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Traducción de Manuel Serrat Crespo
Editorial Periférica, 2020
"El amor, tal como lo conoce mi hijo Pascal, se define por el número de corazones dibujados en una tarjeta o por el número de historias de dragones contadas bajo un edredón son una linterna. He de esperar algunos años aún antes de poder decirle que, en otro tiempo, en otro lugar, el amor de un padre se revelaba en el abandono voluntario de sus hijos, como los padres de Pulgarcito".
Kim Thúy sabe bien de lo que habla. Nacida en Saigón en 1968, el año de la ofensiva del Tet, un fracaso militar para el Vietcong, pero cuyo impacto sobre la opinión pública estadounidense (y mundial) significó el principio del fin de la guerra de Vietnam. A la edad de diez años, en compañía de sus padres y sus dos hermanos fue una de los cientos de miles de boat people vietnamitas que huyeron del Vietnam unificado tras la guerra y gobernado desde Hanói.
Nacida en el seno de una familia acomodada, rodeada de nodrizas, sirvientas y criados, el régimen comunista surgido tras la guerra modificó radicalmente su existencia. Es impresionante su descripción del momento en el que unos inspectores de la nueva administración comunista ocupan su casa, cómo esperan a que su padre y su madre regresen de jugar al tenis para comunicarles la decisión.
Sin embargo, su madre la enseño desde pequeña a compartir ("Alguien me dijo que los vínculos se tejen con las risas, pero más aún compartiendo, con las frustraciones de compartir"), también a arrodillarse y trabajar como lo hacían las personas que estaban a su servicio: "Cada día me obligaba a fregar cuatro baldosas del suelo y a limpiar veinte habas germinadas quitando, una a una, la raíz. Nos preparaba para la caída. E hizo bien, porque, muy pronto, perdimos el suelo bajo nuestros pies".
Y esa preparación para la caída explica, seguramente, su historia y la de su familia tras su huída de Vietnam. Su epopeya como refugiada pasó primero por un abarrotado e infecto campamento en Malasia ("Conozco de memoria el zumbido de las moscas. Me basta con cerrar los ojos para volver a oírlas volando a mi alrededor porque, durante meses,debía agacharme como un muñeco a diez centímetros por encima de un gigantesco agujero lleno hasta el borde de excrementos bajo el ardiente sol de Malasia"), para acabar en Quebec, Canadá; concretamente en la ciudad de Granby, cuyos habitantes "nos acunaron uno a uno", acogiendo con las manos y los corazones abiertos a las y los refugiados: "Sentí a menudo que no había en nosotros espacio suficiente para recibir todo lo que se nos ofrecía, para captar todas las sonrisas que nos dedicaban".
El caso es que, con el tiempo, toda su amplia familia acabó perfectamente engranada en el "sueño americano", aunque sea en su versión canadiense, y ella misma se convirtió en una mujer de éxito, segura de sí misma, a caballo entre dos mundos culturales, acostumbrada a vivir en movimiento, ligera de equipaje, liberada también en sus relaciones sentimentales y sexuales de todo lo que signifique posesión o pertenencia: "De hecho, siempre me satisface trasladarme, tengo así la ocasión de aligerar mis bienes, de abandonar algunos objetos para que mi memoria pueda llegar a ser realmente selectiva, para que pueda recordar sólo imágenes que siguen siendo luminosas tras los párpados cerrados".
Por eso su mirada al pasado está llena de comprensión y de afecto: aquel joven inspector recién salido de la jungla que dirigió la ocupación de su casa, aquella vieja vendedora de tofu en el mercado de Hanói... Un libro en el que fragmentos de una sorprendente delicadeza, como la de esas ancianas que colocan hojas de té entre los pétalos de flores de loto para que absorban el perfume de sus pistilos de manera que "cada hoja de té [conserve] así el alma de aquellas efímeras flores", se entremezclan con descripciones desgarradas de las jóvenes prostitutas que, preñadas por soldados estadounidenses, criaron hijas e hijos convertidos en "huérfanos, en sin techo, marginados por la profesión de su madre, y también por la de su padre".
Un canto a la fortaleza de "todas aquellas mujeres que cargaron con Vietnam a sus espaldas mientras sus maridos o sus hijos llevaban sobre las suyas las armas". Mujeres que en su país sembraban los arrozales, vendían su magra cosecha en los mercados, se prostituyeron, cosían prendas en talleres abarrotados, decidieron lanzarse al mar con sus familias; mujeres que en Canadá o en Estados Unidos pusieron en pie pequeños negocios, obligaron a sus hijos e hijas a estudiar, mantuvieron su cultura, dieron cohesión a sus familias.
Una historia de continuidad sostenida por y entre mujeres: "Mi nacimiento tenía la misión de reemplazar las vidas perdidas. Mi vida tenía el deber de continuar la de mi madre". Truncada por la guerra, reconstruida en el exilio, mezclada de sufrimiento y de esperanza. De ahí su título: "En francés, ru significa «arroyuelo» y, en sentido figurado, «flujo» de lágrimas -de sangre, de dinero- (Le Robert historique). En vietnamita, ru significa «canción de cuna», «arrullar»".
2 comentarios:
Gracias Imanol
Soy Lucía, esa chica con la que te cruzabas algunos jueves por Zabalburu y nunca se atrevió a saludarte.
Hoy te digo hola y gracias...por mucho
Jolín, Lucía, qué emoción, no sé que decir. Sólo que gracias a ti, y que si volvemos a cruzarnos no te cortes, por favor. Un abrazo.
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