El Diccionario de la Real Academia Española define la economía como la “administración eficaz y razonable de los bienes”. También como “ciencia que estudia los métodos más eficaces para satisfacer las necesidades humanas materiales, mediante el empleo de bienes escasos”. Así entendida, como administración razonable y eficaz dirigida a satisfacer necesidades materiales en entornos de escasez, parece evidente que las economías alternativas no pueden pensarse como alternativas… a la economía. Recordemos, en este sentido, que en el libro de 1974 titulado El antieconómico (Labor, 1976) sus autores, Jacques Attali y Marc Guillaume, terminan proponiendo una “teoría económica de la utopía” basada en la autogestión, al margen tanto del capitalismo monopolista como del socialismo burocrático.
Otra cosa es que la economía necesaria deba ser esta economía: capitalista, neoliberal, de mercado… podemos denominarla de distintas maneras, pero en el marco de esta reflexión yo prefiero hablar de economía desincrustada.
Karl Polanyi describió la gran transformación que significó el surgimiento del capitalismo en el siglo XIX como un proceso mediante el cual el sistema económico se separó institucionalmente del resto de la sociedad. A partir de ese momento, una economía que había funcionado siempre “incrustada” en la sociedad (sometida a normas comunitarias, políticas o religiosas), pasará a ser concebida como “un sistema autorregulador de mercados, regido por sus propias leyes, las así llamadas leyes de la oferta y la demanda, que se basan en dos simples motivos: el temor al hambre y el deseo de ganancia” (Polanyi, El sustento del hombre, Mondadori, 1994, p. 121). Desde esta perspectiva Polanyi considera que, más allá del significado formal del término economía (como elección entre distintos usos de unos medios escasos para alcanzar ciertos fines), este posee un significado substantivo que “nace de la patente dependencia del hombre de la naturaleza y de sus semejantes para lograr su sustento, porque el hombre sobrevive mediante una interacción institucionalizada entre él mismo y su ambiente natural” (Ibid., p. 92).
A partir de esta aproximación sustantiva a la economía se dibuja un espacio donde pueden enraizar y desarrollarse las llamadas economías alternativas.
Economías alternativas… ¿pero cuánto?
En esta reflexión, que quiere ser eminentemente aplicada, vamos a considerar que el campo de las economías alternativas viene configurado por la ubicación de los distintos programas o proyectos en dos ejes: a) el eje mercantilización-desmercantilización y b) el eje externalización-internalización. En relación al primer eje, de lo que se trata es de analizar si estos proyectos se conciben más bien desde una lógica mercantil o desde una lógica de los derechos. En cuanto al segundo eje, lo que tenemos en cuenta es si estos proyectos tienen o no en cuenta nuestra dimensión social y ecológica, y hasta qué punto incorporan (internalización) o no (externalización) los costes derivados de nuestra dependencia de la naturaleza y de otras personas.
Utilizando estas claves como plantilla de análisis, cabe imaginar un esquema en el que no resulta difícil ubicar los proyectos que podemos considerar más antagónicos: la economía neoliberal, caracterizada por su máxima mercantilización y externalización, y su opuesto, la propuesta decrecentista; en los términos de Serge Latouche, “el pensamiento creativo contra la economía del absurdo” (Decrecimiento y posdesarrollo, El Viejo Topo, 2009).
Lo que no resulta tan fácil es ubicar en este esquema el conjunto de las llamadas economías alternativas, que buscan incorporar en grados muy distintos los costes ecológicos y sociales de la actividad económica, confiando más o menos en la capacidad del mercado para lograr esta internalización.
A modo de ejemplo, si nos fijamos en las propuestas económicas que pretenden resolver los problemas de externalización ecológica provocados por la insostenible economía neoliberal, no son iguales la economía azul (Gunter Pauli) o la economía circular (David Pearce y Kerry Turner), propuestas que confían en la capacidad del mercado y las empresas para afrontar la crisis medioambiental, o la economía ecológica (José Manuel Naredo, Joan Martínez Alier) y la bioeconomía (René Passet), que se ubican más claramente en el cuadrante internalización/desmercantilización.
Lo mismo cabe decir respecto de las propuestas que se confrontan con los problemas de externalización social (precariedad, exclusión, pobreza, insolidaridad, inequidad): mientras que la economía del bien común (Jean Tirole, Christian Felber) o la economía colaborativa (Ray Algar, Rachel Botsman y Roo Rogers) se sitúan en el espacio pro-mercado, la economía social y solidaria (Jean-Louis Laville, REAS, Willem Hoogendyk) o la economía del procomún (Elinor Ostrom, Yochai Benkler) supeditan la lógica mercantil a lógicas comunitarias o institucionales más amplias. Las mismas diferencias se dan en el campo de las economías feministas, donde podemos encontrar propuestas más (Sheryl Sandberg, Ann Cudd) o menos (Nancy Fraser, Silvia Federici, Amaia Pérez Orozco) compatibles con el capitalismo.
Economías alternativas e inéditos viables
Tal vez con la excepción de la denominada economía participativa o ParEcon de Michel Albert y Robin Hahnel, vinculada a una perspectiva sociopolítica libertaria, pero que hoy por hoy no pasa de ser una sugerente propuesta teórica, el conjunto de las llamadas economías solidarias, al menos aquellas que cuentan con algún desarrollo empírico, no pasan de ser economías complementarias de la economía dominante: no constituyen un proyecto alternativo capaz de competir en una escala apreciable con esta. Incluso los proyectos de Freeconomy, de vida “libre de economía”, como el popularizado por Mark Boyle en su libro Vivir sin dinero (Capitán Swing, 2016), no dejan de ser experiencias limitadas que, además, dependen en gran medida de aprovechar (reutilizar o reciclar) el derroche generado por la economía dominante.
El problema fundamental al que se enfrentan las economías alternativas es el de su escalabilidad o extensión, tanto en el espacio como en los distintos ámbitos del sistema social: la mayoría de las experiencias no superan el espacio local, o se limitan a aplicarse en un ámbito social concreto (consumo, cuidado, uso común, tiempo compartido…).
En la línea de la economía participativa (o libertaria, tal como la formulara en los 90 Abraham Guillén), las cooperativas integrales son la experiencia aplicada que más lejos ha llegado en su vocación de integralidad y alternatividad, como se muestra en esta definición de las mismas: “La Cooperativa Integral es un proyecto de autogestión en red que pretende paulatinamente juntar todos los elementos básicos de una economía como son producción, consumo, financiación y moneda propia e integrar todos los sectores de actividad necesarios para vivir al margen del sistema capitalista” (http://www.decrecimiento.info/2010/09/que-es-una-cooperativa-integral.html). Sin embargo, su extensión real, en participantes y en territorios, es reducida.
Sin embargo, el hecho de que, hoy por hoy, la alternatividad (en un sentido pleno) de estas propuestas o estas prácticas sea discutible, no las priva de valor. En su libro Construyendo utopías reales (Akal, 2014), Erik Olin Wright escribe lo siguiente: “Lo que necesitamos, por tanto, son relatos de casos empíricos que no sean ingenuos ni cínicos, sino que traten de reconocer por entero la complejidad y los dilemas así como las posibilidades reales de los esfuerzos prácticos a favor de la habilitación social”. En la versión original Wright habla de social empowerment, de “empoderamiento social”, reafirmando un concepto demasiado banalizado en su uso común.
Porque de eso es de lo que se trata: de contar con prácticas sociales cercanas y reales, orientadas por fuertes principios normativos, pero que no se queden en la mera afirmación ideológica. Prácticas de colaboración, de cooperación, de comunión, de solidaridad, de simplicidad, de autocontención, que desmientan el discurso hoy hegemónico del amoral y asocial homo economicus. Este es el reto y el valor de las economías alternativas: constituirse en inéditos viables, en “soluciones practicables no percibidas” (Paolo Freire, Pedagogía del oprimido, Siglo Veintiuno, 1980) que nos permitan visualizar, ya y aquí, ese otro mundo posible que todavía no es.
A modo de ejemplo, si nos fijamos en las propuestas económicas que pretenden resolver los problemas de externalización ecológica provocados por la insostenible economía neoliberal, no son iguales la economía azul (Gunter Pauli) o la economía circular (David Pearce y Kerry Turner), propuestas que confían en la capacidad del mercado y las empresas para afrontar la crisis medioambiental, o la economía ecológica (José Manuel Naredo, Joan Martínez Alier) y la bioeconomía (René Passet), que se ubican más claramente en el cuadrante internalización/desmercantilización.
Lo mismo cabe decir respecto de las propuestas que se confrontan con los problemas de externalización social (precariedad, exclusión, pobreza, insolidaridad, inequidad): mientras que la economía del bien común (Jean Tirole, Christian Felber) o la economía colaborativa (Ray Algar, Rachel Botsman y Roo Rogers) se sitúan en el espacio pro-mercado, la economía social y solidaria (Jean-Louis Laville, REAS, Willem Hoogendyk) o la economía del procomún (Elinor Ostrom, Yochai Benkler) supeditan la lógica mercantil a lógicas comunitarias o institucionales más amplias. Las mismas diferencias se dan en el campo de las economías feministas, donde podemos encontrar propuestas más (Sheryl Sandberg, Ann Cudd) o menos (Nancy Fraser, Silvia Federici, Amaia Pérez Orozco) compatibles con el capitalismo.
Economías alternativas e inéditos viables
Tal vez con la excepción de la denominada economía participativa o ParEcon de Michel Albert y Robin Hahnel, vinculada a una perspectiva sociopolítica libertaria, pero que hoy por hoy no pasa de ser una sugerente propuesta teórica, el conjunto de las llamadas economías solidarias, al menos aquellas que cuentan con algún desarrollo empírico, no pasan de ser economías complementarias de la economía dominante: no constituyen un proyecto alternativo capaz de competir en una escala apreciable con esta. Incluso los proyectos de Freeconomy, de vida “libre de economía”, como el popularizado por Mark Boyle en su libro Vivir sin dinero (Capitán Swing, 2016), no dejan de ser experiencias limitadas que, además, dependen en gran medida de aprovechar (reutilizar o reciclar) el derroche generado por la economía dominante.
El problema fundamental al que se enfrentan las economías alternativas es el de su escalabilidad o extensión, tanto en el espacio como en los distintos ámbitos del sistema social: la mayoría de las experiencias no superan el espacio local, o se limitan a aplicarse en un ámbito social concreto (consumo, cuidado, uso común, tiempo compartido…).
En la línea de la economía participativa (o libertaria, tal como la formulara en los 90 Abraham Guillén), las cooperativas integrales son la experiencia aplicada que más lejos ha llegado en su vocación de integralidad y alternatividad, como se muestra en esta definición de las mismas: “La Cooperativa Integral es un proyecto de autogestión en red que pretende paulatinamente juntar todos los elementos básicos de una economía como son producción, consumo, financiación y moneda propia e integrar todos los sectores de actividad necesarios para vivir al margen del sistema capitalista” (http://www.decrecimiento.info/2010/09/que-es-una-cooperativa-integral.html). Sin embargo, su extensión real, en participantes y en territorios, es reducida.
Sin embargo, el hecho de que, hoy por hoy, la alternatividad (en un sentido pleno) de estas propuestas o estas prácticas sea discutible, no las priva de valor. En su libro Construyendo utopías reales (Akal, 2014), Erik Olin Wright escribe lo siguiente: “Lo que necesitamos, por tanto, son relatos de casos empíricos que no sean ingenuos ni cínicos, sino que traten de reconocer por entero la complejidad y los dilemas así como las posibilidades reales de los esfuerzos prácticos a favor de la habilitación social”. En la versión original Wright habla de social empowerment, de “empoderamiento social”, reafirmando un concepto demasiado banalizado en su uso común.
Porque de eso es de lo que se trata: de contar con prácticas sociales cercanas y reales, orientadas por fuertes principios normativos, pero que no se queden en la mera afirmación ideológica. Prácticas de colaboración, de cooperación, de comunión, de solidaridad, de simplicidad, de autocontención, que desmientan el discurso hoy hegemónico del amoral y asocial homo economicus. Este es el reto y el valor de las economías alternativas: constituirse en inéditos viables, en “soluciones practicables no percibidas” (Paolo Freire, Pedagogía del oprimido, Siglo Veintiuno, 1980) que nos permitan visualizar, ya y aquí, ese otro mundo posible que todavía no es.
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