Resumo el planteamiento y el nudo de mi intervención el pasado miércoles en el Congreso sobre Memoria y Convivencia que se celebra estos días en Bilbao Omito el desenlace, porque no sé cuál es (aunque tenga mi hipótesis), pero sobre todo porque me interesa más invitar a reflexionar que proponer una respuesta.
[1] Una decena de reclusos de ETA, autodenominados Presos Comprometidos con el Irreversible Proceso de Paz, casi todos en prisión desde los años 90 condenados a decenas o centenares de años por asesinato, participaron en octubre y noviembre de 2011 en una serie de talleres de debate dentro de la prisión con víctimas, profesores, políticos y periodistas para hablar sobre la violencia, las víctimas y la paz en Euskadi. En un cuestionario sobre la experiencia remitido por el diario El País, estos reclusos hacían la siguiente reflexión: “En nuestro país, la existencia de la violencia ha hecho que viviéramos en mundos estancos, llenos de prejuicios e ideas preestablecidas sobre lo que representaba «el otro». El fin de la violencia tiene que traer consigo, entre otras cosas, un cambio de mentalidad”.
El fin de la violencia tiene que traer consigo un cambio en esas imágenes del “otro”... Es una esperanzadora ilusión. Si ha sido la violencia la que nos ha incapacitado para comprender adecuadamente al otro, su final debería permitirnos desmontar esas ideas estereotipadas, y hacerlo con relativa facilidad. Pero no es así. En realidad, no ha sido la existencia de la violencia la que ha hecho que en Euskadi hayamos vivido en mundos estancos, construidos a partir de imágenes descalificadoras del otro; al revés, ha sido la existencia de esas imágenes prejuiciosas del otro (reflejo invertido de una imagen igualmente prejuiciosa del “nosotros”) la que ha preparado el terreno para la violencia. El prejuicio precede a la violencia, aunque una vez desencadenada esta lo refuerce de una manera radical.
Es necesario distinguir entre la agresividad y la violencia, términos que si bien usualmente se utilizan como si fueran sinónimos, en realidad no lo son: “La primera es una conducta innata que se despliega automáticamente frente a determinados estímulos y se inhibe frente a otros. La violencia, en cambio, es una conducta intencional más que automática que puede dañar, es decir, que es la agresividad deliberada” (Sanmartín). Hablamos de violencia deliberada. Deliberada, sí, en todos los sentidos: intencionada, rumiada durante tiempo, discutida con otros, socializada, aceptada, planificada... La violencia comienza antes, en ocasiones mucho antes, de que se exprese en forma de agresión.
A diferencia de lo que ocurre con la agresión, antes de la violencia hay, siempre, deliberación. Y el resultado esencial de esa deliberación, resultado sin el cual la violencia permanecerá relegada a ese segundo plano oscuro del conocimiento, es siempre una operación de extrañamiento.
[2] No es la violencia la que está al comienzo. La violencia –la violencia de motivación política- está al final de un proceso que empieza con la construcción de un “Nosotros” homogéneo y puro radicalmente confrontado a un “Otros” igualmente homogéneo; antes de la violencia política, como condición necesaria aunque no suficiente de esta, encontramos siempre un ejercicio de estereotipificación que Beck ha conceptualizado con el término de construcción política del extraño. La violencia política se ejerce siempre sobre un Otro estigmatizado, expulsado de la comunidad de reconocimiento, socialmente distante aunque físicamente próximo, definido como amenaza a la coherencia del Nosotros soñado.
Pero hay un segundo paso esencial para poner en marcha el proceso que culmina en la violencia, o en alguna de las expresiones del eliminacionismo: la existencia de un movimiento y un liderazgo político que lo impulse o lo consienta. La acción de estos líderes políticos legitiman la violencia contra los extraños y expanden la zona de aquiescencia en el conjunto de la población hacia las distintas prácticas eliminacionistas. De nuevo, nos encontramos ante una operación del pensamiento.
Antes de ejecutarla, la violencia debe ser elaborada.
[3] El recurso a la violencia como instrumento de lucha política tiene más que ver con la percepción subjetiva de la realidad que con la realidad misma. En mayor medida que los problemas objetivos que en un momento determinado tenga planteados una sociedad, lo que resulta determinante para la aparición de la violencia es el modo como se perciban. Por tanto, la dimensión simbólico-cultural es fundamental para explicar la aparición y la existencia de la violencia. La violencia denominada “política” no es nunca la consecuencia de un problema o un conjunto de problemas políticos, como se sostiene desde un enfoque determinista (de manera que: Problema --> Violencia), sino que siempre esa violencia ejecutada con intencionalidad política encuentra su sentido en una determinada visión o aprehensión subjetiva de la realidad, visión que construye el problema y en el marco de la cual la respuesta violencia aparece como la única posible (de manera que: Problema --> Visión --> Violencia).
La violencia de ETA no se relaciona necesariamente con ningún problema político, ni siquiera con el problema político derivado de la siempre abierta cuestión de las relaciones: a) entre los habitantes de ese territorio, plural como pocos, que es Euskal Herria o los Países Vasco-Navarros; y b) entre estos, sea cual sea el sistema de relación que finalmente escojan, y los Estados-nación español y francés. En este sentido, el franquismo fue más una condición que una causa de la violencia. En efecto, la decisión de recurrir a la violencia no fue vivida, ni siquiera por sus protagonistas, como algo natural, espontáneo o puramente reflejo. En contra de la mayoría de las interpretaciones al uso, la violencia no apareció como “consecuencia lógica” de un estado de cosas, sino como fruto de la decisión de unas pocas personas Una decisión, por lo demás, fuertemente debatida.
Pero se tomó la decisión de utilizar la violencia y al hacerlo se atravesó la crucial frontera de la muerte (Aranzadi). Y aquí es cuando entra en juego la sangre derramada. “Bastan unas gotas de sangre para contener en su interior toda la memoria del mundo”, recuerda el albanés Ismaíl Kadaré. La sangre. “¿Qué puede parecer más religioso que la sangre derramada en nombre de la línea divisoria aparentemente «absoluta» de la religión?”, se pregunta Gerd Baumann. “Precisamente porque la religión suena tan absoluta –continua- se puede utilizar como una traducción de otras formas de conflicto más relativas”. Esta traducción prepara el camino para la violencia a la vez que bloquea cualquier posibilidad de diálogo político ya que, como afirma Bernardo Atxaga con sintética precisión, “es muy difícil relacionarse con personas que defienden cosas que no son de este mundo”.
[4] El País publicaba ese mismo miércoles un artículo de José Andrés Rojo, titulado En la maraña de la historia, en el que se decía lo siguiente: "Algunas de las mayores barbaries cometidas en el siglo XX se han contado como si fueran el resultado de una patología capaz de inspirar acciones criminales más que como el resultado de decisiones políticas concretas".
La pregunta que en mi opinión debemos hacernos en este momento en Euskadi es muy clara: ¿qué había antes de la violencia terrorista? ¿y qué hay actualmente de todo aquello que había antes de la violencia?
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