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martes, 7 de noviembre de 2017

La secesión no es delito

José María Ruiz Soroa es desde hace años una referencia esencial de pensamiento riguroso, reflexionado y coherente. 
Su artículo de hoy en EL CORREO es una muestra perfecta, particularmente necesaria en los tiempos que corren. Entre tanto pensamiento a cabezazos, nunca agradeceremos lo suficiente la lucidez de reflexiones como esta.

LA SECESIÓN NO ES DELITO (EN ESPAÑA)

La reciente querella del fiscal general del Estado por los delitos de rebelión o subsidiariamente de sedición (no por ambos acumulativamente como se lee en la prensa) contra los miembros del Gobierno de Cataluña y Mesa del Parlamento de esa comunidad, así como el auto de la jueza de la Audiencia Nacional que acuerda la prisión provisional de los querellados, han suscitado reacciones que van del griterío sobreactuado a la inquietud prudente.

Vaya por delante que ni tomamos en cuenta la patulea de los sobreactuados que hablan de presos políticos, fascismo, control del poder judicial por el Ejecutivo, falta de independencia y similares. Ellos mismos se desautorizan y contradicen al aplicar juicios de valor políticos a una decisión judicial. Es más, si hay algo que la aludida querella y el auto demuestran, ese algo es precisamente que la independencia judicial es un hecho pujante en nuestro sistema, mal que le pese al Gobierno de turno, que hubiera sin duda preferido un tratamiento penal y procesal del asunto mucho menos severo. Pero la independencia, ¡ay!, no es equivalente al acierto. Y ese es el problema, el de que con plena independencia se han dictado resoluciones con toda probabilidad muy desacertadas. Y resumimos el porqué.

Leyendo el relato de hechos que contiene la querella del fiscal, un relato que la jueza adopta en sus líneas esenciales a la hora de admitirla, el lector imparcial saca la impresión de que tanto el fiscal como la jueza consideran que ese proceso político que se puso en marcha hace dos años en Cataluña para culminar en su secesión de España, mediante un detallado y minucioso sistema de desconexión progresiva de la legalidad vigente, es por sí mismo delictivo. Es decir, ambos creen que preparar, organizar, desarrollar y culminar un proceso de secesión desde el poder público regional es un delito. Y no es así. La secesión en sí misma no está tipificada como delito por nuestro Código Penal. Otra cosa es si debiera estarlo, o si en otros países de nuestro entorno lo está, o si es extraño que no lo esté. Pero el hecho cierto que se impone al intérprete es que nuestro Código Penal no tipifica como delito el preparar y declarar la independencia por parte de un Gobierno autonómico.

Cierto, en ese proceso se podrán haber cometido delitos particulares tales como el de desobediencia a las resoluciones del Tribunal Constitucional, o el de prevaricación cuando se ha dictado una decisión manifiestamente injusta o contraria al ordenamiento, o el de malversación de caudales públicos cuando se han usado los medios para fines ilegales. Sin duda, es más que probable que concurran en el proceso catalán todos estos delitos en mayor o menor grado. Pero la secesión buscada y proclamada es penalmente neutra, no constituye delito.

Al fiscal y a la jueza no les parece bien este vacío normativo, eso se ve a la legua en sus resoluciones, y utilizan para rellenarlo dos tipos delictivos que, estos sí, aparecen en el vigente Código Penal: el de rebelión o, por lo menos, el de sedición. El primero castiga a quienes «se alcen pública y violentamente» para conseguir -entre otros posibles fines- la independencia de un territorio español. El segundo a quienes «se alcen pública y tumultuariamente para impedir por la fuerza» la aplicación de las leyes o su cumplimiento por una autoridad legítima. Pero en ambos casos se exige unos requisitos esenciales que no concurren en el proceso catalán, y cualquier observador lo detecta de inmediato: no hay alzamiento «violento» ni «tumultuario» en el diseño y ejecución de la desconexión catalana. Es más, si de algo se puede tildar a esa desconexión frustrada es de haber operado con un legalismo substitutivo realmente exasperante: cada paso, cada escalón, ha pretendido cimentarse y ampararse de manera leguleya en nuevos textos normativos. La cuestión, desde el punto de vista penal, no es tanto que el proceso haya sido pacífico, sino que ha pretendido ser legal. De una forma chapucera y tramposa, cierto, pero legal. Y eso excluye la violencia o el tumulto.

Que haya habido momentos puntuales de tensión o violencia en la calle no cambia nada desde el punto de vista penal: el intento de los gobernantes nunca fue en sí mismo violento. Que una huelga ilegal provoque violencia puntual en la calle no hace a los sindicatos reos de rebelión o sedición. La minuciosa y detallista búsqueda por parte del fiscal de cualquier atisbo de posible violencia en el proceso, incluso la sólo imaginada, no sirve para construir un delito de rebelión. Llanamente: la querella está cogida por los pelos. El modelo de alzamiento, lo que se dice alzamiento, es el de 1936.

Además que, de admitirse el relato de hechos delictivos del fiscal como constitutivo de una rebelión o subsidiariamente sedición, se plantearía una interesante cuestión: la de qué diablos hacía el fiscal durante los dos últimos años, cuando ante la vista de todos se desarrollaba un proceso declaradamente independentista. ¿Por qué razón no intervino con querellas o denuncias? ¿Por qué habría esperado al día final? Seamos serios, no lo hizo porque sabía perfectamente que lo que veía no era delito.

Para terminar con los disparates, el propio fiscal ha reconocido que no hubiera pedido la prisión provisional si los miembros del Gobierno hubieran acatado la Constitución o aceptado el artículo 155. Con lo que, de nuevo, muestra lo equivocado de su criterio, que está en tomar como delito lo que no lo es: no aceptar la Constitución es una cosa, la rebelión es otra.

Esperemos, pero esperemos de verdad, que el Tribunal Supremo, que ha exhibido mucha mayor cautela ante la querella, establezca esta semana un criterio distinto con respecto a los miembros de la Mesa del Parlamento catalán y, a renglón seguido, avoque para sí el conocimiento de la totalidad de la causa y corrija a la jueza de la Audiencia Nacional. Esperémoslo por, primero, el bien de la Justicia y los derechos de los querellados; y, segundo, por el ridículo que de otra manera vamos a hacer como país.

viernes, 2 de octubre de 2009

Levando anklas

El secuestro del buque atunero Alakrana, con base en el puerto de Bermeo, por piratas somalíes en el Océano Índico ha sido aprovechado por el PNV para reabrir el debate sobre la protección de estos buques por efectivos del Ejército.
Su portavoz en el Congreso, Josu Erkoreka, se ha apresurado a declarar que si el Ministerio de Defensa hubiese aceptado la propuesta de su partido para embarcar infantes de marina en los atuneros que faenan en el Índico, el buque estaría ahora secuestrado y se habría podido repeler el ataque del que ha sido objeto. También ha afirmado que una vez que el resuelva el "percance" del Alakrana, el PNV volverá a poner sobre la mesa todas sus propuestas para reforzar la seguridad de los barcos que trabajan en el Índico, especialmente la relativa a la necesidad de implicar en la misma al Ejército español.
El pasado día 29 José María Ruiz Soroa publicaba un artículo en el diario EL CORREO cuya lectura hoy, tras el secuestro del Alakrana, resulta de enorme interés.
No va a evitar la demagogia de quienes no quieren uniformados en las instituciones vascas, pero los reclaman cuando de lo que se trata es de defender su inalienable derecho al marmitako.
Pero ofrece luz sobre un problema bien complejo.


Los atunes no reflexionan, los humanos sí

Todas las instituciones y organizaciones relevantes en el ámbito marítimo, desde las asociaciones de armadores (INTERTANKO, BIMCO) y aseguradores (IUMI) hasta los sindicatos de trabajadores de la mar (ITF), pasando por los organismos competentes de Naciones Unidas (IMO), han estado de acuerdo en estos últimos meses en desaconsejar vivamente que se embarquen en los buques civiles que navegan por aguas próximas a Somalia equipos de personal armado, sean de empresas de seguridad privada o directamente mercenarios procedentes de militares reciclados de otras guerras. La razón esgrimida para ello es clara: puede provocarse, indirectamente, una indeseable escalada de la violencia.
En efecto, los piratas procedentes de las costas somalíes (la mayoría de los cuales son ex militares entrenados) han actuado hasta ahora (salvo casos puntuales escasísimos) sin ejercer violencia física alguna contra las tripulaciones capturadas. Claro está que esta afirmación resulta un punto irónica, puesto que las han apresado, robado y retenido contra su voluntad, lo cual supone una evidente violencia. Pero no han existido agresiones directas contra los trabajadores, ni se han producido actos de odio o venganza contra ellos. Se les ha tratado como valiosos rehenes cuya vida convenía cuidar. Este trato puede cambiar si los buques objeto de un intento de secuestro por los piratas se defienden frente al ataque e infligen daños o bajas a los piratas. En primer lugar, porque éstos adaptarán sus tácticas de ataque al nuevo nivel de defensa (dispararán más, más fuerte, desde el principio, y contra las personas) y, en segundo, porque no es en absoluto descartable que posteriormente, si tienen éxito, venguen sus bajas propias en las personas de los tripulantes capturados, haciendo pagar a éstos las muertes o lesiones sufridas en el asalto.
Estas razonables consideraciones deberían hacer reflexionar sobre su actitud a tantos alegres ‘belicistas’ como de pronto han surgido entre nosotros. Porque no parece sino que en materia de pesca de atunes todos los vascos, desde los partidos políticos a los medios de difusión, aceptasen con alegría el ingreso en una espiral de violencia militar que, curiosamente, rechazan en general cuando se trata de proteger otros valores menos tangibles, tales como los derechos humanos de lejanas personas. Quienes desconfían de la intervención militar en Afganistán, o quienes proclaman que el diálogo y no la fuerza es el método para resolver los conflictos violentos, se vuelven furibundos partidarios de los fusiles de asalto cuando se habla de los atunes de nuestras empresas pesqueras. No creo que se trate, lo digo en su descargo, de un economicismo simplón que admitiría la violencia cuando hay dineros en juego. Pero sí se trata, eso sí lo creo, de una reflexión insuficiente.
Esta reflexión sobre el asunto debiera comenzar por una constatación bastante obvia: las personas valen más que los atunes. Lo que aplicado a nuestro caso significa que ningún marino debería tener que afrontar el riesgo de violencia o apresamiento para ganarse la vida si ello no es fruto de su decisión consciente y libre. Hace ya años, cuando los buques tanque eran sistemáticamente atacados en el Golfo Pérsico por los contendientes de la guerra entre Irak e Irán, Gobierno, sindicatos y armadores llegaron al acuerdo de que sólo los tripulantes que lo aceptasen (y a cambio de una prima compensatoria) permanecerían a bordo de los buques durante su estancia en el Golfo. Los demás eran sustituidos por tripulaciones mercenarias antes de entrar en esa zona. ¿Sucede lo mismo ahora? ¿Pueden los marinos de los atuneros o buques cableros negarse a ir a aguas piráticas sin perder su puesto de trabajo? ¿Se les compensa por el riesgo extraordinario que afrontan? ¿Qué razón existe para que el Ministerio de Asuntos Exteriores se niegue a declarar oficialmente las aguas piráticas como zona de riesgo bélico, cuando al mismo tiempo envía allí buques de guerra?
Igualmente procedente sería una reflexión sobre el valor de los intereses en juego y el coste de protegerlos. Porque los intereses, aunque perfectamente legítimos y respetables, no dejan de ser en gran parte los intereses privados de unas empresas que desean pescar en esas aguas peligrosas. Podría argüirse que está también implicado un bien público, el de defender el derecho a transitar o pescar en alta mar (el principio de libertad de los mares) que resulta transgredido por los piratas. Pero no es menos cierto que los pesqueros podrían acudir a aguas menos peligrosas. En cualquier caso, los costes de enviar allí una fuerza militar, costes que son económicamente elevados, son públicos y los sufragamos todos los ciudadanos. Pero sólo aprovechan a unos pocos: ¿apropiación privada de bienes públicos? Un balance indiscreto y objetivo de costes y beneficios sería clarificador en este punto. Sobre todo, cuando resulta que después de haber enviado a aquellas aguas buques y aviones militares porque las empresas pesqueras lo reclamaban el año pasado, resulta ahora que tales buques y aviones no les sirven de protección efectiva a los atuneros. ¿Estamos entonces gastando dinero público para nada?
Convendría también que el Gobierno (este Gobierno tartamudo que nos ha tocado) fuera capaz de explicar las razones de sus decisiones. En efecto, negarse a embarcar a infantes de marina en los pesqueros es una decisión que puede razonablemente explicarse de muchas formas, salvo la de recurrir a estúpidos argumentos como los de que «el Derecho Marítimo o la Ley de Defensa Nacional no lo permiten». Eso es pura verborrea carente de la más mínima base jurídica. Cuando Francia está embarcando a equipos militares en sus atuneros es preciso explicar por qué España no quiere (y no ‘no puede’) hacerlo. Y explicarlo pasa ineludiblemente por informar al público de que las fuerzas militares españolas tienen establecidos unos protocolos de intervención que prohíben el uso de la violencia sobre las personas por motivos sólo preventivos. Nuestros buques y aviones no pueden disparar directamente contra los piratas cuando éstos toman al abordaje a un buque civil, sólo pueden intentar asustarles. Si se embarcasen infantes de marina en los pesqueros, manteniéndose esas reglas de enfrentamiento, no podrían defender eficazmente a estos y, lo que es peor, terminarían capturados ellos mismos por los piratas. Explíquense y justifíquense las reglas de combate de nuestras tropas, en Somalia y en Afganistán, en lugar de esconderlas avergonzados. Si se decide una política hay que ser capaces de defenderla.
La última reflexión recae sobre la que parece ser la solución aconsejada por el Gobierno, y aceptada por las empresas pesqueras, la de embarcar personal de empresas privadas españolas de seguridad. Porque bien podría suceder que fuera la decisión más peligrosa de todas las posibles, dado que implica el uso de la fuerza, pero de una fuerza limitada e insuficiente. Los vigilantes privados, con armamento muy ligero y sujetos además a las restricciones en su uso que marcan las leyes españolas del sector, con toda probabilidad podrían ser incapaces de evitar un apresamiento. Sin embargo, su actuación sí sería causa bastante para desencadenar represalias posteriores, la temida escalada de la violencia. Es decir, que tendríamos la peor de las resultantes posibles: violencia, apresamiento, y represalias.

En todo esto hay una verdad militar implicada, que como todas las verdades militares es desagradable de escuchar para las almas buenas: cuando se entra en una escalada violenta hay que estar dispuesto a respaldar la decisión con toda la fuerza que sea necesaria, hay que estar dispuesto a superar y aplastar al contrincante. Si sólo se está dispuesto a emplear una fuerza limitada e inferior a la que éste puede devolver, se perderá la apuesta y, además, se sufrirán las represalias consecuentes por haber utilizado esa violencia, insuficiente para ganar la batalla pero bastante para molestar al contrincante.
Hay mucho posible sufrimiento humano implicado en las decisiones que se están tomando con una alegría y falta de reflexión alarmantes. Y todavía estamos a tiempo de pensar en ello. Hagámoslo.