El pasado 11 de septiembre el diario El País publicaba una entrevista con Denis Pennel, Director General de la Confederación Mundial del Empleo, organización heredera de la anterior Confederación Mundial de Empresas de Trabajo Temporal. En el transcurso de la entrevista, Pennel señalaba lo siguiente: “Debe haber un salario mínimo justo que permita al trabajador vivir de él. Si con él ni siquiera puede alquilarse un piso eso genera un problema social. Pero al mismo tiempo hay que tener cuidado, porque si el salario mínimo es muy alto muchas compañías pueden verse ante la situación de no poder seguir adelante y que se destruya empleo. Hay que encontrar un equilibrio entre estas dos situaciones”.
Esta es la formulación canónica mediante la que el
mundo empresarial y una parte muy relevante de la ciencia económica plantea su
posición ante el salario mínimo: “Si, pero”. Una posición similar es la que
expresó el por entonces ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, José Luis Ábalos, cuando dijo aquello de que “siempre he defendido que [la vivienda] es
un derecho, pero no ignoro que es un bien de mercado también”. El problema es
la jerarquía de bienes, la prelación entre una y otra cosa. Y suele ocurrir que
la conjunción adversativa “pero” actúa como fiel de balanza, de manera que lo
que la precede tiene mucho menos peso que lo que la sucede (como en la frase
“yo no soy racista, pero…”).
En el caso del salario mínimo lo que ese “pero”
encubre y conviene explicitar es lo siguiente: que si para que una empresa
pueda crear o mantener los empleos necesarios para funcionar tiene que ofertar
salarios que no permitan a la trabajadora o al trabajador vivir de ellos, habrá
que asumirlo. ¿Por qué no decirlo así? Venga, anímense los defensores del
salario mínimo condicionado a la viabilidad de las empresas: afirmen sin
tapujos que, si hay que pagar salarios que no permiten a las trabajadoras y a
los trabajadores vivir de ellos para que una empresa funcione, habrá que asumirlo.
¿De verdad?
Me niego a aceptar el marco que esta formulación
canónica pretende hacer pasar por natural. La actividad económica puede y debe
supeditarse a los derechos humanos (recordemos el artículo
23.3 de la Declaración Universal),
pero ningún derecho humano debería supeditarse a las exigencias económicas.
Economía
política de la esclavitud
Perdices de Blas y Ramos Gorostiza firman un interesante artículo en el que analizan el
debate económico sobre la esclavitud planteado en Europa en el siglo XIX.
“Evidentemente –aclaran-, examinar la esclavitud desde un punto de vista
estrictamente económico equivale a discutir aspectos tales como su coste
relativo frente al trabajo libre, su eficiencia, su impacto en el modelo
productivo, la innovación y las posibilidades de especialización, o su posible
relación con políticas comerciales concretas”. Evidentemente. Cada mirada sobre
la realidad presenta sus sesgos y puntos ciegos e impone su propia y limitada
lógica, y esto es especialmente cierto cuando esa mirada se presenta como
“estricta”, es decir, como única mirada. De igual manera podría decirse que
examinar la esclavitud desde un punto de vista “estrictamente securitario”,
desde la lógica del control de la población esclava y la evitación de
conflictos y revueltas, equivale a discutir aspectos tales como el uso más
eficiente de la violencia, la oportunidad de los castigos ejemplares, el nivel
de temor que conviene inocular en la población esclava para evitar que se
rebele, etc.
Pero volvamos al artículo. Resulta que los economistas
de los siglos XVIII y XIX apenas prestaron atención a la esclavitud, a pesar de
su importancia en las sociedades europeas y en sus colonias, “tal vez porque se
consideraba que ello no valía la pena: el sentido común parecía sugerir que
–dadas las hondas raíces históricas de dicha institución y lo lucrativo del
tráfico negrero- debía tratarse, en todo caso, de una opción productiva evidentemente beneficiosa para quien la
adoptaba”. La propia normalización social de la institución esclavista inhibía
su evaluación económica, lo que nos indica la profunda interconexión que existe
entre el análisis económico y las circunstancias sociales en las que se realiza.
Y resulta, también, que cuando algunos economistas empezaron a estudiar la
esclavitud y, como consecuencia de sus investigaciones, se acumulaban las
pruebas de la falta de sentido económico de la misma, siguió habiendo
economistas que defendían su continuidad porque, aun aceptando en términos
generales su ineficiencia en comparación con el trabajo libre, “sí podía
resultar rentable para los propietarios individuales”.
Aunque no oculto una cierta intención provocadora, no
pretendo establecer analogía ninguna entre la esclavitud y la oposición al
salario mínimo o a su mejora. Pero sí me permito llamar la atención sobre tres
características estructurantes del pensamiento económico que, a la manera de
las retóricas de la intransigencia
magistralmente desveladas por Albert O. Hirschmann, pueden identificarse tanto en aquel debate sobre la institución
esclavista como en la actual discusión sobre la conveniencia o no de un salario
mínimo que, sencillamente, permita a quienes lo reciben evitar la pobreza: la
aproximación “estrictamente” económica, olvidando que la economía es una ciencia social, que el mercado de
trabajo es una institución social (Solow)
y que ningún economista es solo economista (Samuel Bentolilla ha reflexionado a este respecto); la preocupación por el objeto de
debate solo cuando se propone una mejora en las condiciones del mismo; la
búsqueda de casos particulares que puedan justificar el mantenimiento de la
situación, su no mejora.
Economía
política del salario mínimo
En un libro ya clásico, titulado precisamente Economía política de la esclavitud,
Eugene D. Genovese distinguía entre la perspectiva de la “economía política de
la esclavitud” y la que se ocupa de estudiar “los aspectos económicos de la
esclavitud” para afirmar que la primera no se limitaba a tomar en consideración
la economía o la historia económica del esclavismo (como hace la segunda
perspectiva), sino que se fijaba en la dimensión “civilizatoria” que una
institución, en este caso la esclavitud, puede tener sobre una determinada
sociedad, en su potencial configurador, definidor de la totalidad social. En
sus palabras: “La esclavitud dio al Sur un modo de vida especial por cuanto
estableció las bases indispensables para asentar un orden social regional en el
cual el sistema de trabajo esclavista pudo dominar a todos los demás”.
Aceptar que centenares de miles de trabajadoras, sobre
todo, y trabajadores, tengan retribuciones iguales o inferiores al SMI, tiene
un potencial configurador que debería preocuparnos, ya que convierte en normal
la precariedad laboral. Hablamos de una de cada cuatro mujeres empleadas y del
11 por ciento de los hombres (según la Encuesta Anual de Estructura Salarial del año 2019). Debería preocuparnos porque, en realidad, el
llamado salario mínimo es un salario ínfimo,
insuficiente para que una persona pueda llevar una vida desahogada. A este
respecto sorprende que, por más complicaciones metodológicas que plantee, no
dispongamos de una aproximación consensuada que nos permita responder a la
pregunta de cuánto cuesta vivir en España.
Sí sabemos, gracias al Àrea Metropolitana de Barcelona, que en 2020 una persona que habitara en Barcelona o
en su conurbación necesitaba ingresar, de media, 1.322,52 euros al mes para cubrir
sus necesidades básicas (y que una de cada tres personas que la habitan tenían
un sueldo inferior a esa cantidad). También sabemos, según una encuesta a
más de 1,7 millones de personas de 164 países realizada en 2018, que los ingresos
considerados necesarios para disfrutar de bienestar emocional se movían en un
intervalo de entre 49.000 y 61.200 euros por persona al año. Cifras muy
dispares que, en cualquier caso, son sensiblemente superiores al actual SMI
mileurista.
¿Podemos seguir discutiendo sobre el SMI sin acordar,
previamente, cuál es el coste económico de una vida decente
(es decir, de una vida sin humillaciones institucionales) en España?
De la
suficiencia a la holgura
He dicho que el salario mínimo debería permitirnos
llevar una vida desahogada, sí. En un
libro imprescindible, Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir demuestran que los problemas de escasez (de dinero o
de tiempo) no se resuelven con estrategias de “mínimos” ni en el marco de la
mera “suficiencia”. La escasez, vivir
con poco, con lo justo, vivir al día, “tener menos de lo que se percibe como
necesario”, tiene efectos demoledores sobre la mente humana, sobre nuestra
forma de pensar y de actuar; captura nuestra atención, altera nuestra
experiencia. La escasez de un determinado recurso reduce nuestra capacidad
cognitiva haciendo que nuestro cerebro se enfoque de manera casi obsesiva en
una sola cosa: aquella de la cual carecemos. Este mecanismo es denominado
“efecto túnel”: la mente se orienta de manera automática y poderosa hacia las
necesidades insatisfechas. En concreto,
estos investigadores comprobaron que aumentar las preocupaciones financieras de
las personas perjudicaba su desempeño cognitivo incluso más que los estados de
privación de sueño; las personas pobres eran más impulsivas y tomaban peores
decisiones que aquellas que no se encontraban en escenarios de carencia. Los
efectos observados correspondían a entre 13 y 14 puntos del coeficiente
intelectual, comparables a dejar de dormir una noche o a los efectos del exceso
de alcohol.
Evitar la trampa de la escasez -advierten Mullainathan
y Shafir- requiere más que abundancia, requiere de holgura: “Requiere
suficiente abundancia de modo que, incluso después de gastar demasiado o dejar
los asuntos para más tarde, sigamos teniendo suficiente holgura para poder
administrar la mayoría de las crisis; suficiente abundancia para que incluso
después de dejar para más tarde muchas tareas tengamos todavía suficiente
tiempo para cumplir con una fecha limite inesperada. Mantenerse fuera de la
trampa de la escasez requiere suficiente holgura para tratar con las crisis que
trae el mundo y los problemas que nosotros mismos nos imponemos”.
1 comentario:
Gracias por el artículo Imamol. Desde mi punto de vista, aceptar el marco que liga la subida del salario mínimo a la racionalidad económica imperante, nos hace muy difícil avanzar. La pregunta, enormemente compleja, nos lleva a plantearnos las posibilidades de escapar de esta lógica y lo que es mas importante, cómo hacerlo.
Un saludo Imanol
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