El hombre prehistórico es también una mujer
Traducción de María Pons Irazazábal
Lumen, 2021
Marylène Patou-Mathis es prehistoriadora, reconocida especialista en el comportamiento de los neandertales, directora de investigación en el Centre National de la Recherche Scientifique y conservadora de Prehistoria en el Museo Nacional de Historia Natural de París. En este interesante libro discute y desmonta la perspectiva androcéntrica desde la que se ha construido la imagen dominante de las sociedades prehistóricas. Una imagen en absoluto científica, una imagen ideológica, falseada, fruto de la invisibilización de las mujeres. Porque no solo la historia, como denuncia Simone de Beauvoir en El segundo sexo, también la prehistoria de las mujeres “ha sido hecha por los hombres”.
El modelo del "hombre cazador" como motor de la evolución cultural que desembocó en el ser humano moderno es más una retroproyección del modelo moderno del male breadwinner que una evidencia científica. Este modelo se convirtió en canónico entre la comunidad de prehistoriadores a raíz de la celebración en 1966, en Chicago, del simposio Man the Hunter, que dio lugar a la publicación de un influyente libro con el mismo título. Escribo prehistoriadores porque lo cierto es que, entre las 75 personas que participaron en el mismo, las mujeres eran una ínfima minoría: revisando los nombres de las y los participantes y asumiendo que se me puede colar alguna, creo que solo me salen cuatro.
Porque, sí, hablamos de ciencia y, por lo tanto, de teorías sostenidas sobre evidencias, obtenidas mediante la aplicación rigurosa del método científico, y de afirmaciones que aspiran a lograr un estatus de objetividad. Pero, como nos enseñan la Filosofía y la Sociología de la Ciencia, una cosa es el contexto de justificación, es decir, la forma en la que verificamos o falsamos nuestras hipótesis (aquí reina el ethos de la ciencia tal como fue descrito por Robert K. Merton: universalismo, comunismo, desinterés y escepticismo organizado) y otra el contexto de descubrimiento, la forma en que nos planteamos los problemas y preguntas de investigación, y aquí actúan determinaciones sociales de las que no siempre somos conscientes. En fin, que no es extraño que setenta hombres reunidos para hablar sobre la evolución cultural de la especie humana, por más científicos que sean, acaben hablando exclusivamente... de "cosas de hombres" (cazar, pelear, explorar...) y no de otras cuestiones como engendrar, cuidar o cultivar.
Y es que resulta especialmente llamativo que el modelo del "hombre cazador" surgiera de un simposio en el que, según se dice en una reseña del libro que recogió los contenidos de aquel encuentro, publicada en 1969 en la revista Science, hubo más discusiones que acuerdos, y hasta se cuestionó la importancia de la actividad cazadora: "The negation of some old assumptions about hunters was an important feature of the symposium. For example, [...] hunting by males is usually of less significance to subsistence than the foraging after wild plants by females". Es decir: "La negación de algunas viejas suposiciones sobre los cazadores fue una característica importante del simposio. Por ejemplo, la caza de los hombres suele tener menos importancia para la subsistencia que el forrajeo de las plantas silvestres por parte de las mujeres".
No será hasta mediados de la década de 1970 cuando empiece a desarrollarse la denominada "arqueología de género" y a cuestionarse abiertamente el sesgo androcéntrico de la ciencia prehistórica. En esta línea, Marylène Patou-Mathis muestra evidencias de la existencia de mujeres que "participaban activamente en la caza", de mujeres artistas (frente a la idea de que las pinturas rupestres eran obra de varones, al plasmar supuestamente escenas de caza), de mujeres guerreras ("las mujeres armadas ocupan casi el 37 por ciento del total de tumbas" excavadas en algunas necrópolis de la zona del Cáucaso), de que su estatus social no era en absoluto inferior al de los hombres y de la relevancia que tuvo durante miles de años el culto a divinidades femeninas.
Todo esto empezó a cambiar en trono al año 6000 a.C., hasta modificarse por completo el lugar de las mujeres en la sociedad, pasando a ocupar un lugar secundario, sometidas por una cultura crecientemente patriarcal. Un sistema patriarcal que de ninguna manera puede considerarse originario, natural, sino que "fue instaurándose de manera progresiva como consecuencia de cambios, tal vez de tipo económico, que modificaron la estructura social de las comunidades de cazadores-recolectores nómadas".
De manera que, como concluye la autora, el patriarcado no es natural, y si continua perdurando en nuestras sociedades es tanto por un dominio económico y político como, sobre todo, por un "dominio psicológico". Abrazando la ética del cuidado, Marylène Patou-Mathis acaba proponiendo que "hay que desprenderse del patriarcado psicológico para acabar con el patriarcado".
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El cáliz y la espada
Traducción de Noelia González Barrancos
Capitán Swing, 2021
"Los expertos están empezando a reconstruir una visión más equilibrada de nuestra evolución -una en la que las mujeres y no solo los hombres desempeñaban un papel fundamental- retrocediendo hasta la época en la que nuestros ancestros primates comenzaron a transformase en humanos. El viejo modelo evolutivo basado en el hombre cazador atribuye el comienzo de la sociedad humana a la vinculación masculina necesaria para cazar. También afirma que las primeras herramientas fueron desarrolladas por hombres para matar a la presa (así como a otros humanos que les hacían la competencia o eran más débiles). Un modelo evolutivo alternativo [...] considera que la postura erguida necesaria para dejar las manos libres no estaba vinculada con la caza, sino con el paso del forrajeo (la actividad de recoger alimentos que se encuentran por el camino) a la recolección y el acarreamiento de comida para compartirla y almacenarla. Como tampoco fue el vínculo afectivo entre los hombres necesario para cazar el que impulsó el desarrollo de un cerebro mucho mayor y más eficaz, así como su uso para fabricar herramientas, procesar y compartir información de manera más eficiente. Más bien, fue el vínculo afectivo entre mujeres y prole, que es sin duda necesario si la descendencia humana ha de sobrevivir. Según esta teoría, los primero artefactos hechos por los humanos no fueron armas, sino recipientes para acarrear comida (y bebés), además de las herramientas que las madres usaban para ablandar las plantas con las que alimentar a la prole, que necesitaba tanto la leche materna como alimento sólido para sobrevivir".
Pero si hay un libro imprescindible para repensar nuestra historia androcéntrica es este. Lo leí por primera vez a principios de los noventa, en la preciosa edición de la editorial Cuatro Vientos, con prólogo de Humberto Maturana, y lo utilicé (ahora creo que con un aprovechamiento más bien escaso) para un librito que publiqué en 1994 titulado Las nuevas condiciones de la solidaridad. Volví a referirme al trabajo de Eisler en un artículo de 2004 en El País. Hace muchos años presté el libro a alguien y no volvió. Una pérdida que lamento mucho.
Su reedición por Capitán Swing me ha permitido recuperar la reflexión de Riane Eisler y leerla como si fuera la primera vez, con mucha más atención que hace tres décadas.
Eisler aborda con mucha mayor profundidad que Marylène Patou-Mathis el vuelco cultural producido alrededor del siglo V a.C., al término del cual pasamos de unas sociedades en las que la capacidad de dar vida (identificada por el cáliz) era el valor preponderante, a otras en las que ese valor dominante lo fue constituyendo el poder de quitar la vida (la espada). Tal cambio cultural está en la base de cambios igualmente radicales en el papel de la mujer en la sociedad, sometidas a partir de entonces a un modelo organización social en el cual el dominio masculino, la violencia y una estructura social jerárquica y autoritaria serán la norma. El problema, para Eisler, no es el hombre como sexo, sino un sistema social donde el poder de la espada se ha idealizado, en el que la violencia contra las mujeres no es, en absoluto, contracultural, sino sistémica.
No hay un solo argumento, una sola idea contenida en el libro de Patou-Mathis que no encontremos en el libro de Eisler. Por ello, sorprende que la prehistoriadora francesa tan solo dedique una cita genérica a Riane Eisler, agrupada bajo la etiqueta de "varias historiadoras estadounidenses" que en las décadas de 1980 y 1990 "sostienen que las cultura prehistóricas eran [...] menos jerárquicas que las sociedades patriarcales". Dejando a un lado el hecho de que Eisler es austriaca y no estadounidense, lo cierto es que, en mi opinión de lector informado aunque no experto en prehistoria, Eisler firma un libro fundamental cuya lectura remueve y conmueve, una profunda investigación del pasado que busca y consigue derrotar, precisamente, ese "patriarcado psicológico" que naturaliza nuestro mundo androcéntrico, impidiendo su transformación.
¿Cómo se produjo ese cambio? Alrededor del siglo V a.C. se pueden encontrar evidencias de un "patrón de rompimiento de las antiguas culturas neolíticas", un proceso de rompimiento físico y cultural de unas sociedades que mantenían los valores de la vida, de su generación y conservación, como modelo. El hecho que da lugar a esa ruptura será una sucesión de invasiones de pueblos nómadas provenientes del norte de Asia y Europa: arios, hititas, luvianos, kurgos, aqueos... incluidos bajo la denominación de indoeuropeos. Todos estos pueblos tenían dos importantes rasgos en común: El primero de ellos, un modelo dominador de organización social, un sistema social en el cual el dominio masculino, la violencia masculina y una estructura social generalmente jerárquica y autoritaria eran la norma; otro rasgo común era, en contraste con las sociedades que establecieron las bases para la civilización occidental, la forma en que adquirieron riqueza material: no a través del desarrollo de tecnologías de producción, sino mediante tecnologías de destrucción más efectivas.
Algunos autores, entre los que se incluye Engels con su trabajo El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, han vinculado estas transformaciones culturales a importantes transformaciones técnicas acaecidas en por aquella época en Europa y Asia Menor: el descubrimiento de la metalurgia del cobre y el bronce. Eisler matiza estas aproximaciones señalando la razón del cambio, no en el descubrimiento de los metales, sino en el uso que se dio a los mismos: como armas para matar, saquear y esclavizar. El caso es, de cualquier forma, que el cambio cultural se produjo, apareciendo, literalmente, un nuevo mundo: "Este era ahora un mundo donde, habiendo privado violentamente a la Diosa y a la mitad femenina de la humanidad de todo poder, gobernaban los dioses y los hombres de la guerra. Era un mundo donde la Espada, y no el Cáliz, sería de aquí en adelante supremo, un mundo en el cual la paz y la armonía sólo se encontrarían en los mitos y leyendas de un pasado remoto y perdido".
El valor de la obra de Eisler estriba en constituir un ambicioso intento de interpretación histórica que, en caso de ser básicamente acertado, nos permitiría mantener dos afirmaciones fundamentales: la primera, que las sociedades humanas pueden organizarse, porque así lo han hecho en el pasado, desde la solidaridad; la segunda, que el actual modelo de organización social dominador no es natural, sino consecuencia de un proceso de construcción social que puede seguirse a lo largo del tiempo. Con otras palabras, la Humanidad no está condenada a vivir añorando eternamente una solidaridad imposible de lograr.
Eisler no reduce el problema a un conflicto entre patriarcado y matriarcado, o a la simple dominación de los varones sobre las mujeres. No se soluciona nada si, simplemente, la mujer se coloca "al mismo nivel que el hombre". Las negativas consecuencias de tantos siglos de jerarquización de los varones sobre las mujeres no encontrarán solución, por supuesto, con un cambio en la jerarquización (las mujeres sobre los varones), pero ni siquiera con una eliminación de las relaciones jerárquicas sin más. Esta autora propone como alternativa a un sistema basado en la jerarquización de una mitad de la humanidad sobre otra lo que denomina gilania, para conceptualizar un sistema basado en la vinculación de ambas mitades de la humanidad. La propia Eisler explica así el término:
"Gi deriva de la raíz griega giní, que significa "mujer". An es una forma apocopada de andros, u "hombre". La letra l entre ambos morfemas tiene un doble significado. En inglés, es el vínculo [linking, en inglés, que contiene el grafema l] entre las dos mitades de la humanidad, en lugar de, como sucede en la androcracia, donde la relación es de rango. En griego, deriva del verbo líein o lio, que, a su vez, tiene un doble significado: 'solucionar' o 'resolver' (como en análisis) y 'disolver' o 'soltar' (como en catálisis). En este sentido, la letra l significa la resolución de nuestros problemas, que pasa porque las dos mitades de la humanidad se liberen de la rigidez embrutecedora y distorsionadora de roles impuestos por las jerarquías de dominación inherentes a los sistemas androcráticos".
Este planteamiento basado en la vinculación me recuerda el que en 1928 hiciera esa singular mujer que fue Virginia Woolf en su conocida obra Una habitación propia, cuando, reflexionando sobre la tan generalizada idea de que la unión del hombre y de la mujer procura la mayor satisfacción, la felicidad más completa, se pregunta si no habrá dos sexos en el espíritu correspondientes a los dos en el cuerpo, y si no sería preciso juntarlos para lograr completa satisfacción y felicidad. El estado normal y placentero es cuando están en armonía los dos, colaborando espiritualmente. En el hombre, la parte femenina del cerebro debe ejercer influencia; y tampoco la mujer debe rehuir contacto con el hombre que hay en ella. Y recordando a Coleridge cuando dijo que una gran inteligencia es andrógina, concluye:
"Es fatal ser un hombre o una mujer pura y simplemente; hay que ser viril-mujeril o mujer-viril ... La palabra fatal no es una metáfora, porque todo lo escrito con ese prejuicio deliberado está condenado a la muerte. Deja de ser fertilizado. Por eficaz y deslumbrante, por magistral y poderoso que nos parezca un día o dos; tiene que marchitarse al atardecer; no puede crecer en las mentes de otros. Alguna colaboración debe realizarse en la inteligencia entre el hombre y la mujer antes que el acto de la creación se pueda cumplir. Algún enlace de contarios tiene que haberse consumado" (Virginia Woolf, Un cuarto propio, Júcar, Madrid 1991, pp. 128 y 135).
Aunque el problema no es, como señala Eisler, "el hombre como sexo", sino "un sistema social donde el poder de la Espada se ha idealizado", sin duda las posibilidades de superación del problema sí tienen más que ver con la aportación de las mujeres. No se trata de caer en ningún tipo de perspectiva biologista-esencialista, según la cual se mantiene que la diferente biología conlleva un modo de ser distintivo, masculino o femenino. Sin embargo, no es menos cierto que las mujeres se han visto históricamente apartadas de actividades y decisiones relacionadas con los ámbitos del poder, la conquista, la competencia; sin duda han sido socializadas para internalizar las normas y valores básicos del modelo dominador, pero no han sido ejercitadas para llevarlo a la práctica. Al contrario, socializadas para responsabilizarse del bienestar ajeno, para cuidar y colaborar, en ellas descansa la propuesta de una sociedad gilánica que, recuperada de tantos miles de años de dominio androcrático, vuelva a celebrar el poder de la creatividad y el amor.
Este planteamiento basado en la vinculación me recuerda el que en 1928 hiciera esa singular mujer que fue Virginia Woolf en su conocida obra Una habitación propia, cuando, reflexionando sobre la tan generalizada idea de que la unión del hombre y de la mujer procura la mayor satisfacción, la felicidad más completa, se pregunta si no habrá dos sexos en el espíritu correspondientes a los dos en el cuerpo, y si no sería preciso juntarlos para lograr completa satisfacción y felicidad. El estado normal y placentero es cuando están en armonía los dos, colaborando espiritualmente. En el hombre, la parte femenina del cerebro debe ejercer influencia; y tampoco la mujer debe rehuir contacto con el hombre que hay en ella. Y recordando a Coleridge cuando dijo que una gran inteligencia es andrógina, concluye:
"Es fatal ser un hombre o una mujer pura y simplemente; hay que ser viril-mujeril o mujer-viril ... La palabra fatal no es una metáfora, porque todo lo escrito con ese prejuicio deliberado está condenado a la muerte. Deja de ser fertilizado. Por eficaz y deslumbrante, por magistral y poderoso que nos parezca un día o dos; tiene que marchitarse al atardecer; no puede crecer en las mentes de otros. Alguna colaboración debe realizarse en la inteligencia entre el hombre y la mujer antes que el acto de la creación se pueda cumplir. Algún enlace de contarios tiene que haberse consumado" (Virginia Woolf, Un cuarto propio, Júcar, Madrid 1991, pp. 128 y 135).
Aunque el problema no es, como señala Eisler, "el hombre como sexo", sino "un sistema social donde el poder de la Espada se ha idealizado", sin duda las posibilidades de superación del problema sí tienen más que ver con la aportación de las mujeres. No se trata de caer en ningún tipo de perspectiva biologista-esencialista, según la cual se mantiene que la diferente biología conlleva un modo de ser distintivo, masculino o femenino. Sin embargo, no es menos cierto que las mujeres se han visto históricamente apartadas de actividades y decisiones relacionadas con los ámbitos del poder, la conquista, la competencia; sin duda han sido socializadas para internalizar las normas y valores básicos del modelo dominador, pero no han sido ejercitadas para llevarlo a la práctica. Al contrario, socializadas para responsabilizarse del bienestar ajeno, para cuidar y colaborar, en ellas descansa la propuesta de una sociedad gilánica que, recuperada de tantos miles de años de dominio androcrático, vuelva a celebrar el poder de la creatividad y el amor.
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