejó preocupado a Anasagasti y, sinceramente, a mí también. ¿De verdad había escrito yo una tontería así? Tras curarme en salud suplicando clemencia a Juan Luis Guerra, cuyas bachatas tanto me han animado, volví a leer mi artículo. Y puedo equivocarme, pero creo que no decía nada de eso. Seguramente abusando de la hospitalidad de este medio y de la paciencia de los lectores, me permito reproducir a continuación el párrafo final de mi escrito: «El Estado constitucional y autonómico español es un verdadero bien público del que todos, individuos y comunidades territoriales, nos hemos beneficiado. Un proyecto de convivencia y progreso que sólo se sostiene sobre el compromiso de todos. Un sistema de organización necesariamente multilateral, que exige tanto la existencia de un centro que compense las tendencias centrífugas de las distintas partes como de unos poderes locales que eviten la propensión centrípeta del poder central. El riesgo al que hoy se enfrenta este sistema es el de la proliferación de unas relaciones bilaterales que alimenten la multiplicación de 'free riders' atentos tan sólo a sus propias necesidades e intereses y desentendidos de las necesidades comunes». El problema, pues, no estaría en el 'café para todos' sino, en todo caso, en que cada cual se preocupe exclusivamente de garantizarse su café, sin preguntarse si la cafetera da para todo y para todos, ni del suministro del grano y el agua imprescindibles para elaborar la aromática bebida. Por cierto, el término 'free rider' podría traducirse al castellano como 'gorrón'. Enemigo confeso del «clamoroso silencio» sobre cuestiones de autogobierno de los socialistas vascos durante este mes de agosto, el senador Anasagasti dedicaba un párrafo de su artículo al Pacto de Lizarra, calificándolo de «sectario y excluyente» porque «equivocadamente buscaba consolidar un proceso de paz dejando al margen a la mitad de la población vasca». Un pacto que juzga «un gran error político que diez años después todavía colea». En una entrevista en este diario con la que cerraba un verano de intensa actividad mediática, el senador jeltzale insistía en que el Pacto de Lizarra, «que se hizo con buena intención para acabar con ETA, tuvo un error fatal, que se cargaba a la mitad de la población». Si esto es hablar claro bendito sea el clamoroso silencio. Lizarra fue un pacto sectario y excluyente, claro que sí, pero no porque buscara equivocadamente acabar con ETA dejando fuera de ese proceso de paz a la mitad de los vascos, sino porque realmente pretendía la exclusión política de los vascos no nacionalistas. Un pacto que en su momento sí fue del gusto de Anasagasti.Y no pasa nada. Bienvenido sea este cambio de opinión. Nada de conversos a la cola. Pero me preocupa, casi diré que me molesta, tanta indulgencia para con los clamorosos silencios propios y tan poca para con los de los demás. Tanto dramatismo para discutir un asunto como es el desarrollo del autogobierno vasco y tanta ligereza a la hora de enfrentarse al problema de la libertad y la inclusión política de todos los vascos. Dicho sea todo esto sin acritud, con simpatía incluso. Tenga la seguridad de que la primera ocasión en que coincida con usted y con sus compañeros del grupo nacionalista en la cafetería del Senado tendré muchísimo gusto en invitarle a un café. Para todos.
Uno se apoya en la mochila. Porque en el momento en que nos quitamos el peso de nuestros hombros no sabemos enderezarnos enseguida; ¡pues resulta que era el peso lo que antes nos daba seguridad y equilibrio! [George Simmel]
lunes, 15 de septiembre de 2008
Viejos y nuevos nacionalismos
(EL CORREO, 21/08/08):
La España constitucional y democrática vive, sin duda, un muy fructífero ciclo largo que en este mismo año cumple las tres décadas. Treinta años de desarrollo y consolidación creciente de un espacio jurídico, político y sobre todo social, construido sobre los principios de la libertad y la igualdad. Las grandes cuestiones que a lo largo de su historia han afectado tan dramáticamente a nuestro país -la cuestión social, la cuestión militar, la cuestión religiosa y la cuestión nacional- han encontrado un escenario de abordaje y, si no de solución, sí al menos de arreglo, en el marco de la Constitución de 1978. La construcción de un Estado autonómico avanzado -un Estado federalizable, en palabras de García de Enterría- ha sido fundamental para permitir que España afrontara el último cuarto del siglo XX (siglo tremendo para todo el mundo, sin duda, pero muy particularmente para España) con la esperanza puesta en dejar de ser un país aparentemente condenado a representar una interminable lucha a garrotazos para convertirse en una sociedad razonablemente integrada y cohesionada. Sólo la persistencia empecinada del terrorismo ensombrece gravemente esta realidad.
El sistema autonómico ha permitido -y hasta impulsado- la consolidación de un complejo sistema de gobiernos intermedios (Pérez Díaz) que, al satisfacer los intereses y las identidades societales de grupos territorialmente diferenciados, ha facilitado la aceptación de estos grupos (y especialmente de sus elites culturales y políticas) del Estado constitucional español. Es verdad que con muy distintos niveles de compromiso, pero aceptación al fin y al cabo. Además, el sistema autonómico ha permitido dar cumplimiento razonablemente al artículo 40 de la Constitución, en el que se declara que los «poderes públicos promoverán el progreso social y económico, para una distribución de la renta regional y personal más equilibrada». Cuando se analiza la evolución de los índices de convergencia europea de las distintas autonomías españolas se comprueba que las regiones tradicionalmente más retrasadas han experimentado avances más intensos, siendo más moderada la expansión relativa de las autonomías inicialmente más desarrolladas.
Pero a lo largo de sus treinta años de duración este ciclo largo no ha dejado de verse relativamente desestabilizado, de manera permanente, por una sucesión de ciclos cortos que han introducido incertidumbre y en ocasiones conflicto abierto en el escenario político español. En particular la cuestión (o las cuestiones) nacional ha sido a lo largo de todos estos años ocasión y objeto de tensión y desencuentro. Y seguramente nunca como en el momento actual han sido tan patentes estas tensiones y estos desencuentros, ejemplificados por el denominado plan Ibarretxe.
Sin embargo, coincido con el diagnóstico de José Ramón Recalde de que la «disidencia étnica» ha iniciado en España un proceso de franco retroceso. El desarrollo de la capacidad de autogobierno de las comunidades autónomas ha provocado que, cada vez más, el reivindicacionismo victimista del nacionalismo histórico adquiera caracteres de nacionalismo histérico, perdiendo credibilidad a marchas forzadas. Como señala gráficamente Emilio Guevara: «Más del 90% de los impuestos que pagamos se quedan aquí y los gestionamos nosotros y la mayoría de los servicios y competencias que afectan a nuestra vida están en manos del Gobierno vasco. Vives en un piso promovido por la Administración autónoma, puedes levantarte escuchando Radio Euskadi, llevas a tu hijo a la ikastola, te pone la multa de tráfico un ertzaina, pagas tus impuestos en la Diputación, la asistencia sanitaria la tienes en Osakidetza. Al cabo de un año piensas, ¿en qué me he relacionado yo con el Estado? Y te das cuenta de que es cada cinco años, cuando tienes que sacarte el DNI o el pasaporte».
Ahora bien: ¿Y si el verdadero problema no estuviera en los nacionalismos históricos y su aspiración a ’superar’ el actual marco estatutario y constitucional sino en unos nuevos y paradójicos nacionalismos fiscales surgidos al calor del Estado autonómico? Unos nacionalismos presupuestarios que presionan no tanto para lograr mayores cotas de poder y responsabilidades cuanto para conseguir «el suministro de nuevos y adicionales recursos con que incrementar las potestades de gasto a las que ya se ha accedido, sin acrecer, sin embargo, su propia capacidad para obtener ingresos por fuentes autónomas» (López Aguilar). El actual debate sobre financiación autonómica se está desarrollando desde claves que se compadecen mejor con este nuevo nacionalismo pragmático que con la reivindicación diferencialista de los nacionalismos históricos. El propio presidente de la Generalitat, José Montilla, utilizaba como argumento principal de su reivindicación de una nueva financiación para su comunidad que «Catalunya tiene tantos pobres (según el último informe de Cáritas) como habitantes tiene alguna comunidad autónoma», y ello tras denunciar la naturaleza radicalmente insolidaria del Concierto Económico, modelo de financiación característico del nacionalismo historicista.
Sea como sea, tanto este nuevo nacionalismo fiscal emergente como el viejo y renuente nacionalismo libredecisionista alimentan una peligrosa dinámica que, fundada sobre la explotación victimista del agravio comparativo puede acabar desembocando en un bilateralismo que mine las bases fundamentales de la solidaridad inter-comunitaria. El verdadero problema al que se enfrenta el Estado autonómico español no es el de la ‘libanización’, no es el de la ruptura de España, no es tanto el de la colisión entre el ‘centro’ y las ‘periferias’, sino el de la colisión creciente entre los intereses competitivos de unas comunidades autónomas privadas de un equilibrio que sólo puede garantizar la existencia reconocida por todas las partes de un poder central que module y arbitre las tensiones entre territorios.
El Estado constitucional y autonómico español es un verdadero bien público del que todos, individuos y comunidades territoriales, nos hemos beneficiado. Un proyecto de convivencia y progreso que sólo se sostiene sobre el compromiso de todos. Un sistema de organización necesariamente multilateral, que exige tanto la existencia de un centro que compense las tendencias centrífugas de las distintas partes como de unos poderes locales que eviten la propensión centrípeta del poder central. El riesgo al que hoy se enfrenta este sistema es el de la proliferación de unas relaciones bilaterales que alimenten la multiplicación de ‘free riders’ atentos tan sólo a sus propias necesidades e intereses, y desentendidos de las necesidades comunes.
La España constitucional y democrática vive, sin duda, un muy fructífero ciclo largo que en este mismo año cumple las tres décadas. Treinta años de desarrollo y consolidación creciente de un espacio jurídico, político y sobre todo social, construido sobre los principios de la libertad y la igualdad. Las grandes cuestiones que a lo largo de su historia han afectado tan dramáticamente a nuestro país -la cuestión social, la cuestión militar, la cuestión religiosa y la cuestión nacional- han encontrado un escenario de abordaje y, si no de solución, sí al menos de arreglo, en el marco de la Constitución de 1978. La construcción de un Estado autonómico avanzado -un Estado federalizable, en palabras de García de Enterría- ha sido fundamental para permitir que España afrontara el último cuarto del siglo XX (siglo tremendo para todo el mundo, sin duda, pero muy particularmente para España) con la esperanza puesta en dejar de ser un país aparentemente condenado a representar una interminable lucha a garrotazos para convertirse en una sociedad razonablemente integrada y cohesionada. Sólo la persistencia empecinada del terrorismo ensombrece gravemente esta realidad.
El sistema autonómico ha permitido -y hasta impulsado- la consolidación de un complejo sistema de gobiernos intermedios (Pérez Díaz) que, al satisfacer los intereses y las identidades societales de grupos territorialmente diferenciados, ha facilitado la aceptación de estos grupos (y especialmente de sus elites culturales y políticas) del Estado constitucional español. Es verdad que con muy distintos niveles de compromiso, pero aceptación al fin y al cabo. Además, el sistema autonómico ha permitido dar cumplimiento razonablemente al artículo 40 de la Constitución, en el que se declara que los «poderes públicos promoverán el progreso social y económico, para una distribución de la renta regional y personal más equilibrada». Cuando se analiza la evolución de los índices de convergencia europea de las distintas autonomías españolas se comprueba que las regiones tradicionalmente más retrasadas han experimentado avances más intensos, siendo más moderada la expansión relativa de las autonomías inicialmente más desarrolladas.
Pero a lo largo de sus treinta años de duración este ciclo largo no ha dejado de verse relativamente desestabilizado, de manera permanente, por una sucesión de ciclos cortos que han introducido incertidumbre y en ocasiones conflicto abierto en el escenario político español. En particular la cuestión (o las cuestiones) nacional ha sido a lo largo de todos estos años ocasión y objeto de tensión y desencuentro. Y seguramente nunca como en el momento actual han sido tan patentes estas tensiones y estos desencuentros, ejemplificados por el denominado plan Ibarretxe.
Sin embargo, coincido con el diagnóstico de José Ramón Recalde de que la «disidencia étnica» ha iniciado en España un proceso de franco retroceso. El desarrollo de la capacidad de autogobierno de las comunidades autónomas ha provocado que, cada vez más, el reivindicacionismo victimista del nacionalismo histórico adquiera caracteres de nacionalismo histérico, perdiendo credibilidad a marchas forzadas. Como señala gráficamente Emilio Guevara: «Más del 90% de los impuestos que pagamos se quedan aquí y los gestionamos nosotros y la mayoría de los servicios y competencias que afectan a nuestra vida están en manos del Gobierno vasco. Vives en un piso promovido por la Administración autónoma, puedes levantarte escuchando Radio Euskadi, llevas a tu hijo a la ikastola, te pone la multa de tráfico un ertzaina, pagas tus impuestos en la Diputación, la asistencia sanitaria la tienes en Osakidetza. Al cabo de un año piensas, ¿en qué me he relacionado yo con el Estado? Y te das cuenta de que es cada cinco años, cuando tienes que sacarte el DNI o el pasaporte».
Ahora bien: ¿Y si el verdadero problema no estuviera en los nacionalismos históricos y su aspiración a ’superar’ el actual marco estatutario y constitucional sino en unos nuevos y paradójicos nacionalismos fiscales surgidos al calor del Estado autonómico? Unos nacionalismos presupuestarios que presionan no tanto para lograr mayores cotas de poder y responsabilidades cuanto para conseguir «el suministro de nuevos y adicionales recursos con que incrementar las potestades de gasto a las que ya se ha accedido, sin acrecer, sin embargo, su propia capacidad para obtener ingresos por fuentes autónomas» (López Aguilar). El actual debate sobre financiación autonómica se está desarrollando desde claves que se compadecen mejor con este nuevo nacionalismo pragmático que con la reivindicación diferencialista de los nacionalismos históricos. El propio presidente de la Generalitat, José Montilla, utilizaba como argumento principal de su reivindicación de una nueva financiación para su comunidad que «Catalunya tiene tantos pobres (según el último informe de Cáritas) como habitantes tiene alguna comunidad autónoma», y ello tras denunciar la naturaleza radicalmente insolidaria del Concierto Económico, modelo de financiación característico del nacionalismo historicista.
Sea como sea, tanto este nuevo nacionalismo fiscal emergente como el viejo y renuente nacionalismo libredecisionista alimentan una peligrosa dinámica que, fundada sobre la explotación victimista del agravio comparativo puede acabar desembocando en un bilateralismo que mine las bases fundamentales de la solidaridad inter-comunitaria. El verdadero problema al que se enfrenta el Estado autonómico español no es el de la ‘libanización’, no es el de la ruptura de España, no es tanto el de la colisión entre el ‘centro’ y las ‘periferias’, sino el de la colisión creciente entre los intereses competitivos de unas comunidades autónomas privadas de un equilibrio que sólo puede garantizar la existencia reconocida por todas las partes de un poder central que module y arbitre las tensiones entre territorios.
El Estado constitucional y autonómico español es un verdadero bien público del que todos, individuos y comunidades territoriales, nos hemos beneficiado. Un proyecto de convivencia y progreso que sólo se sostiene sobre el compromiso de todos. Un sistema de organización necesariamente multilateral, que exige tanto la existencia de un centro que compense las tendencias centrífugas de las distintas partes como de unos poderes locales que eviten la propensión centrípeta del poder central. El riesgo al que hoy se enfrenta este sistema es el de la proliferación de unas relaciones bilaterales que alimenten la multiplicación de ‘free riders’ atentos tan sólo a sus propias necesidades e intereses, y desentendidos de las necesidades comunes.
miércoles, 11 de junio de 2008
¿A QUÉ SE COMPROMETE IBARRETXE?
¿A QUÉ SE COMPROMETE IBARRETXE?
Imanol Zubero
“El presidente del Gobierno español y el lehendakari, conscientes de nuestra responsabilidad para impulsar un proceso democrático que permita abrir un escenario de solución al problema de la violencia, por un lado, y por otro abordar una respuesta al conflicto de normalización política existente, manifestamos los siguientes compromisos…”. Así empieza el documento con el que Juan José Ibarretxe pretende buscar, no la consideración y debate del presidente José Luis Rodríguez Zapatero, sino su adhesión, no sé si entusiasta (los caminos de la mente del lehendakari son inescrutables incluso para los suyos), pero sí inquebrantable.
Ya se ha escrito mucho y bien sobre la naturaleza más bien impositiva del documento remitido desde Ajuria Enea, al que sin embargo continuamos refiriéndonos con términos como los de “oferta” o “propuesta”, términos que no casan ni con el fondo ni con la forma de un papel que, pese a titularse Propuesta abierta de Pacto Político para la Convivencia, no es más que una versión táctica del programa máximo del nacionalismo vasco que, en todo caso, sólo comprometería al presidente del Gobierno de España. Porque, veamos. ¿Cuáles son los compromisos que se derivarían de la firma del documento? Básicamente los siguientes:
§ Reconocer la identidad nacional del Pueblo vasco, incluidos los territorios vascos del Departamento de Pirineos Atlánticos.
§ Garantizar el ámbito vasco de decisión, al que deberán someterse las instituciones del Estado.
§ Reconocer el euskera como lengua oficial tanto en Euskadi como en Navarra.
§ Crear un Órgano Institucional Común entre ambas comunidades autónomas.
§ Contemplar la creación de una euro-región vasca.
No sé si esto fue lo que se propuso como borrador de trabajo en las conversaciones de Loyola. Este diario aseguraba el sábado pasado que el documento reproduce literalmente el texto bosquejado en aquellas reuniones: así será, y si lo es no deja de preocuparme. Pero, al margen de otras consideraciones, el de Loyola era un escenario donde lo que se jugaba era un final para el terrorismo compatible con los principios y las normas de la España constitucional. Lo que se buscaba era un compromiso de Batasuna (se supone que asumido por ETA) de asumir definitivamente las vías pacíficas y democráticas para desarrollar su acción política. Se trata de un compromiso esencial, por el que merece la pena sentarse a negociar como se hizo, sin hacer “dejación de principios democráticos legítimos”, como señalaba Josu Jon Imaz en su artículo “La llave de Rodolfo”. Pero aquello era Loyola y esto es otra cosa. ¿A qué se compromete Ibarretxe? A nada, como siempre. Pues el punto primero de su documento, el denominado “compromiso ético para el final definitivo de la violencia”, no es más que un brindis al sol.
En una larga entrevista publicada como libro en el año 2002 Ibarretxe señalaba dos bases sobre las que veía posible establecer “un nuevo pacto de convivencia, un nuevo pacto de Estado”: la primera, “cumplir lo que en su día acordamos”; la segunda, “abrir las puertas al desarrollo de las potencialidades del Estatuto sobre la base del reconocimiento que la propia Constitución hace de nuestros derechos históricos”. Para ser coherente, para que realmente se pudiera hablar de pacto, faltaría una tercera base: reconocer expresamente que la España constitucional es el marco de desarrollo del autogobierno vasco. Un marco con el que el nacionalismo vasco ha de comprometerse, superando definitivamente su querencia por una Euskadi que actúa como free rider, una Euskadi que va a lo suyo, para involucrarse explicita y lealmente junto con el resto de fuerzas políticas y comunidades autónomas en la transformación del Estado, si así se quiere, en un horizonte federal. Pero no; la esencia del pacto impulsado por Ibarretxe es que los compromisos recaen siempre sobre la otra parte.
Es evidente que la cuestión del autogobierno tiene que ver con la discusión siempre compleja sobre cuánta capacidad de decisión corresponde a un determinado espacio sub-estatal, pero esta discusión no se plantearía ya nunca más como un pulso entre Euskadi y “el Estado”. Hasta hoy el único debate posible era aquel que se entablaba entre quienes conciben a España como demasiado una y quienes la piensan como demasiado otra. Era este un debate sin salida, un demencial juego de suma cero en el que una grosera aritmética política de pérdidas y ganancias no hacía más que espesar una indigesta olla podrida rebosante de agravios, sospechas, miedos, deslealtades, amenazas y egoísmos. Hoy, por el contrario, se abre la posibilidad de pensar una España como la que viene delineando Rodríguez Zapatero, orientada a resolver su problema histórico de identidad pensándose a sí misma como espacio imprescindible de derechos y libertades, de paz y de solidaridad. Como ha dicho Claudio Magris, “nadie se enamora de un estado pero hace falta el Estado para que podamos exaltarnos tranquilamente por lo que nos dé la gana y para que nuestra libertad, según la vieja definición liberal, sólo termine donde comienza la libertad del otro”. El autogobierno de los vascos está inexorablemente ligado al proyecto de España que impulsa el Gobierno socialista y que llegará a buen puerto sólo si los nacionalistas se comprometen lealmente en la gobernabilidad del hoy por hoy único marco incluyente que permite la protección de los derechos y las libertades de todos sin por ello sacrificar la pluralidad de pertenencias que nos caracterizan como sociedades. No es más que un esbozo, apenas un par de trazos, tal vez más voluntad que proyecto: pero es más de lo que hemos tenido en los últimos años; y es infinitamente mejor que el choque de trenes al que nos abocaban los nacionalismos autoproclamados históricos.
Sin embargo, una concepción exclusivista de la identidad vasca, que identifica esta con la identidad nacionalista, mantiene como reivindicación del Pueblo Vasco lo que, en todo caso, es la reivindicación partidaria del nacionalismo vasco (y aún así, sin un programa común para el conjunto del nacionalismo). El nacionalismo vasco es incapaz de articular su propia reflexión ideológica sin arrastrar consigo al conjunto de la ciudadanía vasca y navarra. En realidad, este ha sido siempre el problema de todas sus propuestas políticas: que surgiendo de una parte de la sociedad vasca, se conciben y se presentan como si fueran emanación de las aspiraciones y proyectos de todos los vascos. Se hurta a la ciudadanía la primera y más fundamental decisión, aquella que consiste en decidir si constituyen o no un sujeto político. Y esto no se soluciona diciendo: pues convóquese una consulta en dichos territorios. Es la falacia del decidir para ser.
En puridad democrática, habrían de ser los ciudadanos y las ciudadanas de cada uno de esos cinco territorios (Euskadi, Navarra, Zuberoa, Lapurdi y Benabarra) quienes habrían de tomar decisiones que, una tras otra, podrían en su caso desembocar en una decisión conjunta sobre su organización política. Decisiones que conforman una compleja cadena: 1) expresión de la ciudadanía de Zuberoa, Lapurdi y Benabarra de su voluntad de conformar una institución política común soberana y negociación con Francia para lograrlo; 2) expresión de la ciudadanía de Euskadi de su voluntad de conformar una institución política soberana y negociación con España para lograrlo; 3) expresión de la ciudadanía de Navarra de su voluntad de conformar una institución soberana común y negociación con España para lograrlo; 4) expresión de la ciudadanía de Euskadi y Navarra de su voluntad de conformar una institución política común y negociación con España para lograrlo; 5) expresión de la ciudadanía de Euskadi-Navarra y de Iparralde de su voluntad de conformar una institución política común soberana y negociación con España y Francia para lograrlo; 6) y algo tendrá que decir Europa. Que la secuencia y hasta la concreción de cada uno de los pasos sea correcta es lo de menos. Lo que quiero decir es que la última propuesta de Ibarretxe quiebra por donde quiebra desde siempre el soberanismo nacionalista: por la inexistencia de un sujeto político “natural” o “histórico” (conceptos ambos análogos para el nacionalismo). Que existe un sujeto cultural llamado Euskal Herria es un hecho, y ya existen importantes instituciones que lo reúnen. Pero este sujeto cultural no es condición ni necesaria ni suficiente para la conformación de un sujeto político.
La contraposición entre legalidad (española) y voluntad (vasca) se ha convertido en la columna vertebral del soberanismo vasco. Asentada sobre la vieja categorización que todo lo reduce a nacionalismo (español o vasco), nos aboca a una situación de suma cero que vuelve imposible cualquier transacción. Al final todo se va a reducir, si no lo remediamos, a un desnudo problema de poder, al enfrentamiento artificial e irresponsable de dos demos, el español y el vasco, complejos y plurales ambos, distorsionados hasta la caricatura por exigencias del combate.
Si el nacionalismo vasco quiere construir una Euskadi separada de España debería plantearlo con toda claridad. A este objetivo le correspondería una estrategia dirigida a lograr una hegemonía política suficiente para una amplia mayoría de ciudadanas y ciudadanos expresara su voluntad de separarse. Y debería, pues es la única manera de democratizar en la práctica un proyecto sólo teóricamente legítimo, orientar toda su capacidad institucional, política y social, a combatir a ETA y a construir en Euskadi un espacio de auténtica libertad, cuyo mejor indicador sería la capacidad de quienes se oponen a ese proyecto de actuar sin verse amenazados o asesinados.
Imanol Zubero
“El presidente del Gobierno español y el lehendakari, conscientes de nuestra responsabilidad para impulsar un proceso democrático que permita abrir un escenario de solución al problema de la violencia, por un lado, y por otro abordar una respuesta al conflicto de normalización política existente, manifestamos los siguientes compromisos…”. Así empieza el documento con el que Juan José Ibarretxe pretende buscar, no la consideración y debate del presidente José Luis Rodríguez Zapatero, sino su adhesión, no sé si entusiasta (los caminos de la mente del lehendakari son inescrutables incluso para los suyos), pero sí inquebrantable.
Ya se ha escrito mucho y bien sobre la naturaleza más bien impositiva del documento remitido desde Ajuria Enea, al que sin embargo continuamos refiriéndonos con términos como los de “oferta” o “propuesta”, términos que no casan ni con el fondo ni con la forma de un papel que, pese a titularse Propuesta abierta de Pacto Político para la Convivencia, no es más que una versión táctica del programa máximo del nacionalismo vasco que, en todo caso, sólo comprometería al presidente del Gobierno de España. Porque, veamos. ¿Cuáles son los compromisos que se derivarían de la firma del documento? Básicamente los siguientes:
§ Reconocer la identidad nacional del Pueblo vasco, incluidos los territorios vascos del Departamento de Pirineos Atlánticos.
§ Garantizar el ámbito vasco de decisión, al que deberán someterse las instituciones del Estado.
§ Reconocer el euskera como lengua oficial tanto en Euskadi como en Navarra.
§ Crear un Órgano Institucional Común entre ambas comunidades autónomas.
§ Contemplar la creación de una euro-región vasca.
No sé si esto fue lo que se propuso como borrador de trabajo en las conversaciones de Loyola. Este diario aseguraba el sábado pasado que el documento reproduce literalmente el texto bosquejado en aquellas reuniones: así será, y si lo es no deja de preocuparme. Pero, al margen de otras consideraciones, el de Loyola era un escenario donde lo que se jugaba era un final para el terrorismo compatible con los principios y las normas de la España constitucional. Lo que se buscaba era un compromiso de Batasuna (se supone que asumido por ETA) de asumir definitivamente las vías pacíficas y democráticas para desarrollar su acción política. Se trata de un compromiso esencial, por el que merece la pena sentarse a negociar como se hizo, sin hacer “dejación de principios democráticos legítimos”, como señalaba Josu Jon Imaz en su artículo “La llave de Rodolfo”. Pero aquello era Loyola y esto es otra cosa. ¿A qué se compromete Ibarretxe? A nada, como siempre. Pues el punto primero de su documento, el denominado “compromiso ético para el final definitivo de la violencia”, no es más que un brindis al sol.
En una larga entrevista publicada como libro en el año 2002 Ibarretxe señalaba dos bases sobre las que veía posible establecer “un nuevo pacto de convivencia, un nuevo pacto de Estado”: la primera, “cumplir lo que en su día acordamos”; la segunda, “abrir las puertas al desarrollo de las potencialidades del Estatuto sobre la base del reconocimiento que la propia Constitución hace de nuestros derechos históricos”. Para ser coherente, para que realmente se pudiera hablar de pacto, faltaría una tercera base: reconocer expresamente que la España constitucional es el marco de desarrollo del autogobierno vasco. Un marco con el que el nacionalismo vasco ha de comprometerse, superando definitivamente su querencia por una Euskadi que actúa como free rider, una Euskadi que va a lo suyo, para involucrarse explicita y lealmente junto con el resto de fuerzas políticas y comunidades autónomas en la transformación del Estado, si así se quiere, en un horizonte federal. Pero no; la esencia del pacto impulsado por Ibarretxe es que los compromisos recaen siempre sobre la otra parte.
Es evidente que la cuestión del autogobierno tiene que ver con la discusión siempre compleja sobre cuánta capacidad de decisión corresponde a un determinado espacio sub-estatal, pero esta discusión no se plantearía ya nunca más como un pulso entre Euskadi y “el Estado”. Hasta hoy el único debate posible era aquel que se entablaba entre quienes conciben a España como demasiado una y quienes la piensan como demasiado otra. Era este un debate sin salida, un demencial juego de suma cero en el que una grosera aritmética política de pérdidas y ganancias no hacía más que espesar una indigesta olla podrida rebosante de agravios, sospechas, miedos, deslealtades, amenazas y egoísmos. Hoy, por el contrario, se abre la posibilidad de pensar una España como la que viene delineando Rodríguez Zapatero, orientada a resolver su problema histórico de identidad pensándose a sí misma como espacio imprescindible de derechos y libertades, de paz y de solidaridad. Como ha dicho Claudio Magris, “nadie se enamora de un estado pero hace falta el Estado para que podamos exaltarnos tranquilamente por lo que nos dé la gana y para que nuestra libertad, según la vieja definición liberal, sólo termine donde comienza la libertad del otro”. El autogobierno de los vascos está inexorablemente ligado al proyecto de España que impulsa el Gobierno socialista y que llegará a buen puerto sólo si los nacionalistas se comprometen lealmente en la gobernabilidad del hoy por hoy único marco incluyente que permite la protección de los derechos y las libertades de todos sin por ello sacrificar la pluralidad de pertenencias que nos caracterizan como sociedades. No es más que un esbozo, apenas un par de trazos, tal vez más voluntad que proyecto: pero es más de lo que hemos tenido en los últimos años; y es infinitamente mejor que el choque de trenes al que nos abocaban los nacionalismos autoproclamados históricos.
Sin embargo, una concepción exclusivista de la identidad vasca, que identifica esta con la identidad nacionalista, mantiene como reivindicación del Pueblo Vasco lo que, en todo caso, es la reivindicación partidaria del nacionalismo vasco (y aún así, sin un programa común para el conjunto del nacionalismo). El nacionalismo vasco es incapaz de articular su propia reflexión ideológica sin arrastrar consigo al conjunto de la ciudadanía vasca y navarra. En realidad, este ha sido siempre el problema de todas sus propuestas políticas: que surgiendo de una parte de la sociedad vasca, se conciben y se presentan como si fueran emanación de las aspiraciones y proyectos de todos los vascos. Se hurta a la ciudadanía la primera y más fundamental decisión, aquella que consiste en decidir si constituyen o no un sujeto político. Y esto no se soluciona diciendo: pues convóquese una consulta en dichos territorios. Es la falacia del decidir para ser.
En puridad democrática, habrían de ser los ciudadanos y las ciudadanas de cada uno de esos cinco territorios (Euskadi, Navarra, Zuberoa, Lapurdi y Benabarra) quienes habrían de tomar decisiones que, una tras otra, podrían en su caso desembocar en una decisión conjunta sobre su organización política. Decisiones que conforman una compleja cadena: 1) expresión de la ciudadanía de Zuberoa, Lapurdi y Benabarra de su voluntad de conformar una institución política común soberana y negociación con Francia para lograrlo; 2) expresión de la ciudadanía de Euskadi de su voluntad de conformar una institución política soberana y negociación con España para lograrlo; 3) expresión de la ciudadanía de Navarra de su voluntad de conformar una institución soberana común y negociación con España para lograrlo; 4) expresión de la ciudadanía de Euskadi y Navarra de su voluntad de conformar una institución política común y negociación con España para lograrlo; 5) expresión de la ciudadanía de Euskadi-Navarra y de Iparralde de su voluntad de conformar una institución política común soberana y negociación con España y Francia para lograrlo; 6) y algo tendrá que decir Europa. Que la secuencia y hasta la concreción de cada uno de los pasos sea correcta es lo de menos. Lo que quiero decir es que la última propuesta de Ibarretxe quiebra por donde quiebra desde siempre el soberanismo nacionalista: por la inexistencia de un sujeto político “natural” o “histórico” (conceptos ambos análogos para el nacionalismo). Que existe un sujeto cultural llamado Euskal Herria es un hecho, y ya existen importantes instituciones que lo reúnen. Pero este sujeto cultural no es condición ni necesaria ni suficiente para la conformación de un sujeto político.
La contraposición entre legalidad (española) y voluntad (vasca) se ha convertido en la columna vertebral del soberanismo vasco. Asentada sobre la vieja categorización que todo lo reduce a nacionalismo (español o vasco), nos aboca a una situación de suma cero que vuelve imposible cualquier transacción. Al final todo se va a reducir, si no lo remediamos, a un desnudo problema de poder, al enfrentamiento artificial e irresponsable de dos demos, el español y el vasco, complejos y plurales ambos, distorsionados hasta la caricatura por exigencias del combate.
Si el nacionalismo vasco quiere construir una Euskadi separada de España debería plantearlo con toda claridad. A este objetivo le correspondería una estrategia dirigida a lograr una hegemonía política suficiente para una amplia mayoría de ciudadanas y ciudadanos expresara su voluntad de separarse. Y debería, pues es la única manera de democratizar en la práctica un proyecto sólo teóricamente legítimo, orientar toda su capacidad institucional, política y social, a combatir a ETA y a construir en Euskadi un espacio de auténtica libertad, cuyo mejor indicador sería la capacidad de quienes se oponen a ese proyecto de actuar sin verse amenazados o asesinados.
VASCOS COMUNICANTES
VASCOS COMUNICANTES
Imanol Zubero, EL CORREO, 18/3/2008
Cuando Auguste Comte (1798-1857), considerado convencionalmente padre tanto del Positivismo como de la Sociología, buscaba una denominación adecuada para la nueva ciencia de la sociedad que junto con su mentor y maestro Saint-Simon empezaban a desarrollar en la Francia de mitad del siglo XIX, pensó en el término 'física social'. Atrás había quedado ese largo periodo histórico que media entre la segunda mitad del siglo XVII y la elaboración y lenta expansión de la Encyclopédie. Un tiempo convulso excelentemente reflejado en la novela de Iaian Pears 'La cuarta verdad', ubicada en la Inglaterra de 1663, en la que podemos leer el siguiente párrafo: «En una ocasión alguien intentó explicarme las ideas del señor Newton, pero me parecieron carentes de sentido; era algo acerca de la prueba de que las cosas se caen. Como yo había sufrido una caída del caballo el día anterior, repliqué que tenía la prueba que necesitaba marcada en mi espalda; y, en cuanto al porqué, era obvio que las cosas se caían porque Dios las había hecho pesadas». Fue necesario que transcurriera todo un siglo para que la ciencia moderna, cuyo paradigma eran la matemática y la física, trazara con alguna claridad la línea que la distingue de la magia y la religión. Pero, finalmente, la actitud y el método científicos fueron considerados la vía fundamental (algunos pretenderán que única) para conocer los asuntos humanos. De ahí la intención de Comte: si una ciencia social era posible, necesariamente habría de concebirse como imitación de la física; una Física Social. Pero finalmente renunció a esta denominación porque el matemático belga Adolphe Quetelet se le adelantó al publicar en 1836 su obra 'Sur l'homme et le développment de ses facultés, ou essai de physique sociale'. De no haber sido así, hoy los sociólogos seríamos conocidos como 'físicos sociales', recorreríamos los pasillos y las aulas universitarias vistiendo bata blanca y, acaso, no nos encontraríamos con tantas dificultades a la hora de dotarnos de un perfil profesional inteligible.En cualquier caso, ya sea como 'physique sociale' o como 'sociologie', hasta hace bien poco la ciencia social en y sobre Euskadi ha estado condenada a ser una paadójica ciencia de las excepciones. Como si habitáramos una de esas otras dimensiones que la literatura de ciencia ficción imagina, hasta hace bien poco parecía no haber norma o ley general que aquí se cumpliera. Pensemos en el bien conocido principio de los vasos comunicantes: cuando se ponen en comunicación dos depósitos que contienen un mismo líquido que inicialmente está a distinta altura en cada uno de ellos, el nivel de uno de los depósitos baja, subiendo el del otro hasta que ambos se igualan. Haciendo una lectura sociológica del mismo, tal principio ha sido, históricamente, de imposible aplicación en Euskadi. Una teoría de los vascos comunicantes nunca se remitiría a la ley general sino a esa excepción de la ley que se produce cuando lo que se introduce en el sistema es dos líquidos de distinta densidad: cuando esto ocurre los fluidos no se mezclan homogéneamente, sino que el más denso llena el tubo de comunicación y la altura que alcanza cada uno de los líquidos en los depósitos es inversamente proporcional a la densidad de cada uno de ellos.En Euskadi llevamos décadas viviendo como si la comunicación y la mezcla entre vascos fuese naturalmente imposible. Como si nuestros diversos proyectos políticos fuesen, siempre, realidades con densidades distintas, todo lo más que hemos logrado ha sido yuxtaponer proyectos (como durante los gobiernos de coalición PNV-PSE), pero sin que estos llegaran nunca a mezclarse. Nacionalistas y no nacionalistas, decíamos en aquellos tiempos, como si habláramos de líquidos con muy distinta densidad política, que pueden llegar a tocarse por necesidad, pero sin entreverarse jamás. Nacionalistas vascos y nacionalistas españoles, o constitucionalistas y abertzales, dijimos más tarde, renunciando incluso a la posibilidad de coincidir en un mismo recipiente, como si la única posibilidad fuera obturar cualquier vía de comunicación o, peor aún, que uno de los líquidos acabara por ocuparlo todo desalojando de su espacio al otro. Durante demasiado tiempo hemos dado por hecho que cuando alguien pretende comunicarse con el otro pierde densidad. Y que siempre el fluido más denso ocupa y acaba por atascar el tubo de comunicación. De ahí ese atragantamiento de las grandes palabras, esa compacidad plúmbea que todo lo enfanga; de ahí también el cachondeo de tantos ante cualquier referencia a la transversalidad. Cuando lo único realmente denso debería ser, por un lado, la defensa de un marco estable y radicalmente incluyente de derechos y libertades, y por otro, la reivindicación de memoria y justicia para con las víctimas, de manera que el único fluido vasco radicalmente incomunicante fuera el cieno terrorista. Pero hete aquí que las elecciones del 9 de marzo han conseguido que Euskadi empiece a comportarse como una sociedad más normal de vascos comunicantes En política, las reacciones en caliente siempre son las más sinceras. En este caso, también las más acertadas. Como cuando el mismo lunes postelectoral el diputado electo del PNV, Josu Erkoreka, reconocía que «mucho voto nacionalista» se había ido al PSE (otra cosa es que este trasvase de voto tuviera como único detonante el deseo de 'frenar al PP'). Ya para el miércoles Sabin Etxea intentaba enviar el mensaje de que en realidad no había sido así, que los votantes que el PNV no había logrado movilizar no habían cometido delito de lesa patria votando socialista sino que se habían quedado en casa, como si les preocupara más la posibilidad de que su potencial electorado se mezclara con el electorado socialista que el hecho de que se añadiera a la abstención reclamada por ANV. O como cuando el miércoles el presidente del PP en Vizcaya, Antonio Basagoiti, demandaba para los populares vascos «más autonomía» para poder «abordar cuestiones pegadas a la realidad de los ciudadanos». A pesar del apresurado intento de la presidenta del PP en Euskadi por reconducir estas declaraciones al socorrido (y socarrado) terreno del malentendido, Basagoiti se explicó perfectamente, entendiéndosele todo. Por cierto, no era la primera vez que el dirigente vizcaíno se expresaba así: en abril de 2004, siendo vicesecretario general del partido, ya declaró que «el PP nunca podrá ser alternativa en el País Vasco con tutelas de Madrid».Lo más importante del resultado del 9 de marzo es que cada vez más personas de casi todos los ámbitos ideológicos han empezado a contemplar con toda normalidad al PSE como opción electoral. Habíamos asumido como una característica estructural de nuestro sistema electoral que los únicos movimientos de voto posibles eran aquellos que se producían en el interior de cada uno de los dos grandes bloques políticos en los que convencionalmente habíamos dividido el campo político vasco o de cada uno de esos bloques hacia la abstención. Pensábamos que un nacionalista sólo podía votar nacionalista o abstenerse. Pero esto parece haber cambiado.Es evidente que el apoyo electoral que ha recibido el PSE-EE no anticipa necesariamente nada pensando en futuras confrontaciones electorales. Cada vez más, para bien y para mal, la ciudadanía se aproxima a la política desde claves similares a las que le orientan en el ámbito del consumo: como clientes que no dan nada gratis, ni para siempre, sino que esperan recibir algo a cambio de su voto y están dispuestos a cambiar su sentido siempre que lo consideren necesario, como inversión, como premio o como castigo. Pero lo que no hace tanto parecía imposible, que en Euskadi exista un sistema de vascos comunicantes, empieza a ser ya una realidad.
Imanol Zubero, EL CORREO, 18/3/2008
Cuando Auguste Comte (1798-1857), considerado convencionalmente padre tanto del Positivismo como de la Sociología, buscaba una denominación adecuada para la nueva ciencia de la sociedad que junto con su mentor y maestro Saint-Simon empezaban a desarrollar en la Francia de mitad del siglo XIX, pensó en el término 'física social'. Atrás había quedado ese largo periodo histórico que media entre la segunda mitad del siglo XVII y la elaboración y lenta expansión de la Encyclopédie. Un tiempo convulso excelentemente reflejado en la novela de Iaian Pears 'La cuarta verdad', ubicada en la Inglaterra de 1663, en la que podemos leer el siguiente párrafo: «En una ocasión alguien intentó explicarme las ideas del señor Newton, pero me parecieron carentes de sentido; era algo acerca de la prueba de que las cosas se caen. Como yo había sufrido una caída del caballo el día anterior, repliqué que tenía la prueba que necesitaba marcada en mi espalda; y, en cuanto al porqué, era obvio que las cosas se caían porque Dios las había hecho pesadas». Fue necesario que transcurriera todo un siglo para que la ciencia moderna, cuyo paradigma eran la matemática y la física, trazara con alguna claridad la línea que la distingue de la magia y la religión. Pero, finalmente, la actitud y el método científicos fueron considerados la vía fundamental (algunos pretenderán que única) para conocer los asuntos humanos. De ahí la intención de Comte: si una ciencia social era posible, necesariamente habría de concebirse como imitación de la física; una Física Social. Pero finalmente renunció a esta denominación porque el matemático belga Adolphe Quetelet se le adelantó al publicar en 1836 su obra 'Sur l'homme et le développment de ses facultés, ou essai de physique sociale'. De no haber sido así, hoy los sociólogos seríamos conocidos como 'físicos sociales', recorreríamos los pasillos y las aulas universitarias vistiendo bata blanca y, acaso, no nos encontraríamos con tantas dificultades a la hora de dotarnos de un perfil profesional inteligible.En cualquier caso, ya sea como 'physique sociale' o como 'sociologie', hasta hace bien poco la ciencia social en y sobre Euskadi ha estado condenada a ser una paadójica ciencia de las excepciones. Como si habitáramos una de esas otras dimensiones que la literatura de ciencia ficción imagina, hasta hace bien poco parecía no haber norma o ley general que aquí se cumpliera. Pensemos en el bien conocido principio de los vasos comunicantes: cuando se ponen en comunicación dos depósitos que contienen un mismo líquido que inicialmente está a distinta altura en cada uno de ellos, el nivel de uno de los depósitos baja, subiendo el del otro hasta que ambos se igualan. Haciendo una lectura sociológica del mismo, tal principio ha sido, históricamente, de imposible aplicación en Euskadi. Una teoría de los vascos comunicantes nunca se remitiría a la ley general sino a esa excepción de la ley que se produce cuando lo que se introduce en el sistema es dos líquidos de distinta densidad: cuando esto ocurre los fluidos no se mezclan homogéneamente, sino que el más denso llena el tubo de comunicación y la altura que alcanza cada uno de los líquidos en los depósitos es inversamente proporcional a la densidad de cada uno de ellos.En Euskadi llevamos décadas viviendo como si la comunicación y la mezcla entre vascos fuese naturalmente imposible. Como si nuestros diversos proyectos políticos fuesen, siempre, realidades con densidades distintas, todo lo más que hemos logrado ha sido yuxtaponer proyectos (como durante los gobiernos de coalición PNV-PSE), pero sin que estos llegaran nunca a mezclarse. Nacionalistas y no nacionalistas, decíamos en aquellos tiempos, como si habláramos de líquidos con muy distinta densidad política, que pueden llegar a tocarse por necesidad, pero sin entreverarse jamás. Nacionalistas vascos y nacionalistas españoles, o constitucionalistas y abertzales, dijimos más tarde, renunciando incluso a la posibilidad de coincidir en un mismo recipiente, como si la única posibilidad fuera obturar cualquier vía de comunicación o, peor aún, que uno de los líquidos acabara por ocuparlo todo desalojando de su espacio al otro. Durante demasiado tiempo hemos dado por hecho que cuando alguien pretende comunicarse con el otro pierde densidad. Y que siempre el fluido más denso ocupa y acaba por atascar el tubo de comunicación. De ahí ese atragantamiento de las grandes palabras, esa compacidad plúmbea que todo lo enfanga; de ahí también el cachondeo de tantos ante cualquier referencia a la transversalidad. Cuando lo único realmente denso debería ser, por un lado, la defensa de un marco estable y radicalmente incluyente de derechos y libertades, y por otro, la reivindicación de memoria y justicia para con las víctimas, de manera que el único fluido vasco radicalmente incomunicante fuera el cieno terrorista. Pero hete aquí que las elecciones del 9 de marzo han conseguido que Euskadi empiece a comportarse como una sociedad más normal de vascos comunicantes En política, las reacciones en caliente siempre son las más sinceras. En este caso, también las más acertadas. Como cuando el mismo lunes postelectoral el diputado electo del PNV, Josu Erkoreka, reconocía que «mucho voto nacionalista» se había ido al PSE (otra cosa es que este trasvase de voto tuviera como único detonante el deseo de 'frenar al PP'). Ya para el miércoles Sabin Etxea intentaba enviar el mensaje de que en realidad no había sido así, que los votantes que el PNV no había logrado movilizar no habían cometido delito de lesa patria votando socialista sino que se habían quedado en casa, como si les preocupara más la posibilidad de que su potencial electorado se mezclara con el electorado socialista que el hecho de que se añadiera a la abstención reclamada por ANV. O como cuando el miércoles el presidente del PP en Vizcaya, Antonio Basagoiti, demandaba para los populares vascos «más autonomía» para poder «abordar cuestiones pegadas a la realidad de los ciudadanos». A pesar del apresurado intento de la presidenta del PP en Euskadi por reconducir estas declaraciones al socorrido (y socarrado) terreno del malentendido, Basagoiti se explicó perfectamente, entendiéndosele todo. Por cierto, no era la primera vez que el dirigente vizcaíno se expresaba así: en abril de 2004, siendo vicesecretario general del partido, ya declaró que «el PP nunca podrá ser alternativa en el País Vasco con tutelas de Madrid».Lo más importante del resultado del 9 de marzo es que cada vez más personas de casi todos los ámbitos ideológicos han empezado a contemplar con toda normalidad al PSE como opción electoral. Habíamos asumido como una característica estructural de nuestro sistema electoral que los únicos movimientos de voto posibles eran aquellos que se producían en el interior de cada uno de los dos grandes bloques políticos en los que convencionalmente habíamos dividido el campo político vasco o de cada uno de esos bloques hacia la abstención. Pensábamos que un nacionalista sólo podía votar nacionalista o abstenerse. Pero esto parece haber cambiado.Es evidente que el apoyo electoral que ha recibido el PSE-EE no anticipa necesariamente nada pensando en futuras confrontaciones electorales. Cada vez más, para bien y para mal, la ciudadanía se aproxima a la política desde claves similares a las que le orientan en el ámbito del consumo: como clientes que no dan nada gratis, ni para siempre, sino que esperan recibir algo a cambio de su voto y están dispuestos a cambiar su sentido siempre que lo consideren necesario, como inversión, como premio o como castigo. Pero lo que no hace tanto parecía imposible, que en Euskadi exista un sistema de vascos comunicantes, empieza a ser ya una realidad.
viernes, 7 de marzo de 2008
Tú, ¿dónde mueres?
Isaías Carrasco ha muerto en Euskadi. Era un socialista vasco, concejal en el Ayuntamiento de Arrasate-Mondragón desde junio de 2003 a mayo de 2007. Siendo vascos y viviendo en Euskadi, es lógico que también muramos en esta tierra. De la cuna a la tumba; nada hay de especial en este hecho. Pero Isaías ha muerto asesinado. Isaías ha sido asesinado por ETA porque era socialista, porque alguien ha decidido “castigar” así al Partido Socialista, pero también porque su asesinato no comportaba el menor riesgo para sus perpetradores. Y esto, que tampoco es ninguna novedad, me afecta en esta ocasión de manera especialísima.
En estas elecciones soy candidato del PSE al Senado. Esta circunstancia, sumada a otras, ha supuesto que desde hace unas semanas cuente con escolta. Como centenares de personas: jueces, empresarios, periodistas, docentes y, sobre todo, cargos públicos del PSE y del PP. Uno de los argumentos esgrimidos a la hora de convencerte de la necesidad de aceptar la escolta es el de “la lista”. ETA va a asesinar si puede, vienen a decirte, y si no puede asesinar a una determinada persona por encontrarse protegida van a “correr lista” hasta encontrar a alguien desprotegido. Es un argumento de peso. Pero de inmediato me surgió una desasosegante duda que no pude menos que expresar en forma de pregunta: Y si por casualidad ETA piensa en asesinarme a mí pero, por contar con protección, le resulta difícil, ¿qué pasa con el siguiente a mí en la lista? Hoy no puedo dejar de pensar en esto. Y mientras escribo a duras penas estas líneas me siento especialmente afectado, totalmente roto por dentro. Sé que es una locura sentir nada parecido a la culpabilidad; sé perfectamente que la única responsabilidad de este vil asesinato recae sobre sus autores y sobre la conciencia de todas esas personas con nombre y apellidos que, reclamándose de la izquierda abertzale, van a ser incapaces de plantarse de una vez frente a ETA para combatirla hasta expulsarla de nuestra existencia. Pero no puedo evitarlo.
En todo caso, lo que se espera de nosotras y de nosotros es que mostremos alguna capacidad de sobreponernos a este tipo de sentimientos. Y en este punto deseo recordar algo que dije el miércoles, cuando intervine en el mitin que el PSE celebró en Bilbao: “Porque el PP es nuestro adversario, no nuestro enemigo. Nuestro enemigo es solamente ETA y su entorno cobarde y antidemocrático. Los que han puesto la bomba en la Casa del Pueblo de Derio. Un aplauso a esa militancia que lleva más de 100 años levantando la persiana de la dignidad de las sedes socialistas en Euskadi, aguantando amenazas permanentes y atentados como el que acabó con la vida de Maite Torrano y Félix Peña en Portugalete”. Es cierto que a continuación dije que consideraba inmoral que nadie pudiera acusar a los socialistas de “agredir a las víctimas”, pero hoy me lo callo. De verdad que me lo callo. Porque hoy no es un día para elevar memoriales de agravios. Hoy es un día para condolernos con la familia de Ismael. Lo es también para hacer un homenaje a todos esos militantes del PSE y del PP (o a los nacionalistas que constituyen la gestora de Ondarroa), personas que en Euskadi dignifican a cada minuto la política viviendo con una naturalidad pasmosa lo que objetivamente es una práctica heroica. Y es también un día para reflexionar sobre la forma en que venimos haciendo política en este país.
El profesor de la Universidad de Nueva York, Ronald Dworkin, escribe lo siguiente en su último libro, La democracia posible: “La política estadounidense se encuentra en un estado lamentable. Discrepamos, ferozmente, sobre casi todo. Discrepamos sobre el terror y la seguridad, sobre la justicia social, sobre la religión en la política, sobre quién es apto para ser juez y sobre qué es la democracia. Estos desacuerdos no transcurren de manera civilizada, ya que no existe respeto recíproco entre las partes. Hemos dejado de ser socios en el autogobierno; nuestra política es más bien una forma de guerra”. Habla Dworkin de la política estadounidense, pero bien podría referirse en los mismos términos a la política española. Nunca he sabido pensar en las víctimas del terrorismo como si de víctimas propiciatorias o sacrificiales se tratara. Nunca he sido capaz de extraer de un asesinato nada positivo. Pero me gustaría que el asesinato de Isaías, a diferencia de lo que ocurrió tras el atentado del 11M, nos ayude a reflexionar sobre la clase de política que hemos hecho en los últimos tiempos. Sobre lo que nos une, que es y debe ser mucho más que lo que nos separa.
Y mañana todos los votos de Euskadi serán, por encima de cualquier otra cosa, un grito unánime en contra de ETA.
En estas elecciones soy candidato del PSE al Senado. Esta circunstancia, sumada a otras, ha supuesto que desde hace unas semanas cuente con escolta. Como centenares de personas: jueces, empresarios, periodistas, docentes y, sobre todo, cargos públicos del PSE y del PP. Uno de los argumentos esgrimidos a la hora de convencerte de la necesidad de aceptar la escolta es el de “la lista”. ETA va a asesinar si puede, vienen a decirte, y si no puede asesinar a una determinada persona por encontrarse protegida van a “correr lista” hasta encontrar a alguien desprotegido. Es un argumento de peso. Pero de inmediato me surgió una desasosegante duda que no pude menos que expresar en forma de pregunta: Y si por casualidad ETA piensa en asesinarme a mí pero, por contar con protección, le resulta difícil, ¿qué pasa con el siguiente a mí en la lista? Hoy no puedo dejar de pensar en esto. Y mientras escribo a duras penas estas líneas me siento especialmente afectado, totalmente roto por dentro. Sé que es una locura sentir nada parecido a la culpabilidad; sé perfectamente que la única responsabilidad de este vil asesinato recae sobre sus autores y sobre la conciencia de todas esas personas con nombre y apellidos que, reclamándose de la izquierda abertzale, van a ser incapaces de plantarse de una vez frente a ETA para combatirla hasta expulsarla de nuestra existencia. Pero no puedo evitarlo.
En todo caso, lo que se espera de nosotras y de nosotros es que mostremos alguna capacidad de sobreponernos a este tipo de sentimientos. Y en este punto deseo recordar algo que dije el miércoles, cuando intervine en el mitin que el PSE celebró en Bilbao: “Porque el PP es nuestro adversario, no nuestro enemigo. Nuestro enemigo es solamente ETA y su entorno cobarde y antidemocrático. Los que han puesto la bomba en la Casa del Pueblo de Derio. Un aplauso a esa militancia que lleva más de 100 años levantando la persiana de la dignidad de las sedes socialistas en Euskadi, aguantando amenazas permanentes y atentados como el que acabó con la vida de Maite Torrano y Félix Peña en Portugalete”. Es cierto que a continuación dije que consideraba inmoral que nadie pudiera acusar a los socialistas de “agredir a las víctimas”, pero hoy me lo callo. De verdad que me lo callo. Porque hoy no es un día para elevar memoriales de agravios. Hoy es un día para condolernos con la familia de Ismael. Lo es también para hacer un homenaje a todos esos militantes del PSE y del PP (o a los nacionalistas que constituyen la gestora de Ondarroa), personas que en Euskadi dignifican a cada minuto la política viviendo con una naturalidad pasmosa lo que objetivamente es una práctica heroica. Y es también un día para reflexionar sobre la forma en que venimos haciendo política en este país.
El profesor de la Universidad de Nueva York, Ronald Dworkin, escribe lo siguiente en su último libro, La democracia posible: “La política estadounidense se encuentra en un estado lamentable. Discrepamos, ferozmente, sobre casi todo. Discrepamos sobre el terror y la seguridad, sobre la justicia social, sobre la religión en la política, sobre quién es apto para ser juez y sobre qué es la democracia. Estos desacuerdos no transcurren de manera civilizada, ya que no existe respeto recíproco entre las partes. Hemos dejado de ser socios en el autogobierno; nuestra política es más bien una forma de guerra”. Habla Dworkin de la política estadounidense, pero bien podría referirse en los mismos términos a la política española. Nunca he sabido pensar en las víctimas del terrorismo como si de víctimas propiciatorias o sacrificiales se tratara. Nunca he sido capaz de extraer de un asesinato nada positivo. Pero me gustaría que el asesinato de Isaías, a diferencia de lo que ocurrió tras el atentado del 11M, nos ayude a reflexionar sobre la clase de política que hemos hecho en los últimos tiempos. Sobre lo que nos une, que es y debe ser mucho más que lo que nos separa.
Y mañana todos los votos de Euskadi serán, por encima de cualquier otra cosa, un grito unánime en contra de ETA.
miércoles, 5 de marzo de 2008
Elogio del mosaico
El deseo de alcanzar reconocimiento constituye un hecho antropológico fundamental. Posiblemente la irresistible fuerza de atracción ejercida por los regímenes nacionalistas, integristas y totalitarios en muchos casos, del siglo XX pueda explicarse en buena parte por el hecho de que todos ellos habían prometido a los humillados que lograrían, aunque fuera recurriendo a la fuerza, que se los reconociera: como comunidad nacional, como sociedad sin clases, como umma de los creyentes. Pero todos ellos han acabado por cumplir sus promesas negando a todos por igual dicho reconocimiento.
Pero siendo esto cierto, no es menos cierto el fracaso del proyecto ilustrado universalista a la hora de ofrecer reconocimiento. Y es que, ¿acaso no ha sido en nombre de la razón y de su universalismo como se ha extendido la dominación por parte del hombre occidental -varón, adulto, judeocristiano, blanco, rico- sobre el mundo entero, de los trabajadores a los colonizados y de las mujeres a los niños? En el fondo, el planteamiento del individualismo abstracto es una falacia: el individuo siempre resulta ser social e históricamente específico. No es abstracto sino concreto. Y la pretensión universalista de la modernidad supone el intento imposible de generalizar una determinada concreción de la persona: la correspondiente a la situación social e histórica burguesa.
No cabe duda de que, históricamente, la concepción abstracta del individuo representó un importante avance moral, un paso decisivo hacia una ética universalista. Al mismo tiempo, el abstractismo de esta concepción constituyó una grave limitación. Considerar a los individuos reales como otros tantos representantes del género humano supuso destacar determinadas características -motivos particulares, intereses, necesidades- como distintivamente humanas.
Pero cada modo de ver es también un modo de no ver; y en este caso, la visión del hombre esencialmente propietario de bienes, o egoísta, o "racional", u ocupado en lograr la máxima utilidad, equivale a la legitimación ideológica de una visión determinada de la sociedad y las relaciones humanas, y la implícita deslegitimación de otras.
Las nuevas corrientes socioculturales son en la actualidad un remolino en el que se mezclan afirmación de la diferencia y rechazo de la exclusión, apertura al mestizaje y defensa de la identidad, valoración de lo cercano y pálpito planetario. Un nacionalismo construido en clave étnica tiene pocas posibilidades de éxito, pero también las tiene un nacionalismo civil impuesto como cultura pública. Ambos son, por necesidad, homogeneizadores; el uno mediante la criminal "limpieza étnica", el otro mediante la reclusión de la diversidad al ámbito privado.
"No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista", escribió Ortega. "Este error nace de buscar en la familia, en la comunidad nativa previa, ancestral, en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana".
El reto de la articulación de una sociedad plural, máxime si se trata de una sociedad como la vasca, objetivamente atravesada por múltiples líneas de, diferenciación, no consiste en recuperar una homogeneidad perdida (supuesta o real) sino en construir un espacio cultural y político donde sean posibles al menos dos cosas: que toda diversidad pueda encontrar la forma de "contagiar" al conjunto sin verse reducida a la condición de mero elemento de tipismo o de objeto de museo, y que sea capaz de proponer objetivos comunes a medio plazo.
Pero no pensemos que sólo el nacionalismo vasco se ve confrontado con esta situación. Este es, también, el reto de quienes defienden una España o una Europa con posibilidades de futuro.
Pero siendo esto cierto, no es menos cierto el fracaso del proyecto ilustrado universalista a la hora de ofrecer reconocimiento. Y es que, ¿acaso no ha sido en nombre de la razón y de su universalismo como se ha extendido la dominación por parte del hombre occidental -varón, adulto, judeocristiano, blanco, rico- sobre el mundo entero, de los trabajadores a los colonizados y de las mujeres a los niños? En el fondo, el planteamiento del individualismo abstracto es una falacia: el individuo siempre resulta ser social e históricamente específico. No es abstracto sino concreto. Y la pretensión universalista de la modernidad supone el intento imposible de generalizar una determinada concreción de la persona: la correspondiente a la situación social e histórica burguesa.
No cabe duda de que, históricamente, la concepción abstracta del individuo representó un importante avance moral, un paso decisivo hacia una ética universalista. Al mismo tiempo, el abstractismo de esta concepción constituyó una grave limitación. Considerar a los individuos reales como otros tantos representantes del género humano supuso destacar determinadas características -motivos particulares, intereses, necesidades- como distintivamente humanas.
Pero cada modo de ver es también un modo de no ver; y en este caso, la visión del hombre esencialmente propietario de bienes, o egoísta, o "racional", u ocupado en lograr la máxima utilidad, equivale a la legitimación ideológica de una visión determinada de la sociedad y las relaciones humanas, y la implícita deslegitimación de otras.
Las nuevas corrientes socioculturales son en la actualidad un remolino en el que se mezclan afirmación de la diferencia y rechazo de la exclusión, apertura al mestizaje y defensa de la identidad, valoración de lo cercano y pálpito planetario. Un nacionalismo construido en clave étnica tiene pocas posibilidades de éxito, pero también las tiene un nacionalismo civil impuesto como cultura pública. Ambos son, por necesidad, homogeneizadores; el uno mediante la criminal "limpieza étnica", el otro mediante la reclusión de la diversidad al ámbito privado.
"No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista", escribió Ortega. "Este error nace de buscar en la familia, en la comunidad nativa previa, ancestral, en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana".
El reto de la articulación de una sociedad plural, máxime si se trata de una sociedad como la vasca, objetivamente atravesada por múltiples líneas de, diferenciación, no consiste en recuperar una homogeneidad perdida (supuesta o real) sino en construir un espacio cultural y político donde sean posibles al menos dos cosas: que toda diversidad pueda encontrar la forma de "contagiar" al conjunto sin verse reducida a la condición de mero elemento de tipismo o de objeto de museo, y que sea capaz de proponer objetivos comunes a medio plazo.
Pero no pensemos que sólo el nacionalismo vasco se ve confrontado con esta situación. Este es, también, el reto de quienes defienden una España o una Europa con posibilidades de futuro.
Víctimas, verdad y reconciliación
En el libro de Antonio Tabucchi titulado La gastritis de Platón, podemos leer una interesante reflexión sobre la reconciliación y el perdón de Adriano Soffri, antiguo líder de Potere Operaio y Lotta Continua, condenado a 22 años de prisión por haber instigado, presuntamente, al asesinato en 1972 de un comisario de policía. Aplaude Soffri el hecho de que en Suráfrica haya funcionado una Comisión para la Verdad y la Reconciliación que aspira declaradamente a una vía alternativa entre Nüremberg y la conciliación de la memoria, al tiempo que lamenta que en la Italia recién salida del fascismo no ocurriera nada parecido. De aquellos polvos post-fascistas vinieron, en su opinión, los lodos de los años de plomo. La reflexión de Soffri es un profundo alegato a favor del reconocimiento de la verdad como camino hacia la reconciliación. Este es el modelo de reconciliación defendido por muchos en el País Vasco.
Partiendo del mismo ejemplo surafricano y de otros similares (Irlanda, Yugoslavia, Ruanda, todos siguiendo el modelo experimentado en Latinoamerica), Michel Ignatieff nos ofrece algunas muy consistentes razones para dudar de las posibilidades de aplicar a las sociedades humanas la máxima evangélica que dice que la verdad es una y conocerla nos hace libres. En su opinión, estas comisiones de la verdad se basan en principios epistemológicos que más parecen artículos de fe sobre la naturaleza humana: la nación no tiene varias psiques, sino una sola; la verdad no es discutible y, una vez conocida por todos, tiene la capacidad de sanar y reconciliar a las partes. Discrepa Ignatieff de esta perspectiva. Existen, como mínimo, dos verdades, una factual y otra moral, la verdad de las narraciones que cuentan lo que ocurrió y la de las narraciones que intentan explicar por qué y a causa de quién. Y continua: “La retórica de todos estos ejemplos resulta muy loable, pero la lógica no está tan clara, y no porque la justicia sea en sí misma un objetivo problemático, sino porque nada asegura que facilite la reconciliación. La idea de que la reconciliación depende de la posibilidad de compartir la verdad de los hechos no tiene en cuenta que la verdad se relaciona con la identidad. Aquello que nos parece verdadero depende, en gran medida, de lo que creemos ser; y lo que creemos ser se define en gran parte por lo que no somos. La verdad que interesa a las personas no es la factual o narrativa, sino la interpretativa o moral. Y eso se discutirá siempre en los Balcanes”. ¿También en el País Vasco?
Todos habremos leído novelas o habremos visto películas de misterio o de terror en las que la acción discurre en una casa con una habitación cerrada. Una habitación en la que, hace años, tuvieron lugar sucesos terribles. Para poder habitar la casa se insiste en la necesidad de mantener la habitación cerrada pues, en caso de ser abierta, el mal que contiene se extenderá por todo el edificio y afectará a los actuales inquilinos. En las novelas y películas la puerta de la habitación siempre acaba por abrirse. En la vida real también. Es imposible mantener cerradas las habitaciones en las que se han cometido crímenes e injusticias; es imposible ocultar para siempre cadáveres en los armarios. Más temprano que tarde, las puertas se abren y el mal del pasado inunda el presente.
No podemos pretender construir la casa vasca manteniendo una habitación permanentemente cerrada: la habitación de la violencia, la de las víctimas y los victimarios. No sé si abrir la puerta será tan positivo y liberador. Así y todo, habrá que hacerlo.
Cicerón escribió una hermosa fórmula de inmortalidad laica que podría ser el objetivo de la reconciliación: “En consecuencia también los ausentes están presentes y, cosa que es más difícil de decir, los muertos viven”. Pero, ¿cómo lograrlo? Solo sé que hemos de huir de toda tentación de reconciliaciones apresuradas (Schreiter); a pesar de que las víctimas molesten al ser un recordatorio permanente de lo que hemos hecho o hemos permitido que se haga en nuestro nombre.
Partiendo del mismo ejemplo surafricano y de otros similares (Irlanda, Yugoslavia, Ruanda, todos siguiendo el modelo experimentado en Latinoamerica), Michel Ignatieff nos ofrece algunas muy consistentes razones para dudar de las posibilidades de aplicar a las sociedades humanas la máxima evangélica que dice que la verdad es una y conocerla nos hace libres. En su opinión, estas comisiones de la verdad se basan en principios epistemológicos que más parecen artículos de fe sobre la naturaleza humana: la nación no tiene varias psiques, sino una sola; la verdad no es discutible y, una vez conocida por todos, tiene la capacidad de sanar y reconciliar a las partes. Discrepa Ignatieff de esta perspectiva. Existen, como mínimo, dos verdades, una factual y otra moral, la verdad de las narraciones que cuentan lo que ocurrió y la de las narraciones que intentan explicar por qué y a causa de quién. Y continua: “La retórica de todos estos ejemplos resulta muy loable, pero la lógica no está tan clara, y no porque la justicia sea en sí misma un objetivo problemático, sino porque nada asegura que facilite la reconciliación. La idea de que la reconciliación depende de la posibilidad de compartir la verdad de los hechos no tiene en cuenta que la verdad se relaciona con la identidad. Aquello que nos parece verdadero depende, en gran medida, de lo que creemos ser; y lo que creemos ser se define en gran parte por lo que no somos. La verdad que interesa a las personas no es la factual o narrativa, sino la interpretativa o moral. Y eso se discutirá siempre en los Balcanes”. ¿También en el País Vasco?
Todos habremos leído novelas o habremos visto películas de misterio o de terror en las que la acción discurre en una casa con una habitación cerrada. Una habitación en la que, hace años, tuvieron lugar sucesos terribles. Para poder habitar la casa se insiste en la necesidad de mantener la habitación cerrada pues, en caso de ser abierta, el mal que contiene se extenderá por todo el edificio y afectará a los actuales inquilinos. En las novelas y películas la puerta de la habitación siempre acaba por abrirse. En la vida real también. Es imposible mantener cerradas las habitaciones en las que se han cometido crímenes e injusticias; es imposible ocultar para siempre cadáveres en los armarios. Más temprano que tarde, las puertas se abren y el mal del pasado inunda el presente.
No podemos pretender construir la casa vasca manteniendo una habitación permanentemente cerrada: la habitación de la violencia, la de las víctimas y los victimarios. No sé si abrir la puerta será tan positivo y liberador. Así y todo, habrá que hacerlo.
Cicerón escribió una hermosa fórmula de inmortalidad laica que podría ser el objetivo de la reconciliación: “En consecuencia también los ausentes están presentes y, cosa que es más difícil de decir, los muertos viven”. Pero, ¿cómo lograrlo? Solo sé que hemos de huir de toda tentación de reconciliaciones apresuradas (Schreiter); a pesar de que las víctimas molesten al ser un recordatorio permanente de lo que hemos hecho o hemos permitido que se haga en nuestro nombre.
PRIMEROS PASOS
Dar los primeros pasos en la blogosfera se parece mucho a dar los primeros pasos en la vida real. Uno no sabe muy bien si el suelo le va a sostener, ni si las piernas realmente mantendrán el equilibrio. No calculamos bien las distancias y resulta inevitable acabar chocando con todos los objetos.
Pero espero que con el tiempo me ocurra lo que me ocurrió hace ya tanto tiempo: que poco a poco vaya adquiriendo soltura y confianza. Y que el resultado sea una herramienta que nos satisfaga razonablemente a todas y a todos. A quien esto escribe y a quienes se avayan acercando a este espacio, a este txoko, que ahora nace a la vida.
Pero espero que con el tiempo me ocurra lo que me ocurrió hace ya tanto tiempo: que poco a poco vaya adquiriendo soltura y confianza. Y que el resultado sea una herramienta que nos satisfaga razonablemente a todas y a todos. A quien esto escribe y a quienes se avayan acercando a este espacio, a este txoko, que ahora nace a la vida.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)