viernes, 24 de julio de 2020

El mal de Corcira

Lorenzo Silva
El mal de Corcira
Destino, 2020

"Fue en Corcira donde se vio por primera vez lo que traía consigo hacer de tu vecino un enemigo, con el enfrentamiento entre el partido democrático, que era partidario de Atenas, y el oligárquico, que era afín a Esparta. [...] Y dice Tucídides que en Corcira los vínculos de sangre llegaron a ser más débiles que los de partido [...]. Y quienes cometían acciones más odiosas más renombre alcanzaban, y quienes eran más mediocres se imponían una y otra vez, porque a ellos no les temblaba nunca el pulso a la hora de actuar".


En esta novela, Bevilacqua (esta vez sin su compañera Chamorro, gravemente herida en una intervención aparentemente rutinaria) investiga en Formentera el asesinato de un varón cuyo cadáver ha aparecido apaleado en una playa. La víctima fue condenada hace años por pertencia a ETA.

Sabíamos por novelas anteriores que Bevilacqua sirvió en Euskadi durante un tiempo, a finales de los ochenta y principios de los noventa. La investigación del asesinato se entrecruzará con flashbacks que nos devuelven a aquellos terribles años, resumidos en la sobrecogedora escena (ficcionada, aunque basada en un hecho real) del asesinato de un guardia civil que acudía a recoger a su hijo a la salida del colegio; un crimen cometido ante numerosos y pasivos testigos.

Con este trasfondo, Bevilacqua/Silva reflexiona sobre la animalización/deshumanización ("ciervos" y "guarros" los unos para los otros, "txakurras" los otros para los unos) sobre el que se construía el odio cruzado entre militantes y simpatizantes de ETA y fuerzas y cuerpos de seguridad. Siendo la reflexividad antidogmática una de sus más características señas de identidad, Bevilacqua se moverá en los espacios grises y enlodados de la utilización de policías y guardias civiles para tapar los fallos y grietas del sistema ("No somos el mejor relleno de la fractura social"), del "caso Alsasua" ("Me sentí tentado de decirle que ni para mí ni para casi todos los guardias civiles con los que había hablado aquello era terrorismo, aunque no me pareciera tampoco una irreprochable efusión pastoril"), del cuartel de Intxaurrondo ("Regresar a aquel complejo, cuyo nombre era sinónimo de la suerte más siniestra para muchos, y que había sido una promesa cumplida de soledad y sufrimiento para muchos otros, me provocaba una emoción suplementaria"), la dispersión ("Tampoco, puestos a hablar de todo, tengo claro que sea necesario mantener a los presos de una organzación desarmada a mil kilómetros de sus madres. Alguien debería pensar que se castiga a esas ancianas, que quiza tengan malos sentimientos hacia nosotros, pero los sentimientos no son delito ni están penados, que yo sepa") o los GAL y la tortura ("Y es que, como una vez le oí decir enigmáticamente a un veterano, cuando te dan patente de corso y la ejerces un tiempo, cuesta discernir cuáles son los límites que tiene esa licencia, y acabas usándola fuera de ellos").

Serán muchas las lectoras y lectores a quienes este libro les (nos) provocará alguna ampolla. Pero quienes hayan seguido sus historias (esta es la décima novela de la serie) ya conocerán y, tal vez, compartirán, su filosofia vital y profesional, que aqui vuelve a exponer una vez más:
 
"A mis cincuenta y cuatro años, y después de haber visto a tanta pobre gente avasallada y a tanto desalmado haciendo daño al prójimo, provisto de las más variadas excusas, prefería vivir en lo concreto y, abandonando el aséptico mundo de las ideas, situarme en el primer término más bien mugriento que me incumbía. Allí mi trabajo era, en resumidas cuentas, defender los intereses de alguien que siempre era más débil contra los de alguien que matándolo, secuestrándolo o humillándolo había demostrado ser más fuerte. La descripción valía incluo para aquel pobre diablo al que habían tenido que abatir mis comañeros la noche anterior, un infeliz que después de un revés laboral, y sin haber adquirido un dominio suficiente del arte de vivir, se habia embarcado en un dislate que había de costarle todo, incluida la existencia. En el momento en que había contratado a aquel sicario, y le había dado la informacón necesaria, se había erigido en juez y rector de los destinos de su víctima, cuya vida había truncado a su plena satisfacción. A partir de ahí, a mí me importaba poco si el asesinado era una bella persona que había despedido a un empleado deshonesto o un empresario déspota que se había desecho de un asalariado vulnerable. En el país donde vivo la pena de muerte está felizmente desterrada, y nadie, por dura y amarga que sea su suerte, tiene derecho a aplicársela a otro. Quizá sea esta una construcción burguesa, destinada a encubrir los abusos de las clases dirigentes bajo una capa de humanitarismo superficial; en todo caso, es un argumento coherente y consistente en sí mismo, y me sirve para el día a día; algo más que todas esas utopías inflamadas que, la Historia lo demuestra, conducen una y otra vez a policías políticas, privaciones y mazmorras donde la vida no vale nada, en beneficio de cuatro espabilados que pastan a placer en nombre del pueblo".

El caso policial, interesante y entretenido, planteado y resuelto con el oficio que caracteriza a la escritura de Lorenzo Silva, le sirve al autor para invitarnos a reflexionar sobre nuestras particulares Corciras: sobre aquel País Vasco en los que los vecinos fueron convertidos en enemigos, sí, pero también sobre la aterradora facilidad con la que cualquier sociedad puede convertirse en una Corcira en la que se acabe afirmando que "sólo la victoria completa de una facción mediante la masacre de la contraria podría asegurar la paz".

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