martes, 16 de septiembre de 2025

CUANDO LA JUSTICIA SE CONVIERTE EN UN CASTIGO EXTRA: LA “MANADA DE CASTELLDEFELS” Y EL PRECIO DE DENUNCIAR

Cinco hombres han sido condenados por violar en grupo a tres mujeres en Castelldefels durante la pandemia. Se hacían llamar, con toda la desfachatez, la “Manada” en su chat de WhatsApp, haciendo de la violencia sexual un espectáculo colectivo. La Fiscalía pedía más de cincuenta años de cárcel para cada uno. La sentencia final: entre tres años y once meses y ocho años y cinco meses de prisión. La diferencia no está en lo que hicieron -eso lo han admitido-, sino en que las víctimas han “aceptado” un pacto para no pasar por el calvario de un juicio.
 
Y no es difícil entender por qué. Sentarse frente a los agresores, responder preguntas que buscan grietas en cada detalle de su testimonio, soportar la insinuación de que quizás exageraron, de que tal vez consintieron, de que su testimonio carece de peso. Las víctimas sabían lo que significa enfrentarse a un juicio: interrogatorios que buscan contradicciones, miradas que dudan de su declaración, la eterna sospecha de que “quizá no fue para tanto”. En nuestro sistema judicial, denunciar una agresión sexual implica arriesgarse a vivirla de nuevo, esta vez bajo las luces de la sala de vistas y con la lupa del cuestionamiento constante. Eso no es justicia: es un eco de la agresión original. En esas circunstancias, pactar no es una concesión sino una forma de defensa. No se trata de perdonar a los agresores, sino de protegerse del propio sistema judicial, que tantas veces se convierte en una máquina de revictimización.
 
El problema no es que las mujeres acepten estas condiciones, sino que el sistema las empuje a hacerlo. La justicia debería protegerlas, pero parece diseñada para desampararlas: los interrogatorios sin perspectiva de género convierten la sala en un campo minado; la presión mediática y social añade miedo a la vergüenza; la lentitud del proceso las obliga a convivir durante años con el caso abierto. Así, lo que debería ser un espacio de reparación se transforma en un escenario de castigo adicional. Y quienes se benefician de ello son, paradójicamente, los agresores.
 
La sala de vistas no debería ser un campo de batalla, pero lo es. Quien denuncia una agresión sexual se expone a un escrutinio feroz: su vida, su ropa, sus gestos, sus recuerdos se convierten en pruebas contra ella misma. La víctima se transforma en sospechosa. En ese escenario, el juicio deja de ser un espacio seguro y se convierte en una segunda condena. Y mientras tanto, quienes deberían rendir cuentas encuentran la posibilidad de una rebaja sustancial en su pena. La paradoja es brutal: cuanto mayor es el miedo de las víctimas, más rentable resulta para los agresores.
 
La propia Fiscalía ha señalado que en el acuerdo de conformidad, “ha pesado mucho la necesidad de proteger a las víctimas, así como su voluntad de no ser revictimizadas sometiéndolas a la presión de este juicio”, atendiendo especialmente al riesgo de una eventual suspensión del juicio “tras haber constatado que una de las víctimas está sufriendo una crisis postraumática que hacía inviable su presencia” en el mismo, y a las consecuencias que la prolongación del proceso penal habría provocado en la salud emocional de las jóvenes. Pero, en lugar de cuestionar y revisar por qué un juicio en una sociedad democrática puede tener estos efectos, se opta por beneficiar a los violadores.
 
¿Qué mensaje deja esta sentencia? Que violar puede salir muy barato. Que si un grupo de hombres decide organizarse para agredir a mujeres vulnerables, el riesgo real al que se exponen no se parece en nada a la condena solicitada inicialmente por la Fiscalía. Que las disculpas formales (y forzadas) y un “esfuerzo económico” para pagar 30.000 euros pesan más que el daño irreversible de las agresiones.
 
Este mensaje trasciende a las tres mujeres que sufrieron directamente estas violaciones. Llega al conjunto de la sociedad y, sobre todo, a todas las demás mujeres. ¿Qué pensarán aquellas que lean esta sentencia y se planteen denunciar una agresión? ¿Qué confianza pueden tener en un sistema que exige tanto dolor para conseguir tan poco castigo? El riesgo no es solo simbólico. Si los castigos se perciben como leves, ¿qué frena a quienes ya han demostrado estar dispuestos a organizarse para agredir? La reducción de las penas envía otra señal peligrosa: la de que los costes son asumibles, incluso llevaderos, frente a los beneficios que tantos varones buscan en el hecho de dominar, violentar y humillar. De hecho, el contenido de los móviles de estos violadores revela que sus víctimas han podido ser más.
 
La sentencia de Castelldefels no debería leerse como un triunfo de la justicia, sino como un recordatorio de sus fallos. Envía un mensaje devastador: que la violencia sexual en grupo, planificada y repetida, puede “resolverse” con disculpas formales, una indemnización y unos pocos años de cárcel. Un mensaje que no se queda en esa sala ni en esas tres mujeres. Se expande como una amenaza velada hacia todas: si denuncias, te costará caro; si ellos agreden, quizá les salga barato. Cada sentencia habla más allá del caso concreto. Las mujeres que leen esta noticia entienden, con una claridad dolorosa, lo que significa denunciar. No solo luchar contra el recuerdo de lo ocurrido, sino también contra un sistema que exige pruebas imposibles y tolera dudas que siempre caen del mismo lado.
 
Y no, no se trata de pedir más cárcel como único remedio. Se trata de exigir que el proceso judicial no sea otra forma de violencia. Que los interrogatorios no humillen a las mujeres víctimas. Que las declaraciones eviten repetir el relato una y otra vez. Que las y los operadores jurídicos se formen en perspectiva feminista. Que las indemnizaciones sean auténtica reparación, no moneda de cambio, y los acuerdos no diluyan la gravedad de los delitos probados. Apoyo integral a las víctimas: asistencia psicológica y legal gratuita y sostenida, para que no se enfrenten solas al proceso.
 
La “Manada de Castelldefels” quedará en los registros judiciales como un caso más de conformidad penal, pero en la memoria social debería ocupar otro lugar: el de un espejo perverso que nos muestra las fallas de un sistema patriarcal más dispuesto a escuchar a los verdugos que a proteger a las víctimas. ¿Cómo puede ser que el miedo perfectamente justificado de tres mujeres a revivir su agresión en un tribunal acabe beneficiando a quienes las violaron?
 
Estas mujeres han elegido protegerse de un daño mayor, y eso es legítimo. Lo inaceptable es que el sistema judicial las obligue a escoger entre justicia y supervivencia emocional. Han tenido que elegir el camino menos cruel dentro de un laberinto sin salidas justas. Si denunciar significa volver a ser agredida -esta vez desde la mesa de la defensa o desde la indiferencia institucional-, entonces la justicia no está cumpliendo su papel. Está perpetuando el mismo desequilibrio de poder que hace posible la violencia machista. 

domingo, 14 de septiembre de 2025

Entre la luz y la tormenta

Esther Woolfson
Entre la luz y la tormenta: Cómo vivimos con otras especies
Traducción de Juan de Miquel
Carbrame, 2022 
 
“¿Por qué, de entre todas las formas posibles del pensamiento, prevalecieron aquellas que fomentaban las mayores licencias y crueldad contra las demás especies<’ ¿Por qué fueron los textos que engendran una noción de lo deseable que es una relación jerárquica y explotadora entre humanos y animales los que se volvieron dominantes? ¿Por qué se prestó tan poca atención en el pensamiento occidental a las voces más humanas, cuyos cuestionamientos resuenan a través de los mundos del pensamiento griego, del Pentateuco y de otros libros de la Biblia, como el Eclesiastés: «Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como el otro, y ambos tienen el mismo aliento de vida. En nada aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad», o los salmistas, en particular en el más grande de los cantos de alabanza a la vida de la Tierra, el Salmo 104: «Allí ponen los pájaros su nido, su casa en su copa la cigüeña; los altos montes, para los rebecos, para los damanes, el cobijo de las rocas», con sus superposiciones y susurros de historias anteriores y referencias a mitos de la creación sobre el comienzo de la vida?”.
 
 
Este ensayo es una travesía literaria y reflexiva sobre la forma en que los humanos convivimos con los otros seres que habitan el planeta. Desde las primeras páginas percibimos el pulso de una escritura íntima y a la vez erudita, que se mueve entre la memoria personal y el análisis cultural del conocimiento científico, entre la poesía y la denuncia.

El libro parte de una experiencia vital: la autora creció rodeada de aves heridas o abandonadas a las que cuidaba con paciencia y ternura. Esa infancia marcó una relación especial con lo animal, que más tarde se traduciría en una certeza: las criaturas no humanas sienten, sufren y se alegran con una intensidad que no es distinta de la nuestra. Desde ahí, extiende su mirada hacia un panorama más amplio, una especie de historia cultural y emocional de cómo hemos pensado y tratado a los animales a lo largo de los siglos.

El relato es diverso y polifónico. Se remonta a las pinturas rupestres que celebraban a los animales como presencias sagradas, pasa por la filosofía griega que oscilaba entre el respeto pitagórico y la jerarquía aristotélica, y alcanza los discursos religiosos que durante siglos legitimaron la explotación sistemática de la naturaleza. Esta arqueología de ideas se entreteje con referencias al arte, la literatura y la ciencia, hasta desembocar en el presente, donde el peso de la industria cárnica, la experimentación científica, la caza, la posesión de mascotas o el uso de prendas de piel nos confronta con un legado de violencia normalizada.

Esther Woolfson no rehúye lo doloroso y describe con crudeza prácticas de caza, crueldades en nombre de la moda o el espectáculo y el sufrimiento invisible de millones de animales destinados al consumo. Sin embargo, frente a esa sombra, ilumina también la belleza. En medio de la exposición ética aparecen descripciones deslumbrantes -un ave que cruza el cielo con el resplandor de un tafetán rojo, el vuelo circular de los milanos sobre un valle- que nos devuelven la experiencia del asombro. La narración se apoya también en escenas cotidianas y profundamente humanas. Está, por ejemplo, la convivencia con una graja llamada "Chicken" o el gesto de salvar con cuidado a una araña. Son instantes sencillos pero reveladores, donde se percibe que la ética no se predica: se vive.
 
Aunque no sea explícito, el libro está atravesada por un sutil, pero firme, hilo feminista. Por un lado, se advierte en su manera de releer la historia cultural; cuando pone en duda la narrativa establecida de que las pinturas rupestres eran obra exclusiva de hombres, no solo introduce la posibilidad de una participación femenina invisibilizada, sino que también denuncia la forma en que el relato histórico se ha construido desde una perspectiva patriarcal. Este gesto de sospecha crítica, aparentemente menor, abre un espacio de reflexión de mucho mayor alcance: si incluso en las representaciones más antiguas de nuestra relación con los animales se oculta la presencia de las mujeres, ¿cuánto de nuestra memoria cultural está mediada por silencios y omisiones?

Por otro lado, la autora establece conexiones incisivas entre prácticas de violencia hacia los animales y ciertos imaginarios de masculinidad. En sus reflexiones, la caza deportiva, la ostentación de pieles exóticas o la defensa acérrima del consumo de carne aparecen vinculados a ritos de poder, dominio y prestigio social tradicionalmente masculinos. De este modo, la autora no reduce el carnivorismo a una mera cuestión de hábitos alimentarios, sino que lo presenta como parte de un entramado simbólico en el que se juegan jerarquías de género, fuerza y control. Su voz feminista se percibe también en el tono general del libro: es una escritura que privilegia la empatía, el cuidado y la escucha frente a la dominación. Frente a una tradición intelectual que ha tendido a abstraer y jerarquizar, recurre a experiencias personales, memorias domésticas y vínculos emocionales con los animales, reivindicando la legitimidad de esas formas de conocimiento históricamente asociadas a lo femenino y, por tanto, menospreciadas. En conjunto, el feminismo de Esther Woolfson no se enuncia como un manifiesto explícito, sino como una corriente que atraviesa su mirada: cuestiona lo que se da por sentado, expone las relaciones entre poder, género y violencia, y propone un horizonte donde tanto mujeres como animales -históricamente subordinadas y subordinados- encuentren reconocimiento y respeto. 

En última instancia, este es un libro que nos coloca frente a un espejo. Nos recuerda que vivimos entre la luz -el conocimiento, la compasión, la posibilidad de ver a los otros seres como compañeros de mundo- y la tormenta -la arrogancia, la explotación, la devastación que hemos causado-. Una llamada a escuchar, observar, reconocer, y así, comenzar a habitar la Tierra de un modo distinto. 

“Me aparece en el móvil la foto de un gato abandonado, rescatado hace poco. La criatura, un apuesto gato naranja […], tiene los ojos rojos y húmedos. «¿Puede alguien dudar de qué los animales sienten cosas y tienen alma?», pregunta la persona que ha colgado la foto. Es difícil interpretar los sentimientos de otro, pero, cuando miro a este gato, no puedo sin saber que sufre, aunque si es el resultado de una dolencia del cuerpo o del alma no puedo ni empezar a contestarlo. En mi incertidumbre, todo lo que puedo hacer es […] correr […] tras las ideas y preguntas sobre la jerarquía, el género, el poder y la crueldad que persisten en las cosas a las que somos tan reacios a renunciar –nuestra comida, nuestra ropa, el placer que obtienen algunos de matar animales por deporte-, y preguntarme si no habremos perdido, por nuestra falta de reconocimiento de lo que pueden ser las almas de otros, una parte de lo que acaso sea la nuestra”

No nos fijemos en las y los jóvenes que dejan el empleo, sino en los empleos que dejan estas personas jóvenes

En los últimos años, numerosos titulares han puesto el foco en las generaciones más jóvenes, sobre todo en la llamada generación Z, destacando su tendencia a abandonar con rapidez los puestos de trabajo. Se suele presentar este fenómeno como una anomalía generacional, fruto de la impaciencia o de una supuesta fragilidad de carácter -esa etiqueta simplista de “generación de cristal”-. Sin embargo, si miramos los datos con un poco más de atención, lo que se revela no es una crisis de las y los jóvenes, sino de los empleos que se les ofrecen.

Según el informe Claves laborales de la Generación Z: Visión a futuro y dinamismo, cuatro de cada diez trabajadoras y trabajadores de entre 18 y 25 años abandonan su empleo en menos de un año. El motivo principal es tan antiguo como evidente: salarios demasiado bajos. Un 40% lo señala como la razón central, mientras que un 13% aduce falta de flexibilidad y un 11% valores empresariales no compartidos. Es decir, no se trata de un mero rechazo irracional al trabajo, sino de la constatación de que muchos de los puestos disponibles no permiten construir una vida plena, ni material ni emocionalmente. El contraste es significativo: mientras el salario medio en España ronda los 28.000 euros anuales, las y los menores de 25 apenas superan los 14.000.

Podemos, entonces, darle la vuelta a la pregunta: ¿qué nos dicen estos abandonos sobre la calidad de los empleos? La Organización Internacional del Trabajo habla desde hace tiempo de la necesidad de “trabajo decente”, definido como aquel que ofrece “oportunidades para que mujeres y hombres puedan conseguir un trabajo productivo, con un ingreso justo, seguridad en el lugar de trabajo y protección social para sus familias”. Lo que ocurre es que eso que debería ser la norma se ha convertido en la excepción. Lo que falta no es compromiso de las nuevas generaciones, sino empleos dignos.

El problema, además, no es exclusivo de la juventud. En Estados Unidos, la llamada Great Resignation -o “gran dimisión”- puso de manifiesto que millones de personas trabajadoras de todas las edades abandonaban sus puestos en masa tras la pandemia. Según la Oficina de Estadísticas Laborales de ese país, solo en 2021 renunciaron a sus empleos más de 47 millones de personas. Las razones no diferían mucho de las señaladas por las y los jóvenes: salarios insuficientes, ausencia de reconocimiento, cargas de trabajo inasumibles. En el contexto europeo, la aspiración muy extendida a jubilarse anticipadamente, incluso en sectores considerados vocacionales o estables como la universidad pública, es otro síntoma del mismo malestar estructural: demasiados empleos no se viven como espacios de realización, sino como desgaste continuo del que se busca escapar lo antes posible.

Distintas voces críticas han tratado de pensar este fenómeno en clave más profunda. David Graeber, en su ensayo de 2013 On the Phenomenon of Bullshit Jobs: A Work Rantdescribía la proliferación de “trabajos de mierda”: ocupaciones que ni quienes las desempeñan consideran útiles, pero que sostienen un engranaje productivo burocrático y alienante. Mucho antes, las sociólogas y economistas feministas (como María Ángeles Durán, Cristina Carrasco, Teresa Torns, Nancy Fraser o Silvia Federici), llevaban décadas advirtiendo de la obsesión productivista que invisibiliza el trabajo de cuidados, hace imposible la conciliación y coloca la vida al servicio del mercado, en lugar de lo contrario. Otras corrientes apuntan proponen desmercantilizar amplias esferas de nuestra existencia y reducir el peso del trabajo asalariado mediante políticas de renta básica universal o explorando horizontes de decrecimiento que permitan valorar más el tiempo libre, la cooperación comunitaria y el bienestar colectivo.

Ahora bien, no se trata solo de reclamar empleos más dignos en términos salariales o de conciliación, sino de cuestionar la naturaleza misma de los trabajos que organizan nuestras sociedades. ¿Qué sentido tiene sostener actividades laborales que, para justificarse, dependen del consumo masivo e insostenible de bienes de corta vida útil? ¿Qué futuro podemos esperar de sectores que prosperan a costa de la degradación ecológica, del agotamiento de recursos y de la aceleración de la crisis climática? Necesitamos empleos que respondan a necesidades humanas reales, que fortalezcan el tejido social y comunitario, y que lo hagan sin exigir para su mantenimiento el consumismo desaforado ni hipotecar el planeta.

Todo ello apunta, necesariamente, a un horizonte distinto: la reducción significativa del tiempo dedicado al empleo asalariado, acompañado de una redistribución de las horas de trabajo socialmente necesarias. Liberar tiempo para dedicarlo a actividades cívicas, voluntarias, de cuidado mutuo, o simplemente a prácticas autotélicas (es decir, realizadas por el valor intrínseco de hacerlas, como el arte, el aprendizaje o el deporte), no es una utopía inalcanzable, sino una condición de posibilidad para sociedades más justas y sostenibles. Solo un modelo económico que combine sostenibilidad ecológica con una reorganización radical del tiempo puede abrir paso a formas de vida menos alienadas y más plenas.

Desde esta perspectiva, la alta rotación laboral de la generación Z no debería interpretarse como un defecto moral, sino como un síntoma que nos alerta. Son las condiciones estructurales del mercado de trabajo las que fallan, no las personas que se niegan a adaptarse a ellas. El reto no está en “aguantar” empleos precarios y alienantes, sino en transformar el marco en el que se producen: salarios justos, flexibilidad real, cultura corporativa basada en el cuidado, el respeto y el desarrollo humano. Dicho de otro modo, el debate no es generacional, es estructural y político.

En lugar de culpabilizar a quienes se marchan, como hacen las patronales con su cantinela sobre el "absentismo", deberíamos agradecer que visibilicen con su decisión lo que tantas veces se naturaliza: que millones de empleos actuales no ofrecen un horizonte vital deseable. Y que lo que necesitamos, más que nunca, es reimaginar el empleo, no como obligación sacrificada al engranaje económico, sino como parte de un proyecto social que permita a las personas vivir con dignidad, seguridad y sentido.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Eskoritas y Bagatza

Repito paseo por Aiaraldea, coincidiendo con la fiesta de la Nuestra Señora de Etxaurren. Aunque hoy el monte era lo de menos... Ya contaré.
 


 














jueves, 4 de septiembre de 2025

La morera de Jerusalén

Paola Caridi
La morera de Jerusalén: Una historia de la guerra y la resistencia en Palestina y Oriente Próximo contada a través de los árboles
Traducción de Melina Márquez
Errata naturae, 2025

"Los árboles-guía me han susurrado cosas al oído con el paso de los años, algunas de las cuales no he sido capaz de entender, pues estaba demasiado ocupada leyendo la historia que han escrito de forma exclusiva los humanos sobre esta parte del mundo. Ahora comprendo que ha llegado el momento de escuchar otra versión de la historia, más amplia y menos cruel, que no esté escrita por humanos con la sangre de otros humanos. Demasiada sangre. ha llegado el momento de aprender de los árboles. Y pedir perdón".


En este ensayo Paola Caridi nos invita a escuchar un coro inesperado: el de los árboles que han acompañado, sufrido y resistido en Oriente Medio y el Mediterráneo. El punto de partida es un recuerdo íntimo y doloroso: una vieja morera de Jerusalén, que durante más de un siglo había florecido a la vista de generaciones, reducida a un muñón sin vida. Esa herida vegetal condensa, como metáfora, las heridas humanas de la región: colonizaciones, guerras, migraciones, despojos. Desde ahí, la autora construye un ensayo singular, a medio camino entre la crónica periodística, la memoria poética y la reflexión ecopolítica.

Su propuesta es radical en su sencillez: narrar la historia desde los árboles, descentrando al ser humano y reconociendo que el conocimiento también puede ser no antropocéntrico. Los árboles no son ornamentos mudos, sino testigos longevos, portadores de memoria y símbolos colectivos. La morera de Jerusalén, los olivos de Belén, los sicomoros de Gaza, los plátanos del parque de Gezi en Estambul..., cada árbol encarna historias de resistencia, tragedia y pertenencia. En sus troncos y raíces se inscriben no solo los cambios del paisaje, sino también las huellas de la violencia, la colonización y la explotación.

Paola Caridi muestra cómo la botánica misma ha sido un instrumento político: desde la propaganda sionista que hablaba de “hacer florecer el desierto” hasta las plantaciones coloniales destinadas a borrar identidades y paisajes. Habla de ecocidios invisibilizados, como la tala sistemática de olivos palestinos o las monoculturas de morera en el Líbano que provocaron hambre y miseria. En cada caso, los árboles revelan cómo el poder ha utilizado incluso la vegetación para controlar, disciplinar o devastar comunidades enteras.

"Entre 1947 y 1950 se plantaron más de cuatro millones trescientos mil árboles nuevos. Había que actuar rápido para esconder la guerra y lo que ésta había causado. «Su intención era eliminar incluso de la memoria los pueblos palestinos destruidos y despoblados, y prevenir así la vuelta de los palestinos refugiados», declara Al-Haq, una de las asociaciones palestinas que se ocupan de denunciar todo tipo de injusticias e ilegalidades. Así, dos tercios de los bosques y los parques del nuevo Estado de Israel «se plantaron sobre las ruinas de noventa y un pueblos palestinos que sufrieron un proceso de limpieza étnica en 1948 y 1967»".

Pero el libro no es solo denuncia, en su escritura late también una ternura política: los árboles aparecen como refugio, como lugar de encuentro, como custodios silenciosos de la memoria colectiva, "árboles plaza" bajo los que se han reunido los pueblos y las familias durante generaciones. Son los otros protagonistas de la historia, cuya voz ha sido relegada pero que, si se sabe escuchar, ofrecen un archivo alternativo al de los humanos. Desde la ecocrítica y la botánica política, la autora nos recuerda que la destrucción del paisaje va de la mano de la destrucción de los pueblos, y que reconocer a los árboles como agentes históricos es también una forma de resistencia.

En última instancia, este libro es un manifiesto contra el olvido. Leer este libro es abrirse a una doble revelación: que lo vegetal es político y que el silencio de los árboles guarda un eco que, si sabemos escucharlo, puede iluminar de otra manera las luchas y las pérdidas de los pueblos que habitan sus tierras. Nos enseña que la memoria no solo habita en los documentos y en los cuerpos humanos, sino también en las raíces, en las sombras y en la savia de los árboles que sobreviven -o que mueren violentamente- en escenarios de conflicto. Al hacerlo, Paola Caridi desplaza la mirada y nos invita a reconsiderar cómo contamos la historia, desde qué voces y a quiénes hemos dejado fuera de los relatos.

Una lectura que puede completarse con el libro de Shourideh C. Molavi Environmental Warfare in Gaza: Colonial Violence and New Landscapes of Resistance (Pluto Press, 2024), de carácter más analítico. Como señala en el prólogo Eyal Weizman, arquitecto israelí, 

"La desertificación del perímetro de Gaza forma parte del mecanismo de su control. Israel envía rutinariamente sus bulldozers al otro lado de la valla para arrancar cultivos y destruir plantaciones e invernaderos. Como demostró de manera contundente una investigación de Forensic Architecture iniciada y coordinada por Shourideh Molavi, Israel amplió de forma continua la zona militar de exclusión -o «zona tapón». Su uso de avionetas fumigadoras para rociar un herbicida tóxico que mata las plantas movilizó al viento para llevar nubes venenosas al territorio de Gaza, destruyendo tierras agrícolas situadas a cientos de metros de distancia. Bulldozers en tierra y nubes tóxicas en el aire transformaron una franja fronteriza que antes era fértil y activa en lo agrícola en un suelo reseco, desprovisto de vegetación: un desierto fabricado por el colonialismo.
Esta «desertificación» proporcionó al ejército israelí líneas de visión y de tiro ininterrumpidas hacia Gaza, dejando a civiles palestinos -incluidos agricultores, jóvenes y familias- expuestos al fuego de francotiradores israelíes. En esta zona tapón, de varios cientos de metros de grosor, más de doscientos manifestantes palestinos fueron abatidos en las protestas de 2018-2019 de la Gran Marcha del Retorno, y miles más quedaron mutilados.
La desertificación de Gaza se presenta como una prueba retroactiva de un elemento central de la ideología sionista: aquel que imaginaba que los judíos habían regresado a una tierra desolada, descuidada, «muerta», y la habían revivido. Este es el núcleo del imaginario meteorológico sionista de «hacer florecer el desierto»”.


Imagen fija tomada de un dron que muestra la tierra arrasada y calcinada a lo largo del perímetro oriental de la Franja de Gaza. Estas tierras fueron anteriormente zonas agrícolas utilizadas para sostener la seguridad alimentaria de la población palestina. Actualmente, convertidas en áreas de alto riesgo con acceso restringido, este terreno conduce hasta una valla fortificada y vigilada que separa Gaza del resto del país.

Una paradoja que, en realidad, solo es ceguera ante el privilegio

Kiko Llaneras plantea en “La paradoja de la abundancia” (El País, 30/08/2025) que el gran reto de nuestro tiempo ya no es la escasez, sino el exceso. Su tesis es clara: en el pasado los problemas venían de la falta de recursos -comida, información, comunicación, transporte-, mientras que hoy, en las sociedades ricas, lo difícil es gestionar la abundancia. La obesidad sustituye al hambre, la sobreinformación al silencio, la masificación turística al privilegio de viajar, la necesidad de desconexión al viejo anhelo de poder hablar por teléfono con alguien querido. A partir de ahí, el autor desgrana las razones que hacen difícil administrar ese exceso: externalidades colectivas como la contaminación o los atascos; un cerebro mal adaptado porque evolucionó en contextos de escasez; la explotación de nuestras debilidades por parte del sistema económico; la tensión entre deseos inmediatos y proyectos a largo plazo; y un entorno social estresante que sabotea la toma de decisiones. Aun así, concluye Llaneras, los problemas de abundancia, siendo reales, son preferibles a la escasez, y suponen un privilegio. Además, sostiene, la sociedad va aprendiendo poco a poco a gestionarlos, como prueban el descenso del tabaquismo, el aumento del ejercicio físico o las nuevas funciones de los móviles para ayudarnos a concentrarnos. Su mensaje final es optimista: la abundancia no es una maldición, sino el nuevo desafío histórico.

El argumento puede parecer sugerente, pero adolece de un sesgo fundamental: está escrito desde un Norte Global acomodado, como si los problemas de exceso fueran universales. El autor no se detiene a reflexionar sobre su lugar de enunciación ni sobre el carácter situado de todo conocimiento. Al ignorar esta dimensión, su diagnóstico pierde validez epistemológica y se convierte en una narrativa legitimadora: la de un mundo que se contempla desde el confort de la abundancia y se describe como si esa fuera la condición humana compartida. Pero no lo es. Incluso en España persisten elevadas tasas de pobreza y exclusión social, y para millones de personas -dentro y fuera del Norte- la escasez sigue siendo el problema cotidiano: la falta de vivienda, de ingresos, de acceso a la sanidad o a una alimentación adecuada. Presentar la abundancia como el gran problema de nuestro tiempo es hablar desde el privilegio sin reconocerlo, como una María Antonieta contemporánea que, ante un pueblo hambriento, recomienda brioches porque el pan escasea.

Esta ausencia de autoubicación del discurso entronca con una corriente de pensamiento optimista -el ilustracionismo de Steven Pinker, el optimisracionalismo de Matt Ridley o el factfullness de Hans Rosling- que insiste en que las cosas van a mejor porque las estadísticas globales así lo muestran. Pero, como señaló Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo memorable ("Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado", 1986), resulta moralmente insoportable aceptar “este arreglo contable de saldar el dolor de los sacrificados con la felicidad de los bienaventurados”; por el contrario, continuaba, “la cuestión ética por excelencia es justamente desmontar de una vez esta mentalidad contable […] que se va haciendo, o más bien ya se ha hecho, la forma más universal de la conciencia humana y que consiste en hacer de la felicidad y del dolor partidas mutuamente reductibles por relación de intercambio”. Porque lo cierto es que entre ambas realidades, la de la felicidad de los bienaventurados y la del dolor de los sacrificados, existe una relación de intercambio, en un doble sentido: la primera es imposible sin la segunda, y la segunda podría evitarse fácilmente si se limitara o redistribuyera la abundancia de los primeros. 

Esa conexión es la que queda fuera del relato de Llaneras: no se trata de dos mundos paralelos, uno en exceso y otro en carencia, sino de una misma estructura que genera simultáneamente abundancia para unos y escasez para otros. Y es precisamente al no situar su conocimiento -al hablar desde la abundancia como si fuera neutral o universal- cuando su discurso deja de ser diagnóstico y se convierte en ideología legitimadora.

Así, aunque Llaneras diagnostica bien algunos problemas propios de las sociedades opulentas, su optimismo resulta ingenuo y, sobre todo, moralmente problemático, al no situar ese análisis en el mapa global de la desigualdad. La cuestión no es aprender a gestionar el exceso como un privilegio, sino reconocer que ese exceso se sostiene en la carencia ajena, en la externalización y la acumulación por desposesión. Y que la tarea ética y política urgente no pasa por encontrar mejores modos de elegir entre abundancias, sino por desactivar el engranaje que convierte la vida de muchas y muchos en sacrificio para que unos pocos y unas pocas puedan disfrutar de su paradoja.

lunes, 1 de septiembre de 2025

La mala costumbre

Alana S. Portero
La mala costumbre
Seix Barral, 2023 
 
"Para mí, pequeña travesti de incógnito en un barrio obrero, que no tenía ni idea de quién demonios iba a terminar siendo, contemplar a Boy George en toda su alegre feminidad o a Prince en medias de rejilla era como ver luciérnagas en una cueva negra y húmeda. Un instante de esperanza tan breve del que casi no se puede decir que haya existido".
 
 
Esta novela respira como una memoria encarnada, es una narración que se mueve entre la intimidad de la confesión y la mirada sabia sobre un tiempo y un espacio concretos: los barrios obreros de las periferias madrileñas en los años ochenta y noventa. La biografía de la protagonista -esa niña que crece con la certeza de ser distinta en un mundo que no tiene palabras para reconocerla- constituye el hilo conductor, pero más allá de la experiencia individual, lo que emerge es un fresco sentimental y político de toda una época, con su crudeza, sus violencias y sus destellos de ternura.

Con un poderoso inicio -"Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos"- que recuerda el primer verso del Aullido de Ginsberg, Alana S. Portero nos recuerda (a quienes la conocimos) o nos enseña (a quienes no) las texturas de aquella vida periférica: el asfalto áspero, las casas frías y precarias, la epidemia mortal de la heroína, la hostilidad de una sociedad que golpeaba con saña a quien no encajaba. Pero también las rendijas por las que entraba la luz: la música, la complicidad de una amiga, la protección de una madre, las pequeñas iluminaciones que hacían posible resistir.

En este territorio de supervivencia, la familia ocupa un lugar central. La madre de la protagonista aparece como una "leona en perpetua alerta por sus crías", acercándose a la protagonista con la pata tendida, cubriéndola de lametones en forma de suspiros de preocupación y caricias que parecían sujetarle la cara para impedir que se rompiera. El padre, silencioso, expectante, encarna la torpeza afectiva de un "rey elefante [...] que no tenía la más remota idea de cómo hablar conmigo, que no me había entendido nunca pero que estaba dispuesto a sacarse la comida de la boca para alimentarme". Y el hermano mayor, Darío, "uno de los hombres buenos", siempre cercano y atento, practicante de "una forma de hombría amable y protectora, heredera de las actitudes paquidérmicas de nuestro padre". Esta red familiar, hecha de gestos de amor torpe y visceral, ofrece un contrapunto decisivo frente a la violencia exterior, una coraza frágil pero necesaria. El capítulo "Barbazul vive en el bajo izquierda", relato preciso y sobrecogedor de la violencia machista sufrida por su vecina de enfrente, Luisa, a manos de su marido -"Aurelio era metódico y machacón en su desempeño como maltratador. No era de los que estallan y terminan pronto. Había una disciplina envenenada y meticulosa en su brutalidad"- justifica por si solo la lectura del libro. Qué forma tan certera de describir los mecanismos de esa violencia:

"Era insoportable, y si alguna vez la violencia extrema tuvo una rutina cómoda fue en aquella casa. Sucedía como suceden las cosas mundanas, sin que parezca que son perfectamente evitables" [...].
A Aurelio le hacían el vacío, eso sí, nadie le prestaba conversación ni le incluían en las cañas de los domingos. Pero los hombres del bloque escurrían el bulto argumentando que a ellos no les gustaba que husmeasen en sus casas y que los problemas de un matrimonio se arreglaban entre sus miembros. Lo de llamar problema a un abuso monstruoso era un ejercicio de cinismo considerable, jamás hubieran utilizado un lenguaje semejante para los conflictos laborales. Era extraño. Todos sabían que era un miserable. Decían que era un criminal. Les repugnaba pero parecían haber formado en torno a cualquier hombre un piquete que no se podía cruzar".

Pero el corazón de la trama los constituye un retrato coral de mujeres que habitan y dan forma a ese mundo. La madre y las tías de la protagonista, las vecinas de Laura, que se acercaban en cuanto podían con algo de comer o un café caliente, como forma de mostrar su cercanía. Y, sobre todo, Margarita, Eugenia, la Peluca, Raquel “la Cartier”… figuras machacadas por la vida, gastadas por la pobreza y la exclusión, pero al mismo tiempo constructoras de un territorio vital donde aún caben la risa, la complicidad y el afecto. La autora las ilumina con una ternura radical, rescatando en ellas no solo la fatiga de los cuerpos, sino también la dignidad con la que se enfrentan a la intemperie.

La mala costumbre es tanto la narración íntima de un durísimo tránsito personal ("Todas las niñas trans crecemos solas") como la crónica de un tiempo colectivo. No es solo la memoria de una infancia marcada por la diferencia, sino el retrato de una clase social, de unos barrios y de unas mujeres que sostuvieron la vida en condiciones muy adversas. Alana S. Portero logra que la crudeza y la belleza, la herida y la ternura, convivan en un mismo gesto, en un mismo párrafo, como si la literatura fuese capaz de ofrecer un resarcimiento simbólico allí donde la realidad había negado cualquier reconocimiento. Esta novela late como una elegía y como una celebración: la de una vida que insiste en ser mirada y nombrada y la de una comunidad que, aun castigada por la historia, supo inventar sus propias formas de cuidado. 

sábado, 30 de agosto de 2025

Negacionismo machista en el Congreso

No puedo comprender que el PSOE haya aprobado con su voto la celebración en el Congreso de una jornada que niega la violencia machista y que se escuda en el fantasma de las “denuncias falsas” para sostener una agenda política regresiva. Nadie discute que cada grupo parlamentario tenga derecho a organizar actos, pero hay límites que no son meramente jurídicos sino políticos y democráticos: el Congreso no es un salón de eventos alquilable, sino la sede de la soberanía popular. Es allí donde se hacen visibles las prioridades del Estado, donde se envía un mensaje simbólico potente a la sociedad. Y al permitir que este acto se celebre en esa institución, PP y PSOE han contribuido a blanquear un discurso que cuestiona la existencia misma de la violencia de género como problema estructural.

Porque no nos engañemos: en Madrid hay decenas de lugares donde Vox podría haberse reunido para reafirmar su negacionismo. Pero hacerlo en el Congreso no es casual, es parte de una estrategia. La elección de ese lugar transmite un mensaje muy claro: que los asesinatos machistas –al menos 54 en lo que va de año- no se entienden como un problema estructural, sino como episodios lamentables que se resolverían “volviendo” a modelos tradicionales de familia y a identidades de mujer y de hombre robustas, sin tanta fluidez; que algo habrán hecho las mujeres víctimas de violencia; y que legislar con perspectiva integral (al menos en el texto de la ley) no es necesario.

El PSOE intenta justificarse con un argumento formalista: todo grupo puede usar el Congreso mientras no incurra en un delito de odio. Pero ese razonamiento es pobre, casi patético, porque ignora el verdadero trasfondo. El negacionismo de la violencia machista no es neutro: es objetivamente cómplice de esa misma violencia. Así lo han señalado hasta las propias campañas institucionales del Estado. Recordemos la del 25N, cuando el Ministerio de Igualdad lanzó la campaña #EntoncesQuién? para “romper la complicidad del pacto entre caballeros”, ese pacto que garantiza la perpetuación de privilegios y que solo se sostiene gracias al silencio o a la inacción. Con frases como “Todos conocemos a una víctima de violencia machista, pero casi nadie a un agresor”, el Ministerio interpelaba directamente a los hombres para que rompieran ese pacto.

Ahora, en cambio, lo que vamos a ver es cómo en la propia sede del legislativo se juntan algunos de esos “caballeros” (no, no voy a decir nada de Rocío de Meer) que niegan la necesidad de dar ningún paso adelante, porque para ellos todo se reduce a un simple problema “intrafamiliar”. Y es aquí donde cobra sentido lo que tan bien expresa Alana S. Portero: “Lo de llamar problema a un abuso monstruoso era un ejercicio de cinismo considerable, jamás hubieran utilizado un lenguaje semejante para los conflictos laborales”. Eso los hombres a los que se refiere la autora de La mala costumbre, personas de clase obrera en la España de los 80. Los que se reúnan en el Congreso también considerarán un “problema” los conflictos laborales, nada estructural, por favor. Machistas, clasistas y racistas.

El Congreso de todas y de todos no puede ni debe acoger actos que niegan evidencias científicas, que ponen en cuestión derechos humanos fundamentales y que legitiman la continuidad de estructuras de violencia que producen tanto sufrimiento. Convertirlo en escenario del negacionismo es deshonrar su función representativa y dar oxígeno a un discurso que, con cada víctima que se suma a la lista, demuestra su carácter letal.

viernes, 29 de agosto de 2025

Dar vuelta a la Vuelta

La participación del equipo israelí Premier Tech en la Vuelta a España 2025 ha abierto una herida que no puede ignorarse. Mientras en Gaza continúa un genocidio atroz, mientras la población civil es arrasada por una maquinaria de guerra objetivamente fascista, en nuestras carreteras rueda un equipo que pretende normalizar lo innombrable, lavar con el deporte el rostro de la barbarie. No es extraño que algunos ciclistas hayan abandonado esa formación, incapaces de pedalear sobre el silencio cómplice.

Y, sin embargo, la Vuelta se celebra como si nada ocurriera. La organización es privada, sí, pero todas y todos sabemos que sin el apoyo público -en seguridad, movilidad, infraestructuras, patrocinios- este espectáculo sería inviable. El Gobierno español ha condenado enfáticamente el genocidio, pero a la vez lo blanquea al sostener con recursos públicos una competición que da cobijo a quienes lo representan. Esa contradicción es insoportable.

Dar vuelta a la Vuelta: ese debería ser el lema. No se trata solo de un juego de palabras, sino de una urgencia ética. No podemos permitir que una fiesta del deporte se convierta en escaparate de la impunidad. No podemos aceptar que municipios como Bilbao abran sus calles sin más para que la carrera parta o termine como si nada sucediera. La ausencia de convocatorias de rechazo, de acciones pacíficas que visibilicen la indignación, convierte al silencio en un gesto demasiado parecido a la complicidad.

Por humanidad, por coherencia, por solidaridad con las víctimas de Gaza, debemos recordar que no todo vale. La Vuelta no puede ser indiferente a la masacre. No lo pueden ser los equipos, ni los corredores, ni los aficionados. Mucho menos las instituciones que con su apoyo logístico y económico permiten que todo siga como si aquí no pasara nada.

En este contexto, resulta imprescindible interpelar directamente al Ayuntamiento de Bilbao y a la Diputación Foral de Bizkaia: no se puede presumir de compromiso con los derechos humanos y, al mismo tiempo, colaborar con un evento que da visibilidad internacional a quienes representan la barbarie. Exijo su boicot y su no colaboración con esta edición de la Vuelta. Y también es necesario dirigirse a los medios de comunicación, tan críticos y firmes en sus editoriales frente al genocidio: no basta con denunciarlo en abstracto. Coherencia significa también no cubrir un acontecimiento que se presta al blanqueo del crimen.

Por eso, este año toca gritar con fuerza:
¡Dar vuelta a la Vuelta!
¡Deporte sí, genocidio no!
¡Ni un kilómetro de silencio ante la barbarie!
¡Las calles no se prestan al blanqueo de la guerra!
¡Bilbao y Bizkaia, no en nuestro nombre!

La verdadera carrera de este año no será la que disputen los ciclistas en la carretera, será la que corra la sociedad civil, la que corran quienes se atrevan a decir “basta” en nombre de quienes no pueden alzar su voz. Y en esa carrera, nadie puede quedarse al margen.

martes, 26 de agosto de 2025

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