Margaret Atwood, Resurgir (Traducción de Gabriela Bustelo), Alianza, Madrid 2008 (primera reimpresión).
En compañía de su amante y de una pareja de amigos, la protagonista viaja a una isla lacustre en el norte canadiense, para intentar encontrar a su padre, un viudo solitario que ha desaparecido. Durante siete días, se replanteará radicalmente su vida y experimentará un doloroso pero auténtico resurgir.
Pero traigo conmigo del pasado lejano de hace cinco noches al viajero del tiempo, el ser primitivo que tendrá que aprender, con forma de pez de colores ahora en mi tripa, experimentando sus acuosos cambios. La palabra hace surcos potenciales en su protocerebro, desconocidos. No un dios y quizá no real, hasta eso es incierto; no puedo saberlo aún, es demasiado pronto. Pero lo asumo: sí yo muero, muere; si paso hambre, pasa hambre conmigo. Puede que sea el primero, el primer humano verdadero; debe nacer, permitírsele.
Ya nos hemos referido aquí a las anteriores novelas de esta autora, también canadiense, protagonizadas por el inspector jefe Armand Gamache y por la peculiar fauna humana que habita la pequeña localidad de Three Pines, en las afueras de Montreal. En este caso, la trama gira en torno a un asesinato ocurrido en el mundillo del arte de Quebec. Pero esto no deja de ser una disculpa para construir un libro donde lo más importante son sus personajes, complejos y absolutamente creibles, y las relaciones que se establecen entre ellos en ese microcosmos que es Three Pines.Como señala la autora en los agradecimientos que cierran el libro:
... ahora estoy totalmente convencida de que a veces los hombres y las mujeres que están ahogándose pueden salvarse. Y cuando la muerte los escupe, pueden encontrar cierta paz en un pueblo pequeño. Al sol.
Yo me confieso incapaz de verlo, pero debería ser obligatorio su visionado para hacernos conscientes, como escribe la autora, del "horror desmedido" que se oculta tras algo tan delicado y sabroso como una hamburguesa o un solomillo. Me refiero al documental Matadero. Nos alimentamos de animales que, antes de llegar a nuestro plato, estaban vivos, y que han sido criados, gestionados industrialmente, transportados y matados. De eso trata el libro.Sin escenas o imágenes particularmente crueles, con un protagonista que ha decidido asumir, desde una particular ética profesional y personal, hasta las últimas consecuencias su trabajo de aturdidor en un matadero. Asume su función de matarife, pero rechaza -¡y de qué manera!- provocar sufrimiento añadido a los animales sacrificados.
- Trabajo no va a faltar. Como dice la gente por aquí: mientras exista una vaca en este mundo, siempre habrá alguien que quiera matarla.
- Y alguien que quiera comerla -concluye Edgar Wilson.
- Que quieran comerla habrá muchos. Pero matarla, eso sí que no. Matarla, solo los tipos como usted, amigo. Sólo gente así.
Nunca nadie va a pedirle que sea otra cosa, porque hay pocos hombres como él, hombres que viven para matar. Los que viven para comer son muchos y comen sin saciarse nunca. Todos son hombres de sangre, los que matan y los que comen. Nadie queda impune.
Tras el éxito de El hijo, convertida en serie de televisión, se publica la primera novela de Meyer, editada originalmente en 2009. Es la historia de dos amigos atrapados en una comunidad industrial del norte de Pennsilvania, agonizante como consecuencia de la crisis de la industria del acero. Ambos sueñan con escapar, pero precisamente cuando emprenden su escapada un inesperado y terrible incidente altera radicalmente su existencia. En sus páginas nos encontramos con la América trabajadora, cantada por Woody Guthrie, que ahora vota a Trump:
El señor Painter, el profesor de historia del instituto Buell que le había escrito la carta de recomendación a Lee, le contó que se había mudado al valle para llevar el socialismo a las fábricas, había sido trabajador siderúrgico durante diez años, había perdido el empleo y se había hecho profesor. Un licenciado en Cornell trabajando de obrero. "Éramos muchos -le contó-. Rojos trabajando codo a codo con los muchachotes sureños". Pero no había llegado a haber ninguna revolución, nada que se pareciera siquiera, ciento cincuenta mil personas perdieron su empleo, pero todos se fueron sin armar revuelo. Era evidente que había responsables, hombres de carne y hueso que habían tomado la decisión de dejar al valle entero sin trabajo, tenían casas para pasar las vacaciones en Aspen, enviaban a sus hijos a Yale, sus carteras de inversiones subían cuando cerraban las fábricas. Pero, aparte de unos pocos sacerdotes que se hicieron famoso por colarse en una iglesia de guante blanco y tirarle aceite de mofeta al acaudalado pastor, nadie levantó un dedo para protestar. Había algo particularmente americano en ello: culparte por la mala suerte, esa resistencia a aceptar que tu vida se veía afectada por fuerzas sociales, una tendencia a atribuir los problemas más importantes al comportamiento individual. El desagradable revés del Sueño Americano.
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